Esopo
ocupaba su sitio detrás del hogar, mientras yo encendía
mi
pipa y me tumbaba un rato en el catre a escuchar
el
murmullo muerto del bosque (…). Por lo demás, todo era silencio.
Knut
Hamsun
Ver el cine de Kaurismäki es estar
dispuesto a un diálogo revólver: el hombre que vivisecciona al
hombre para volver a instalar lo opaco ―el cine es una forma de
arte, hay que recordarlo― donde una supuesta transparencia nos
emboba de anzuelos.
Empezamos por un hombre que sabe: «si
no sabes qué filmar, es mejor cambiar de trabajo»*
(valdría también la máxima para cualquier manifestación que se
pretenda artística), declaración de principio y fin.
Hay una derrota primera en esta tentativa
de hilar palabras para decir sobre aquello que está hecho para ver y
ser visto. Las películas de Kaurismäki se narran en cuadros: una
mujer junto a la ventana dibuja sombras sobre una pared y todo lo
demás, sobra; un hombre sin pasado muestra su cabeza vestida de
vendas blancas y todos estamos ciegos. Los hombres buenos, las
mujeres buenas, dialogan en un silencio cargado de gestos y símbolos.
Hay perchas. A veces hay algo colgado de esas perchas que, sin
embargo, no dejan de indicar en un segundo plano que el cuerpo
siempre va desnudo. Hay un color que es el tono de la escena, hay
hombres y mujeres que avanzan pese a todo. En esa austeridad de los
personajes y los escenarios hay una dignidad innegociable, no porque
los personajes se ahorren las miserias sino porque nunca se pierde de
vista que entre dos puede haber no sólo dientes afilados sino mano
tendida, con la dificultad añadida de que todo esto sucede fuera de
cualquier lugar común o de irritante cursilería. Hay historias
cargadas y esos diálogos revólver del cuerpo a cuerpo. Hay un
director que crea su propio lenguaje y nos hace amar su dialecto. Hay
silencio para ver, Juha relincha en luces y sombras un
homenaje vivo al cine mudo. Hay austeridad que borra lo superfluo y
ensalza lo esencial (una respuesta para los detractores de lo
esencial que, como la inspiración, también existe). En Kaurismäki,
una percha es esencial, un teléfono que se atiende tarde, que puede
dejarse sonar. Hay un hombre que sabe de lo esencial: «mi familia
no era pobre, teníamos suficiente para comer y libros para leer».
Kaurismäki se nombra como un niño
autista: en efecto, no tomó la palabra hasta sus cinco años,
detalle que no le impidió crear un lenguaje propio, que ―por
supuesto― nadie entendía. Esto parece no haberlo inquietado, pues
la inteligencia del hombre sabe que «es inútil explicar las
cosas o las películas».
Lo dice el hombre en conflicto, el hombre
que ha pasado su juventud en la comisaría, en apremio con las
autoridades y por ello mismo sabe que «la prisión es diferente».
Habla un hombre libre.
Hay también un elogio del azar, del
encuentro, y sólo así el desbaratar un poco la existencial soledad.
También sabe de eso el hombre que tuvo cuarenta trabajos en tres
meses para vivir (al hombre no le asusta trabajar), «si me
gustaba el trabajo, me quedaba»; allí conoció a todo tipo de
gente muy diferente en la que se inspiró luego para hacer sus
películas. Eso sí, de los veintidós años que lleva haciendo cine,
dice: «durante veintidós años no he conocido a nadie, he
perdido contacto con la realidad». Es lícito animarse a la
hipótesis del retorno del maravilloso “autismo kaurismäkiano”
pues, como dice Nerval en Aurelia: «¿Será oportuno, una vez
recobrada lo que los hombres llaman la razón, lamentar haberla
perdido?».
Habla el hombre que sabe perder: un
ganador. «Mis primeras películas empezaron con la idea de que
los protagonistas se fueran de Finlandia, y de hecho fui yo quien se
fue. Mis protagonistas se han quedado en Finlandia. No puedes amar
más a tu país que dejándolo. Todo esto está en relación con mi
historia personal con este país (…), ya no hay nada finlandés.»
Pero el hombre sin pasado recuerda y
elige: en Nubes pasajeras aparece un mostrador de bar, objeto
del cariño de Kaurismäki (como tantos otros que recopila y donde se
esconde, a falta de la paciencia para soportar el calor humano, según
dice), utilizado también en otras de sus películas, en cuyo frente
falta un botón. El hombre de talento que ha perdido a su Finlandia
ve surgir la oportunidad: crea ―en su propio lenguaje― una escena
donde dos obreros reponen el botón faltante con un caramelo Sisu,
producto finlandés clásico (aunque ahora fabricado por holandeses,
se lamenta). Ahí tenemos el cuadro: un mostrador querido y viejo
(«como está viejo, ya no tiene por qué moverse»: puede
perder contacto con la realidad) donde el caramelo Sisu
repone, a la vez que muestra, una falta. «Es el triunfo de
Finlandia sobre Rusia (en la Segunda Guerra), aunque haya sido
al revés», dice el hombre. Hay una diferencia de color, hay un
caramelo pinchado con un alfiler al viejo mostrador ahora inmóvil.
Hay el desarrollo de toda esa acción en la escena de la película.
El hombre que ama el cine y por eso a Bresson y a las sogas de
Hitchcock.
Kaurismäki hace cine con sus propios
recursos, que cuida y no derrocha (rarísima avis), es el
director, productor, montador de su obra. Sabe que un montaje, por
bueno que sea, «no salva dieciséis kilómetros de mierda».
Los actores lo respetan, lo admiran, se escapan si quieren ensayar
pues «Aki no quiere ensayos». En Hamlet va de negocios
ni siquiera hubo guión.
El hombre que piensa no sólo da vueltas,
no teme el momento de concluir. Hará analogías entre el hombre y
los peces: «los peces se comen unos a otros para sobrevivir, pero
los peces no tienen la literatura; el hombre sí». «He
llegado a la conclusión de que sería mejor que la humanidad
desapareciera, porque los hombres entorpecen su propia evolución.
Tendríamos que asegurarnos de que los que nacen salen adelante con
su propia vida. Luego, desaparecer».
Baudelaire es el nombre del perro en La
vida de Bohemia, Kafka es la lectura para dormir a una enferma de
cáncer en Le Havre (no el químico anestésico sino la
palabra como ―esencial― vínculo de amor). Un íntimo gusto por
el tango musicaliza varias de sus obras y parece también la música
de fondo de una mirada ―la suya― que atraviesa.
«El primer árbol que vi fue un
abedul. Por eso estoy siempre de viaje hacia mi tumba».
Es la inteligencia Kaurismäki,
sopórtenla.
* Esta y todas las citas del director son
extractos del documental Cinéma de notre temps: Aki Kaurismäki,
2001, de Guy Girard.