3.10.12

Un mundo propio siempre es el mejor, por Nicolás Correa

Sobre Sueños del hombre elefante, de Juan José Burzi. Gárgola, Colección Laura Palmer no ha muerto (122 pág.)


Ya no quedan libros raros en nuestros días.
Es fácil leer en Burzi la monstruosidad, que no es lo marginal, ni por mucho que se le parezca. Que no sea común leer historias como las que el autor elige escribir, no significa que sea marginal. Hay muchas posibilidades de caer en una lectura ramplona a la hora de enfrentarse a la textualidad de Sueños del hombre elefante.
La pregunta podría ser: ¿qué es lo que se busca con este libro?
Entonces podemos leer una serie de gesticulaciones que sobrecargan las referencias obvias y las vuelven un objeto suntuoso. Leer esas referencias, simplemente, obtura el análisis. Las referencias no muestran más que una forma de reproducir paternidades y filiaciones.
Es justo mencionarlas, como es justo decir que el sol se esconde a determinada hora.
La red de referencias que se producen en el texto pueden ser abordadas de la siguiente manera: la ontogenia, o el proceso de los organismos, considerada como una serie de formas que cambian a lo largo de todo individuo orgánico durante su vida, está inmediatamente determinada por la filogenia o el desarrollo de la runfla orgánica a la que pertenece. La ontogenia es una breve, y no menos rápida, rememoración de la filogenia, establecida por la función fisiológica de la herencia y la adaptación, y presenta cambios significativos con respecto a generaciones pasadas.
La pregunta podría ser más interesante: ¿Sueños del hombre elefante logra producir un sentido propio, a pesar de las referencias o éstas terminan por fagocitarlo?

Es como un ángel visto desde el infierno, se dice en “El trabajo del fuego”. Frase no menos acertada, porque lo que Burzi logra, con ingenio y efectividad es escapar a sus padres, logra un cambio sobre la mirada de las cosas, instala una nueva posibilidad, un nuevo sentido a las redes. La intención está llena de sutileza. Aquí me afirmo: no quedan libros raros en nuestros días, pero sí se puede ir en un sentido distinto.
Entonces lo productivo es la mostración de una direccionalidad otra, alterar el punto de vista, alumbrar la oscuridad que habita per se. Esta funcionalidad distinta de la oscuridad se produce en un mundo posible que es un mundo que no está a mano del lector, sino como dijo Leticia Martín: “Burzi parece haber viajado a la edad media para encontrar en su cantera inmensa de represiones y oscuridades las fotos que después reordena en un collage sobre el que sitúa a sus personajes”. (Ciclos de vida y muerte” en Revista Tónica Nº4.) No hará que la monstruosidad o lo maravilloso emerja en lo cotidiano, al estilo de José María Marcos en Los fantasmas siempre tiene hambre, sino que buscará una zona íntima y personal, y con zona íntima hablo de entregarse al goce de inventar un mundo nuevo.
El placer de lo inenarrable surge en estas páginas, de aquello que aparece en lo no dicho, en lo que se soslaya y el escritor logra sugerir. Los intersticios que no pueden ser escritos se vuelven atractivos y de una potencialidad imposible.
De alguna manera, Burzi logra mostrarnos ese otro mundo, su mundo, y volverlo real, volver a esos personajes parte de un universo posible.
Un mundo propio siempre es el mejor, y es lo que también contrae la mirada en Sueños del hombre elefante, un extrañamiento donde el contexto se pierde y le da a Burzi la posibilidad infinita de encontrar otras tramas, de una eficacia singular, distintas de las que se pueden leer en la nueva narrativa Argentina.

Las filiaciones son posibles, de una manera muy superficial, son meras menciones que se pierden en cada uno de los gestos que vuelven a este texto tan atractivo.