Hay dos clases de flirts. Los del Bien, aproximaciones tímidas, torpes, recelosas, trovadorismo anémico, en vistas de un contrato de no agresión, búsqueda de una afinidad de hermano, de hermana, pudor, rubor, puntualizaciones y cine clásico de la mercancía. Son amables, adolescentes, profundamente inconscientes, nulos. Pero están los flirts del Mal, los más interesantes con toda seguridad.
De un lado, florcita, margarita, te amo un poco, mucho, apasionadamente, hasta la locura, no te amo para nada. Del otro, un poco, no verdaderamente, todavía un poco, y un poco más todavía, es decir, más bien. Los flirts del Bien se deshacen rápido o van hacia una solución de consumación. Los flirts del Mal pueden durar mucho tiempo sin ir a ninguna parte.
No se trata de amor cortés, de galantería, de libertinaje. No tienen nada que ver con la pasión romántica, el amor fusión, el erotismo de catálogo o la pornografía. ¿Entonces qué? Otra cosa. ¿Cómo definir lo que es gratuito? Eso que tiene el aire de nada. Eso que no quiere nada.
El flirt del Mal desestabiliza todo el teatro amoroso. Es más grave que las relaciones íntimas anudadas entre partenaires constantes. Se puede producir no importa dónde, no importa cuándo; como la pasión, es claro, pero sin sanción. Sin embargo, en fin, ¿qué ha hecho uno? Nada. Y esa nada (casi nada) se carga rápidamente de sentido, como si fuera ella misma el pecado. Y en efecto: se blasfema aquí contra ese gran ídolo en que ha devenido la sexualidad. El flirt del Mal tiene lugar entre partenaires conscientes de su inanidad. Todo lo contrario, entonces, de lo que se repite desde hace siglos.
El siglo XIX condenó Las Flores del Mal. El sexo era signo del Diablo. Hoy, es un producto como otros, afásico, que por contra sentido, debe dar valor a la fidelidad, la salud, la seguridad. De un lado, los bajos fondos bestiales, del otro, la eterna flor azul.
El flirt del Mal, en estas condiciones, pone en juego una distancia singular. Ahí, los cómplices sin porvenir, decididos a permanecer disimulados en la muchedumbre crédula. Se reconocen a un golpe de ojo. Conversaciones ácidas, apretones de mano, abrazos furtivos, besos robados pero profundos, deseo que permanece deseo, son especialistas en autoerotismo. El placer es un asunto solitario, va al choque tanto de la publicidad rosa como de la manía orgánica negra.
Estos ladrones saborean, no concluyen. Se atienen al valor de uso contra el valor de cambio. Están al corriente de sus cuerpos, no necesitan profundizar la cuestión. Son los ateos de la nueva religión, y el nuevo clero no se equivoca: es este flirt del Mal –colorido, alegre, improductivo, estéril– lo que hay que prohibir.
Por Philippe Sollers
Traducción: Américo Cristófalo