Yo ya
estaba borracho cuando me habló por primera vez de la diferencia entre los
lectores que no subrayan los libros y los que leen para encontrar un estilo que
no tienen. Estaba borracho pero lo pude oír decir, como si fuera suya, la frase
de alguien más. Ya no pasa el tiempo entre nosotros. Todo se lo tragó el
pasado. Cuando le pedí que me dedicara su libro, anotó en letras de dudosa caligrafía: Sólo desde la risa del Paraíso se puede atravesar el Infierno. En un bar irlandés dijo que tenía una
lectura de Caín y Abel y que todos deberían hacer la suya. Sus pensamientos
eran misteriosos cuando para mí lo mejor fue siempre no entender. “Nadie hace
un crimen y lo asume a la vez, esto viene desde Caín, que le pregunta a Dios:
¿Soy yo el guardián de mi hermano?, pensando que Dios es un dictador y que
puede hacerse cómplice.” Así hablaba, con una mezcla de erudición y conciencia
moral infinita. ¡Caín! ¿Pero cómo? ¿Caín tiene algo que ver con los editores?
Por supuesto, me dijo, todo Mallarmé trata ese tema.
Yo
pensaba que siempre había dos caminos a seguir y que lo mejor quizás fuera
cambiar continuamente de camino o no seguir ninguno. Los jóvenes se hacían
viejos queriendo entender. Si la juventud supiera qué puede y qué no. Él se
enfurecía con la idiotez de un escritor y los efectos que producía su lectura.
Hablaba con frenesí de la inflación, de ciertos índices económicos falseados,
de los bienes del patrimonio público, de la moneda que emitía el Banco Central
y del endeudamiento nacional. Los esperpentos en la política de turno
oscurecían el hilo de su voz. Se lamentaba y enardecía porque pocos sabían
quién fue Pol Pot. Yo no lo sabía. Su forma enloquecida de pensar me resultaba
deslumbrante; sus gustos, extremos; su ideología, misteriosa. Pero encasillar a
alguien inclasificable, no. Su presentación era su voz. Yo diría su risa. La
situación en Grecia, el remoto hoy que fue Eslovaquia ayer y las mercancías del
espectáculo desfilaban en una marea de cambios naturales por su conversación. Y
él insistía en que era fanfarrón pero no soberbio.
¿Qué
cosas le daban alegría? Yo tendría que haberle preguntado si hablaba solo, si veía
a la escritura como la prolongación de la guerra por otros medios y también qué
era para él la ilusión amorosa. Pero nunca hablamos de eso. En cambio, me dijo
sin sobresaltarse que lo peor de la historia se rearticulaba siempre de manera
universitaria. No olvides que Cezanne dejó sus cuadros inconclusos, me miraba y
se reía. Me distraje, siempre me distraigo, pero volví a la concentración de la
charla cuando aclaró algo sobre Perón, diciendo que no le interesaban los
problemas morales, que su problema era el salario. Algo hubo o habrá entre
moralistas y estadistas. Pero no entendí qué pasaba con esa generación. Ni con
la mía ni con la suya. Cuando nos conocimos él estaba con unos ensayos sobre el
nacional-populismo. Leía el presente desde el presente a la velocidad de un
pensamiento o ubicación inexplorados. Le interesaba hacer un estudio sobre la
performatividad postmoderna, sobre el montaje fetichista, político,
espectacular de los idólatras actuales. A los veinte años pensaba en la muerte
como algo romántico. Muchos sabían de la fuerza que tiene un texto publicado. Y
pensaba que había gente que leía para controlar, eso me dijo una noche. Yo le
vi la vertiente delirante enseguida cuando lo escuché decir que la palabra
compartir lo ponía muy mal. El suyo era un lenguaje de la aventura y también era
la aventura de un lenguaje. Cuando pedimos nuestro
segundo té, esa tarde, una de las primeras veces que nos vimos solos, le habló
a la moza del bar sobre Molière, le dijo que pedía té porque se sentía un poco
resfriado, casi a punto de engriparse, y la chica se rió y él le resumió el
argumento de El enfermo imaginario en
diez segundos. Una semana después le hablaría de Chejov, la chica estaba
interesada en el tema. Esa tarde se hizo de noche y cuando me despedí dejé dos
billetes de veinte pesos, uno era falso.
El
artículo 17 de la Constitución le parecía importante. Según él, desde el 2001
la Constitución estaba rota. Me dijo que Kafka lo había dicho hace años: “Todo
está en los detalles”. Hablaba y hablaba como si nadie prestara atención y
tuviera que explicar todo de nuevo, desde el principio: “La Constitución es una
organización simbólica de los cuerpos y de los derechos individuales. Eso
parece no entenderlo nadie. Una conspiración. Alguien te ataca a vos. El código
es que te hagan caso. Hay hombres de código. Tenerlo todo es vulgar. Lo decía
Eduardo Wilde. El código sería vivir en una casa. Una casa de agujeros. Y llena
de ratas. El chueco es perfecto, como chueco es perfecto. Un manco por ahí es
perfecto. Perfecto como manco. Si uno es lo que es. Puede ser perfecto siendo
lo que es. Todos dicen lo mismo. Empezás a sospechar. En la Argentina hay una
dramática constitucional. Alberdi. Hay unos tipos que quieren instaurar una
ley. Y otros violarla. Es un país potencialmente anarco. Que va por diferentes
caudillos. El Dogma Socialista es idealista. En el sentido santisimoniano.” Orquestaba
partituras en el aire. Hacía música con la historia. Mordía su drama
constitucional, defraudado por las garantías del Estado de derecho.
Leía con
unos anteojos medio destartalados. Muchas veces se indignó conmigo porque cortaba
el hilo de sus argumentaciones o cuando yo demostraba que no sabía discutir.
Mis preguntas lo interrumpían y a veces se irritaba o se enojaba. Repetía una
frase de Joseph de Maistre: “Los que no comprenden nada comprenden mejor que
aquellos que comprenden mal.” ¿Lo decía por mí? Yo estaba ahí, de alguna
manera, disimulado, en esas conversaciones en las que mi entusiasmo era
innegable pero así de grande también mi ignorancia en esas latitudes. Guardo
así la memoria de esos días. Y ahora sé que para fundir una nación se
necesitan: 45.000 policías en la calle con sus uniformes azules, su barriga y
su idiotez, 73.000 balas de goma, 3.400 granadas de gas lacrimógeno. Antes de
ponderar a Tocqueville, esa vez, habló de la Ley de Reforma del Estado (N°
23.696) que autorizó al Ejecutivo a privatizar empresas de servicios públicos. Hablaba
enérgico, como poseído.
En la
página 251 de una edición de 1978 de Una
belleza rusa de Nabokov subrayó con tinta negra la frase: la memoria
acumula. Creo que alguna vez esperó de mí que boswelizara su vida. En todo
caso me dejé fascinar por su elocuencia. Esa noche caminamos al costado de las
vías del tren. Lo acompañaba a la parada del 168 cuando me dijo que había que
hacer listas de libros. Los diez mejores libros que uno hubiera leído sobre
economía, las diez mejores novelas, y así. Decía estar haciendo sus listas,
pero no haber terminado ninguna. Cómico
de la lengua, Los siete locos, Peregrinación de Luz del Día. Le interesaba el odio de clase entre argentinos. Estaba
loco, sí o no, pero siempre tenía algo para decir y lo que decía era genial,
estrictamente inteligente, apasionado, paranoico, verdadero. Por convicción o
conveniencia la gente tiende a decir lo que piensa, aunque a veces algunos se
acomodan diciendo lo que les conviene; otros nacieron con un lugar de
enunciación asegurado o se confundieron sin dificultades en el murmullo del
éxito discursivo actual. Pero su risa era otra cosa. Nunca pude sacarle una
tristeza. Hablar con él para mí era entrar a un museo de estilos. Alguien
demasiado inteligente de una sabiduría que nunca voy a saber de dónde salía. No
del saber. Porque redoblaba cualquier frase o idea, por pasajera que fuera, y
la ponía en un lugar en el que no podía sostenerse, en un mundo de esterilidad.
Padecía los defectos de sus virtudes. Era un poeta: un pobre animal enfermo que
siente, un triste agónico contento.
Cuando Buffon dijo: El estilo es el hombre, creo que sólo o
también o además dijo: Ordenar el pensamiento al ritmo, velocidad y movimiento
de una frase: ahí el estilo. La literatura es vacilación, no certeza. En
estética siempre estuve con Epicuro: "Disimulá tu vida." Yo estaba desenchufado
de todo pero suponía que todo estaba bien. Luis Thonis fue y siempre va a ser
para mí un escritor peligroso, corrosivo, brillante, resuelto para mostrar lo
que otros preferían tapar; artero, atrevido, de tonos pálidos. Mezclaba lo político con lo poético. Decía, por
ejemplo: “La economía de la indiferencia va de la mano de la banalidad del
bien.” Pero el comentario se desprendía de una respuesta sobre la diferencia
entre la letra de una canción y la de un poema. Demostraba que la política no
está separada de la poesía. Los laberintos de su mente aparecían
espejados en un estilo ramificado. Leía
Joumana-Jo Haddad, me repitió una frase suya: “Pensás que tu problema es
específico pero, quizás, es universal.” Me aseguró que para escribir una gran
obra hay que perder mujeres, lectores, amigos y editores. Grandes libros que se
escriben perdiendo.
Pero era
más fácil comprar la felicidad como una mercancía barata o adulterada. La
felicidad siempre va a ser una palabra de mierda porque impide la dicha, ahorra
el dolor y a la vez el placer, concentra la angustia, bloquea. Esos recuerdos
suyos conservo. El fraseo de su voz. La manera desordenada en la que comía
maní. Había una guerra ideológica en el mundo, guerras religiosas, guerras
capitalistas. Yo envejecía, me volvía cada vez más gris en mi trabajo y después
no hacía otra cosa que escribir. Escribía el libro de las cosas que le
escuchaba decir a los demás decirme a mí mismo. Él no dejó de mandarme por correo
electrónico un seguimiento de catástrofes y matanzas, quizás para
mostrar que el mapa que registraba sobre el ascenso de los
fundamentalismos no era una trasnochada elucubración suya. Su objetivo más
inmediato parecía ser ridiculizar la imagen del mundo que presentaban los
revisionistas que hablaban en nombre de lo moral. El silencio mediático
sobre el régimen sirio lo inquietaba. ¿Te das cuenta?, me instigaba, no dicen
nada porque el niño sirio asesinado no cotiza en el mercado de las víctimas. No era que yo lo entendiera o tuviera ojo para lo
social pero podía ver una alquimia salvaje de lo cotidiano en su mirada.