1.4.13

La mañana sol de limón (VII), por Hugo Savino






Irma que cose en el infinito. 


Contra que puteo hoy, día lunes: mi envidia ¿cómo escribirla? Que entra por la ventana.

Envidia a secas. Como odio a secas. Solitaria. ¿Llego a resentimiento? Llego. ¿Viene de esa herida? ¿Meterse en la desesperación y arrancar desde ahí? Y el descubrimiento: no cuentes ningún pesar, no le importa a nadie. Tanto si viene como si no viene. La novela compasiva para conquistar al lector: caquita contada en pasado. Prefiero el presente. Y la primera persona. Es el temblor de la soledad absoluta. ¿Por qué no? Del presente al pasado. Detesto la palabra generación. ¿Quién es ese poeta especie de tía consejera que ordena escribir en pasado?

Ninguna profesión.

Pero desesperación es una palabra peligrosa, se te pegan las musas. Mejor guardársela. La desesperación al bolsillo. Secreta. Llegan, las musas,  sus compasiones, y te piden fidelidad a la causa. Nadie escribirá nunca nada que valga la pena al lado de una musa o pegado a la causa. O llega el horror de la comprensión. Maldita impostura. 

Lola sale del bar, saco de terciopelo negro, remera algodón de colores, pantalón rojo, zapatos crema aguillerminados, ojos de aurora, desde el balcón de la esquina mira un esperanzado, una palabra por favor, alguna mirada, el dandy del barrio saco azul pantalón gris pullover rosa salmón sobre camisa blanca sin corbata, sentado en una banqueta alta, en el mostrador del lado de la ventana,  la mira de arriba abajo, se la come, y  ella cachetes colorados, vanidad de bordadora de sueños,  y yo que siento el mordisco de los celos, o de la estrella fugaz, ahora  baja por la vereda de Berutti, cadencia, balanceo, hacia Avda. Mitre, toco de la alegría, se embrollan las voces, la escribo casi inalcanzable. A Lola.  Me guardo el casi en el bolsillo. El casi en la luminosidad Lola.

Esos tipos eran mis futuros enemigos, mis empleadores, los que no me pagan las facturas, facturas de mierda a centavos las mil palabras, ellos entraban a la librería –Viamonte esquina 25 de mayo,  era el apogeo del mediodía, yo  los miraba despreciar, lo aprendieron ahí, leyendo a Hegel aprendieron a despreciar, ¿ya no había adoquines en Viamonte? Hegelianismo de los profetas asalariados. Me puse el Chestov en el sobaco, pagué, ¿ya era tan esclarecido? Secreto de otras lecturas. Cambio de lecturas, fue rápido. Lo entendí enseguida. Es la única manera de seguir. Lo aprendí en la primera edición, la de 1969. Y no contárselo a nadie.  ¿Lengua materna? Esa, justamente. La de los libros. ¿Qué otra?  Todavía no me callo lo suficiente. No contar nada de nadie. Ninguna complicidad. Mucha franela de retórica todavía. Hablo y me sale fácil. Hasta puedo dar entrevistas. Mucha facilidad. El mundo de la literatura. Yo quiero hablar de la cocina del patio. Sólo quiero eso. Detalles de detalles. Algo de crónica. Poner a Irma que cose en el infinito, dios bendito, de los salones de baile década del treinta. La cartografía literaria me importa un carajo. La representación, excesiva o menor, otro carajo. Carajo de carajo. 

Pero estoy lejos, muy lejos, todavía confieso sentimientos, me hago arrumacos confidenciales.   

Lola taconea en la mañana azul. Las pibas del barrio se pierden en los hilos de la ilusión. Qué se va hacer, apuestan todo al olvido inmediato. Y Lola está llena de no olvido.

Mi prima May se murió en la mitad del camino. Puta madre otra vez. Es una frase y es un hecho. El hecho metido en la frase. No es nada social, es de lo íntimo a lo íntimo, no sé muy bien de qué hablo, ando en un momento de vacilaciones, no quiero hablar de esto en una frase, me gustaría decirlo adornado, no puedo, sale así, viejas lunas en el patio de verano, pasado, es el presente del pasado, es un descogote del tiempo, me pierdo entre la luna en su atorranta presencia de pasado Banfield y la memoria y el olvido. Ese paredón del ferrocarril que aparece cuando se cruza el viejo puente Escalada frágil,  caminado en la tarde de calor Banfield, hacia Uriarte.  

Los suburbios. Ahí vivía. Ya nadie usa esa palabra cargada de visiones, ensoñaciones, viajes, aventuras, diarios de varios días, misterio de las vidas en pijama a rayas y chancleta.  Los tipos fondeados a café, remachado a tres sillas en mesa de la ventana, que miran ir y venir el progreso, los sufrimientos del estoicismo.  Me voy por Ingeniero Marconi quiero ir hasta las curtiembres del pasado. Todavía no es la hora del crimen. Tampoco se ve el río, faltan unas cuadras. Camino por el pasado. Por acá caminé con mi primer sobretodo azul. Olor a cuero. Doblo por French. Llego a Florentino Ameghino y sale del Bar el Pantano el  tardo provinciano del no cacareo. Me agarra de un brazo. Quiere recordar. Es como “una aparición de luz creada”. Lo escucho hace años como si fuese Dios. Una especie de targúmico de barrio. Traje azul cruzado, camisa celeste, corbata azul rayas de rojo suave, zapatos negros lustradísimos. ¿Dónde pone el huevo? Es como un enviado. Aporteñar hasta desgañitar al falso provinciano. Hacé eso, me dice. Me pregunta cuándo tuve mi primer traje. Es el único que me hace esas preguntas. Cuándo tuve por primera vez la sensación de la niebla y el frío. Por qué prefiero los zapatos de cordones a los zapatones casi femeninos que se usan ahora.  Por qué prefiero los libros al cine. Seguimos un rato largo. Él: vino tinto. Yo: café, agua. Me nota quejoso. Me da esta cita: “Queja: lamento sonoro”. 

No te dejes decir que valés mucho – valés eso que cobrás por mes – sólo eso – no más, y todos, desde el chucho amarronado cola entre las patas,  hasta tu amigo del alma, te miran desde ahí, te valoran por lo que cobrás te invitan por lo que cobrás te desenvitan de las comidas por lo que cobrás no te dejes engatusar con las paradas del amor. Con los socialismos variados. ¿Cómo decírmelo con más claridad? ¿Cómo hablarle al otario que soy? ¿Cómo dejar atrás a ese mimo llamado traductor? Profesión: traductor. El amure del personaje. ¿Mimo de mimo? Me mando una postal de elogio desde Mar del Plata, los lobos marinos perpendiculares al mar. Sentados, me miran. Lo barrial de ese personaje que dio algunas conferencias sobre la traducción. ¿O me mando la postal, y los ayudo a triturarme y me planto en la desilusión y arranco desde allí?  ¿Anoto, como siempre, libreta o cuaderno, un registro de los días, de las mañanas, del tiempo, de las pausas mediodía, para mí, sólo para mí, bufo la bronca, algún aullido? Pero si me planto, empieza la soledad en serio, se acabó el lamento sonoro, el tufo de la grandilocuencia, ¿qué empieza?, me susurro la tristeza al oído, la empujo, la disimulo, ¿qué salida? ¿la salida candelaria de encomendarme a mí mismo? ¿me lo digo bajito? La improvisación no se anuncia, se improvisa o no: me molesta que me roben el vacío del tiempo, pero como dice alguien, uno hace lo que puede por proteger el trabajo, y siempre se fracasa. No hay explicaciones. No hay quejas. ¿De quién es el vacío del tiempo?  

Carlos Mastronardi es el poeta que arrima tiempo. La frase es de él. Invención de provinciano.  

Lo maldito barrial. Ya tenía el irme metido en el cuerpo. Irme de lo barrial. Del asadito dominguero, lo detesto. Es otra de las cosas que detesto, el domingo de reuniones. Lo detesté siempre. Empieza en la familia y sigue con los amigos, eran las reuniones de mi primera existencia, la elogiada comunidad de las almas, todavía no tenía traje, y no conocía la alegría de esas noches de soledad calles solas bajando por Rincón hasta Belgrano y Entre Rios. Ya estaba escrita mi incapacidad para hacer familia o comunidad de amigos. Y, ahora valgo eso que gano estrictamente. Cuento una travesía en el pasado, años después. Para soltarme más. Una especie de guía de descarriados en varios libros.       

Septiembre es el mes de los vientos.

Disciplina matinal: no hacer buches de lamentos sonoros.

¿Mi vida? ¿Por qué tengo que ser culpable de esa hostilidad? Estoy convencido de mi inocencia.

Ningún plan. Abandonarse al desorden.

Al lado, seis en una pieza. Una cama, cuatro colchones sobre una manta. Los chicos dormían ahí. Dormían en el suelo decíamos. No quiero ponerlo en términos de picaresca. Me cago diez veces en los grandes escritores de la picaresca. Escuela literaria la picaresca.  Leí en algún lado esta pregunta: ¿Quién los confortará a la noche? En un libro de vagos y vagabundos. Escribo estas cosas porque estoy aterrado. Y busco la escuela de la ensoñación, no el origen, no, la alegría de esa frecuencia. La avenida Mitre es la avenida más larga del mundo, es hija de la avenida Montes de Oca, ahí, al pie del puente Barracas comíamos sándwiches de pan negro con salchichón y mostaza y manteca, naranjín y la conversación de los grandes, allá, a pocas cuadras, el hangar de los tranvías, en ese pie del puente ahí fue donde apareció el toco de la ensoñación alucinada, la única, la que nos mandó al carajo, y eso no tiene vuelta, la escribo y ya está, no hagan teorías sobre la inscripción, por favor, lean o suelten este libro,  sin odios, no estamos hechos el uno para el otro, hay millones de libros para melancolizar la ausencia, vayan ahí, no puedo rellenar el vacío del tiempo, como hacen otros, puta madre, no puedo. Norberto Gómez se ríe mucho de la palabra apropiación, dice en una carta que mejor la llamamos robo. Entonces no me apropio el pasado de los otros. No les piso el cantero. Los arañazos, sólo eso se recupera.

Y tengo que ponerme a contar algunas abstracciones. Son esfumados. No lo tengo claro. No lo tendré. Nada que decir, pero esa abstracción de junturas atadas, un cordero o lobo en el miedo recurrente. De la pesadilla recurrente. No sigo. Esa abstracción pide nombre. Recurro a las novelas que amo. Apaciguar. Hago la lista de mis demonios. Si no lo hago el terror ocupa todo el espacio. Solo, con el miedo.

Llega Dante. Lo espero en el Marigny de Suárez y Montes de Oca. En las mesas de la vereda. Lo veo venir, cruza la calle, cierro el libro y cuando levanto la vista, desapareció. ¿Tuve la visión de Dante cruzando Montes de Oca? De repente dobla la esquina y entra. Paquete de cigarrillos en la mano. Abrazo. Nos vemos cada tres o cuatro meses. Trae el chucho refrescado del verano. Recién entra en la tarde. Pide café. Nos ponemos poco a poco al día. Clandestinidades recíprocas. Tenemos una idea clara de la vigilancia de los afectísimos. ¿Quiénes fuimos? Sabemos cosas uno del otro. Cosas que no les decimos a nadie. La vulgaridad vigilante pagaría fortunas por saberlas. Pero acá estamos, en esta terraza, mirando el mundo. El perfil engañoso de las cosas, el amor a la soledad, y el verano que anuncia una noche de señales benditas, camina por la vereda.

Y está ese: robando palabras y frases y usándolas, roba tiempo, y cree que lo arrima. Dirá vacío pero ni sabe de qué va. Lee en sus libros profesionalmente.                   

Lola arrastra su historia perdida. No la ignora, le pasa a través de sus ojos color de miel, entra al Marigny, lo saluda a Dante desde lejos, son muy amigos, se saca el tapado negro con capucha que flota y deja el novelón arriba de la mesa ¿qué lee? Le traen el café directamente. Cuello eduardamansilla. Pone azúcar negro. Toma. ¿Reconcentrada en el no olvido? ¿En sus suavísimos gestos hacia el infinito? ¿Sabe que intuimos su historia? Se abstrae una eternidad que dura segundos. Y mira con ternura, rechaza cualquier protección, pone el misterio como anzuelo y distancia, no sabe todo lo que inspira, almas desoladas que la aman, almas tristonas que nunca la tendrán, amurados en el barrio, que la esperan de la panadería a la casa y de la casa a la avenida. Allá en Avellaneda. Y acá, a diez minutos de Avellaneda. Y Lola se pasea por su pasado de no olvido que se cruza con la mirada de tranco acelerado de alguien que no está. La miro y sufro de verla sufrir de ese amor terminado, le faltan las lágrimas, Dante va a su mesa. Habla un rato con ella. Vuelve. Se sienta. Me mira de soslayo, no me cuenta nada. Seré un ignorante de esta historia perdida.  Dante tiene la fuerza de la escucha, deja correr la escena, no se puede hacer nada. La miro y sufro. Nada me pertenece. Hubo que llegar al fondo.   Dante dice: ¿quién no se cae en los ojos color de miel de Lola? ¿No? Y sigue fumando. Lola deja de mirarnos y coquetea con un tipo de la otra punta. Sus ojos salmantinos se van a otra parte. Sus dedos largos hacen que dan vueltas las hojas del cuaderno. Nunca leeré ese cuaderno.  Dante saca su libreta y me dice: “caí en algo que se llama "scutum fidei", escudo de la fe, que resume la creencia de la trinidad. Hice este dibujo y puse a María en el centro.” Miramos el dibujo. Nos concentramos. El otro tema es Elia Kazan. Dante divide el mundo entre los que aman a Kazan y los que lo ignoran con toda su ignorancia.      

Lola escribe con lápiz un cuaderno de sus sueños y pesadillas. 

Escapar de la queja el mundo me roba, el mundo no me entiende, el mundo me desdeña, escapar de la palabra mundo sociedad comunidad – están las voces de los que hablan por su cuenta. El parásito estará siempre ahí, mordiendo los talones. Ratoncito laborioso que finge escuchar. Ratoncito de la carrera literaria.

Reglas; no dejar que nadie se acerque. No abrir confesión. ¿Disimular?, no. Basta con escuchar. Es fácil. El mundo es proclive a la confesión. Nadie escucha a nadie. Todos quieren hablar. Pero sin que se los escuche mucho. Una escucha atenta, sin consejos resulta insoportable. Se ven las caras de angustia de las almas pasadas y domadas  por la criba de la secta  de psicología sumaria. Cada tanto poner alguna angustia, la más sentimental, eso gusta mucho. Después todos te olvidan. Y si uno está muy avanzado, y no forja leyenda de poeta maldito, resignarse al robo. Por algo los profesores cuando escriben sus libros no dejan de mencionar en sus solapas su pertenencia a la enseñanza republicana. Es una legitimidad. Robo legitimado. Y no ser nada, dios, no ser nada como Jack Dulouz, “ni profesor, ni sabio, ni Roshi, ni un escritor, ni un maestro ni siquiera un clochard dharma que cloquea sólo el hijo de su madre y su madre es el universo – “lo pueden ver en el canto 9. Me veo obligado a ponerlo.  Para nadie. O para mí mismo. Para no ser un cobarde. Para que no me pisen el cantero y se hagan los sordos. Para no hacerme el pelotudo.

Sí, por supuesto, hay que agregar, contribuir a la confusión. Lo que uno lee es lo intimísimo inalcanzable, mejor callarse. El peligro es terminar bocón de alguna sinceridad literaria. A veces me pongo cerca. Así que no pierdo de vista esos tiempos remotos de escupidera debajo de la cama. Volver despacio a ese clima. Silencio, no queja, son mis aliados. Dada mi escasa sabiduría.

La miraba a los ojos, la miraba tanto que se puso adentro de la piel Lola. Qué cómico es el amor. Lola lo mira oblicuo, cara de mala, indiferente, hoyuelo en el mentón, hoyuelo en la entrada del escote, volvió de Barracas. Cuaderno en la cartera. Novelón en la cartera.

La cronología se pierde entre improvisaciones, no se puede hacer otra cosa. Es como la protección del trabajo. Nada de nada. Los miméticos son esponjas de información. Pueden hablar horas sin leer. Parásitos y miméticos ¿lo mismo?

¿Qué comunidad de sosiego? Eso no existe. Cuando no se puede no ser marginal no se puede.  Pero no creo que se entienda. Los pequeños burgueses que toman la sopa en lo de mamá aman lo marginal como referencia. Glosan en cut-up eso que es herida incurable.

¿Lola hace crónicas sonámbulas?

Vivía en el amor loco Lola sólo de verla pasar.

Raúl se guarda cerca, del otro lado de la Avenida Mitre. En la calle Sarmiento. Abre la ventana. Mira cómo pasan las vecinas.  

Trato de avergonzarme: de qué:

de algunas cartas melindrosas que mandé en las que traté de poner todo, como en una de esas desesperantes sinfonías de Beethoven

de esas comidas de garroneros alrededor de un millonario, veladas de solemnidad llenas de citas, cuadros, música, relatos de viaje, falsas fraternidades conversación social  (qué nadie lleve a Lola a esos lugares)

de algunas confesiones enfáticas de sentimiento

de frecuentar ambientes que no me corresponden, de querer ser algo, y sobre todo ahí donde nadie me quiere

de filosofar sobre la pobreza con burgueses de izquierda – la mayor de las vergüenza, y de las traiciones en mi caso

del demonio de la envidia

del demonio del saber

del demonio del rencor

de fijarme objetivos – (caigo cada tanto)

de enredarme en lo sagrado

de asistir a discusiones literarias, con mitómanos de manual, de ideas generales a ideas generales, de reiterarme tanto, tanto y no parar

Entones no sigo. La maldita reiteración. Uno está solo y escribe eso es lo que pasa. No hay más. No es para tanto. No es una tortura. Es un acto solitario, no le interesa a nadie o a casi nadie. Tampoco es para dramatizar. Dicho esto, uno puede hablar de lo que hace. Si tiene ganas. En los libros me gusta más. Cómo uno hace lo que hace. Se puede ir por el camino de la hinchazón, glosarse, auto-situarse, hasta garantizarse el universitario justo, ponerse en la línea sufriente del incomprendido, o hablar en serio, buscar algún momento de verdad. Que no garantiza nada. Los mitómanos tienen más público. Algo que puede ser una bendición para los que hacen el enorme trabajo que hay que hacer. En mi caso, prefiero los paisajes variados. No me molesta instalarme en un paisaje. Veo algo que me gusta y voy. No estoy apurado por definirlo. No me interesa. Si queda inacabado mejor. Poco narrativo. Bordes difusos. Están esos que traen todo el tiempo el pasado para instalarse, nos tiran por la cabeza sus referencias machacadas, pero eso no tiene ningún interés, es pura chatarra, el único problema es el funcionamiento. La mano a veces no se anima a anotar. ¿Quién dibujaba con los ojos cerrados?  

Algunos tipos, tan hinchados del ser escritor, roban la frase alegremente, y no saben que roban lo intimísimo refugio. Para ellos es un reflejo estético. Van como gallina ciega en Sarandí al dedo de mi abuelo. Cagan el cantero y siguen como si nada.  Hay robos imperdonables.

Miro lo que me rodea y subo a la montaña de la ensoñación, trepo, voy a mudanza 1946  0 1950 0 1957. La fecha la juego a los dados. Tres mudanzas de desalojos. Saco mi libreta y anoto. Un diagrama del camino de Barracas a Avellaneda. 1950, febrero. Convoco a los no fantasmas de la vida pasada, esa de Olavarría y Avenida Patricios.

Descubro otro vacío, es de Jack Dulouz,  lo traigo, y lo cito, a la mierda el cut-up: “vacío de ensoñación”, Dr. Sax, en la traducción de todos los sonidos de Martín Abadía.  

Lola sigue paseando por la mañana de sol de Avellaneda. Lola es un sonido que se expande al infinito. Pregunta: ¿hasta dónde se soporta? Otra posibilidad: Lola es para la ensoñación.

Los nombres que se pierden. 

Aparece la pregunta: ¿qué ensoñación? No leo exactamente, escucho sonidos en el oído. Pequeñas partículas de sonido escrito. Sol de la mañana que espera su haiku.

Me gustaría pintar un diluvio íntimo, un no tengo amarras, una catástrofe social si les parece, pero no tengo cuerda de profundo, tengo que tragarlo solo, no soy pintor, tampoco amo las confesiones, menos que menos la conciencia social. Soy un solitario.


Sedería Jaime: El encargado Sambioni, alto y rubio, el vendedor gordo se llamaba Isaac. Irma discutía precios de telas. Ganaba siempre.  

Lola en invierno: tapado negro largo, no el de la capucha, se lo saca, camisa crema en gasa, pantalones negros.

¿Qué puedo hacer si escribo cosas que no están de moda? Pasado de moda como fui desde que nací, sólo puedo registrar esto que hago, historias que van y vienen. Me acuerdo que un imbécil millonario al que le sugerí una nota sobre Albert Ayler me dijo que ya  lo había escuchado mucho a  Ayler, y ahora escuchaba boleros. Pero qué pelotudos estos nuevos cultores del bolero. Escucho boleros desde la cuna.

No hace falta romper. Bolsillo escaso no hace falta romper con nadie. La ruptura es un gusto de gente instalada. Todo seco que cacarea de ruptura en realidad pide integración, plata, vivienda, o que lo editen.

Registro todo lo que pasa.

Dejarse invitar es ir a hacer el payaso. Abstenerse.

Lola en el Marigny: rasca la ventana empañada. Le pasa el dedo. Dedos largos escriben en el cuaderno, no levanta la cabeza. Está su frase: detesto el olvido.

Para el colectivo: afiche verde botella de la trompa a la culata: anuncia perfume masculino, me lo quiero comprar, los pasajeros nos miran, miran la terraza cerrada, Lola está visible, ahí, en su cuaderno. Pero no mira a nadie en intimísimo teatro femenino.

Me crié en casas ruidosas, dos piezas para varios, vida en la cocina, música alta, gritos, leíamos en ese estruendo de matices. Una felicidad de voces. Ahora lo escribo en lengua de barracas.   

El dormido se va Nueva York, ocupa la atención de todos, la quiere, la reclama, nos cuenta su futuro viaje, cree que lleva la peste al imperio. Otra vez. No se agotan las creencias. Sé que aburro, pero no puedo evitarlo, pongo la mando en el bolsillo rasqueta, regla de protección a la retórica, pero él sigue, con el entusiasmo del triunfador pitman lleno de saber. Sirve vino, le digo que no, que tomo agua mineral, insiste, me dice que bodega mendocina, le doy vuelta el vaso, se lo pongo de culo, ahora me entiende, sé que me anota en su carnet, en la lista de los que no obedecen, me quiero ir, extraño ese olor sublime a bar del Marigny, su clima enguatado, los licores, el café, sobre todo el café, la charla con Dante. El mozo que nos conoce nos deja delirar tranquilos nuestro delirio lógico. Esa cara resacosa de la vida monótona del cliente sin nombre.

Subte Pueyrredón: Madre joven arrastra a su hija de doce años que da alaridos, aullidos de condenada más bien, lleva un pie hacia adentro, la va calmando, despacio, le habla, le susurra, le habla al vacío, pero trata, no cede en la dulzura. Dura segundos. Me llevo el alarido de la escena. ¿De dónde vengo? 

El arañazo para pertenecer, el pobrísimo y bobina arañazo para ser aceptado. 

¿Se ven las luces de Avellaneda desde el Marigny?

Se me nota mucho la pata de mi falta de colegio universidad cursillos escuelas de disciplina de filosofía beata kojevohegeliana. Esa educación, de eso hablo. La otra, no, me sobra. Soy más bien gentil. Un poco reticente a la franela social, pero amable. Callado. Hablo bajo.

Casa de alto. Lavalle y Avenida Belgrano. Por la escalera, enseguida a la izquierda el piano. La hija del ingeniero tocaba y su hermana daba vuelta la partitura. Renoirizadas en el tiempo.

Lo dijo uno de mis escritores amados: un empujoncito y la gente cae del lado de sus verdaderas alcahuetas inclinaciones.

Patio del Negro Jorge. Mesa sobre caballete. Noche de verano. Vino/soda/naranja/agua/cerveza. Sándwiches, queso, milanesa cortada, jamón, mortadela, matambre frío, pan. Servilletas de papel color naranja sobre mantel rojo victorica. Negro Jorge canta acompañado con guitarra. Tengo salvoconducto para estar aquí. Me siento al lado del pelirrojo. Que está eternamente solo. Alguien pide Luna rosa. Negro Jorge deja espacio para la tanería. En vainillas el Orden, allá en el estante del taller, está mi viejo cuaderno que Negro  Jorge me guardó. 

El desorden. Bendito.

Jack Dulouz dice que la existencia de un mundo podría llegar a dejar contentos a todos los fracasados de la literatura.

Pila de idiotas glosan la palabra fracaso. Todos quieren fracasar. ¿Qué pasa? ¿Por qué? No es algo agradable el fracaso. ¿Qué fracaso ambicionan? Como diría Sunny Murray, no decepcionen a padre. Menos a madre. Toquen correctamente y serán recompensados.

Además: agrego: no es cada día escribo peor, siempre escribí peor, no escribo en buen castellano, escribo en argentino porteño de barracas con incrustaciones avellaneda. No soy transparente. Ninguno de los escritores que amo se dejan tocar el culo de lo que escribe. ¿O me pongo a contar biografías?