Irma que cose en el
infinito.
Contra que puteo
hoy, día lunes: mi envidia ¿cómo escribirla? Que entra por la ventana.
Envidia a secas.
Como odio a secas. Solitaria. ¿Llego
a resentimiento? Llego. ¿Viene de esa herida? ¿Meterse en la desesperación y
arrancar desde ahí? Y el descubrimiento: no cuentes ningún pesar, no le importa
a nadie. Tanto si viene como si no viene. La novela compasiva para conquistar
al lector: caquita contada en pasado. Prefiero el presente. Y la primera
persona. Es el temblor de la soledad absoluta. ¿Por qué no? Del presente al
pasado. Detesto la palabra generación. ¿Quién es ese poeta especie de tía
consejera que ordena escribir en pasado?
Ninguna profesión.
Pero desesperación
es una palabra peligrosa, se te pegan las musas. Mejor guardársela. La
desesperación al bolsillo. Secreta. Llegan, las musas, sus compasiones, y te piden fidelidad a la
causa. Nadie escribirá nunca nada que valga la pena al lado de una musa o
pegado a la causa. O llega el horror de la comprensión. Maldita impostura.
Lola sale del bar,
saco de terciopelo negro, remera algodón de colores, pantalón rojo, zapatos
crema aguillerminados, ojos de aurora, desde el balcón de la esquina mira un
esperanzado, una palabra por favor, alguna mirada, el dandy del barrio saco
azul pantalón gris pullover rosa salmón sobre camisa blanca sin corbata,
sentado en una banqueta alta, en el mostrador del lado de la ventana, la mira de arriba abajo, se la come, y ella cachetes colorados, vanidad de bordadora
de sueños, y yo que siento el mordisco
de los celos, o de la estrella fugaz, ahora
baja por la vereda de Berutti, cadencia, balanceo, hacia Avda. Mitre,
toco de la alegría, se embrollan las voces, la escribo casi inalcanzable. A
Lola. Me guardo el casi en el bolsillo.
El casi en la luminosidad Lola.
Esos tipos eran mis
futuros enemigos, mis empleadores, los que no me pagan las facturas, facturas
de mierda a centavos las mil palabras, ellos entraban a la librería –Viamonte
esquina 25 de mayo, era el apogeo del mediodía,
yo los miraba despreciar, lo aprendieron
ahí, leyendo a Hegel aprendieron a despreciar, ¿ya no había adoquines en
Viamonte? Hegelianismo de los profetas asalariados.
Me puse el Chestov en el sobaco, pagué, ¿ya era tan esclarecido? Secreto de
otras lecturas. Cambio de lecturas, fue rápido. Lo entendí enseguida. Es la
única manera de seguir. Lo aprendí en la primera edición, la de 1969. Y no
contárselo a nadie. ¿Lengua materna? Esa,
justamente. La de los libros. ¿Qué otra?
Todavía no me callo lo suficiente. No contar nada de nadie. Ninguna
complicidad. Mucha franela de retórica todavía. Hablo y me sale fácil. Hasta
puedo dar entrevistas. Mucha facilidad. El mundo de la literatura. Yo quiero
hablar de la cocina del patio. Sólo quiero eso. Detalles de detalles. Algo de
crónica. Poner a Irma que cose en el infinito, dios bendito, de los salones de
baile década del treinta. La cartografía literaria me importa un carajo. La
representación, excesiva o menor, otro carajo. Carajo de carajo.
Pero estoy lejos,
muy lejos, todavía confieso sentimientos, me hago arrumacos confidenciales.
Lola taconea en la
mañana azul. Las pibas del barrio se pierden en los hilos de la ilusión. Qué se va hacer, apuestan todo al olvido
inmediato. Y Lola está llena de no olvido.
Mi prima May se
murió en la mitad del camino. Puta madre otra vez. Es una frase y es un hecho.
El hecho metido en la frase. No es nada social, es de lo íntimo a lo íntimo, no
sé muy bien de qué hablo, ando en un momento de vacilaciones, no quiero hablar
de esto en una frase, me gustaría decirlo adornado, no puedo, sale así, viejas
lunas en el patio de verano, pasado, es el presente del pasado, es un descogote
del tiempo, me pierdo entre la luna en su atorranta presencia de pasado Banfield
y la memoria y el olvido. Ese paredón del ferrocarril que aparece cuando se
cruza el viejo puente Escalada frágil,
caminado en la tarde de calor Banfield, hacia Uriarte.
Los suburbios. Ahí vivía. Ya nadie usa esa palabra cargada de visiones, ensoñaciones, viajes, aventuras, diarios de varios días, misterio de las vidas en pijama a rayas y chancleta. Los tipos fondeados a café, remachado a tres sillas en mesa de la ventana, que miran ir y venir el progreso, los sufrimientos del estoicismo. Me voy por Ingeniero Marconi quiero ir hasta las curtiembres del pasado. Todavía no es la hora del crimen. Tampoco se ve el río, faltan unas cuadras. Camino por el pasado. Por acá caminé con mi primer sobretodo azul. Olor a cuero. Doblo por French. Llego a Florentino Ameghino y sale del Bar el Pantano el tardo provinciano del no cacareo. Me agarra de un brazo. Quiere recordar. Es como “una aparición de luz creada”. Lo escucho hace años como si fuese Dios. Una especie de targúmico de barrio. Traje azul cruzado, camisa celeste, corbata azul rayas de rojo suave, zapatos negros lustradísimos. ¿Dónde pone el huevo? Es como un enviado. Aporteñar hasta desgañitar al falso provinciano. Hacé eso, me dice. Me pregunta cuándo tuve mi primer traje. Es el único que me hace esas preguntas. Cuándo tuve por primera vez la sensación de la niebla y el frío. Por qué prefiero los zapatos de cordones a los zapatones casi femeninos que se usan ahora. Por qué prefiero los libros al cine. Seguimos un rato largo. Él: vino tinto. Yo: café, agua. Me nota quejoso. Me da esta cita: “Queja: lamento sonoro”.
Los suburbios. Ahí vivía. Ya nadie usa esa palabra cargada de visiones, ensoñaciones, viajes, aventuras, diarios de varios días, misterio de las vidas en pijama a rayas y chancleta. Los tipos fondeados a café, remachado a tres sillas en mesa de la ventana, que miran ir y venir el progreso, los sufrimientos del estoicismo. Me voy por Ingeniero Marconi quiero ir hasta las curtiembres del pasado. Todavía no es la hora del crimen. Tampoco se ve el río, faltan unas cuadras. Camino por el pasado. Por acá caminé con mi primer sobretodo azul. Olor a cuero. Doblo por French. Llego a Florentino Ameghino y sale del Bar el Pantano el tardo provinciano del no cacareo. Me agarra de un brazo. Quiere recordar. Es como “una aparición de luz creada”. Lo escucho hace años como si fuese Dios. Una especie de targúmico de barrio. Traje azul cruzado, camisa celeste, corbata azul rayas de rojo suave, zapatos negros lustradísimos. ¿Dónde pone el huevo? Es como un enviado. Aporteñar hasta desgañitar al falso provinciano. Hacé eso, me dice. Me pregunta cuándo tuve mi primer traje. Es el único que me hace esas preguntas. Cuándo tuve por primera vez la sensación de la niebla y el frío. Por qué prefiero los zapatos de cordones a los zapatones casi femeninos que se usan ahora. Por qué prefiero los libros al cine. Seguimos un rato largo. Él: vino tinto. Yo: café, agua. Me nota quejoso. Me da esta cita: “Queja: lamento sonoro”.
No te dejes decir
que valés mucho – valés eso que cobrás por mes – sólo eso – no más, y todos,
desde el chucho amarronado cola entre las patas, hasta tu amigo del alma, te miran desde ahí,
te valoran por lo que cobrás te invitan por lo que cobrás te desenvitan de las
comidas por lo que cobrás no te dejes engatusar con las paradas del amor. Con
los socialismos variados. ¿Cómo decírmelo con más claridad? ¿Cómo hablarle al
otario que soy? ¿Cómo dejar atrás a ese mimo llamado traductor? Profesión: traductor. El amure del personaje.
¿Mimo de mimo? Me mando una postal de elogio desde Mar del Plata, los lobos
marinos perpendiculares al mar. Sentados, me miran. Lo barrial de ese personaje
que dio algunas conferencias sobre la traducción. ¿O me mando la postal, y los
ayudo a triturarme y me planto en la desilusión y arranco desde allí? ¿Anoto, como siempre, libreta o cuaderno, un
registro de los días, de las mañanas, del tiempo, de las pausas mediodía, para
mí, sólo para mí, bufo la bronca, algún aullido? Pero si me planto, empieza la
soledad en serio, se acabó el lamento sonoro, el tufo de la grandilocuencia,
¿qué empieza?, me susurro la tristeza al oído, la empujo, la disimulo, ¿qué
salida? ¿la salida candelaria de encomendarme a mí mismo? ¿me lo digo bajito? La
improvisación no se anuncia, se improvisa o no: me molesta que me roben el
vacío del tiempo, pero como dice alguien, uno hace lo que puede por proteger el
trabajo, y siempre se fracasa. No hay explicaciones. No hay quejas. ¿De quién
es el vacío del tiempo?
Carlos Mastronardi
es el poeta que arrima tiempo. La frase es de él. Invención de provinciano.
Lo maldito barrial.
Ya tenía el irme metido en el cuerpo. Irme de lo barrial. Del asadito
dominguero, lo detesto. Es otra de las cosas que detesto, el domingo de
reuniones. Lo detesté siempre. Empieza en la familia y sigue con los amigos,
eran las reuniones de mi primera existencia, la elogiada comunidad de las
almas, todavía no tenía traje, y no conocía la alegría de esas noches de
soledad calles solas bajando por Rincón hasta Belgrano y Entre Rios. Ya estaba
escrita mi incapacidad para hacer familia o comunidad de amigos. Y, ahora valgo
eso que gano estrictamente. Cuento una travesía en el pasado, años después. Para
soltarme más. Una especie de guía de descarriados en varios libros.
Septiembre es el mes
de los vientos.
Disciplina matinal:
no hacer buches de lamentos sonoros.
¿Mi vida? ¿Por qué
tengo que ser culpable de esa hostilidad? Estoy convencido de mi inocencia.
Ningún plan.
Abandonarse al desorden.
Al lado, seis en una
pieza. Una cama, cuatro colchones sobre una manta. Los chicos dormían ahí.
Dormían en el suelo decíamos. No quiero ponerlo en términos de picaresca. Me
cago diez veces en los grandes escritores de la picaresca. Escuela literaria la
picaresca. Leí en algún lado esta
pregunta: ¿Quién los confortará a la noche? En un libro de vagos y vagabundos.
Escribo estas cosas porque estoy aterrado. Y busco la escuela de la ensoñación,
no el origen, no, la alegría de esa frecuencia. La avenida Mitre es la avenida
más larga del mundo, es hija de la avenida Montes de Oca, ahí, al pie del
puente Barracas comíamos sándwiches de pan negro con salchichón y mostaza y
manteca, naranjín y la conversación de los grandes, allá, a pocas cuadras, el
hangar de los tranvías, en ese pie del puente ahí fue donde apareció el toco de
la ensoñación alucinada, la única, la que nos mandó al carajo, y eso no tiene
vuelta, la escribo y ya está, no hagan teorías sobre la inscripción, por favor,
lean o suelten este libro, sin odios, no
estamos hechos el uno para el otro, hay millones de libros para melancolizar la
ausencia, vayan ahí, no puedo rellenar el vacío del tiempo, como hacen otros,
puta madre, no puedo. Norberto Gómez se ríe mucho de la palabra apropiación,
dice en una carta que mejor la llamamos robo. Entonces no me apropio el pasado de los otros. No les
piso el cantero. Los arañazos, sólo eso se recupera.
Y tengo que ponerme
a contar algunas abstracciones. Son esfumados. No lo tengo claro. No lo tendré.
Nada que decir, pero esa abstracción de junturas atadas, un cordero o lobo en
el miedo recurrente. De la pesadilla recurrente. No sigo. Esa abstracción pide
nombre. Recurro a las novelas que amo. Apaciguar. Hago la lista de mis
demonios. Si no lo hago el terror ocupa todo el espacio. Solo, con el miedo.
Llega Dante. Lo
espero en el Marigny de Suárez y Montes de Oca. En las mesas de la vereda. Lo
veo venir, cruza la calle, cierro el libro y cuando levanto la vista, desapareció.
¿Tuve la visión de Dante cruzando Montes de Oca? De repente dobla la esquina y
entra. Paquete de cigarrillos en la mano. Abrazo. Nos vemos cada tres o cuatro
meses. Trae el chucho refrescado del verano. Recién entra en la tarde. Pide
café. Nos ponemos poco a poco al día. Clandestinidades recíprocas. Tenemos una
idea clara de la vigilancia de los afectísimos. ¿Quiénes fuimos? Sabemos cosas
uno del otro. Cosas que no les decimos a nadie. La vulgaridad vigilante pagaría
fortunas por saberlas. Pero acá estamos, en esta terraza, mirando el mundo. El
perfil engañoso de las cosas, el amor a la soledad, y el verano que anuncia una
noche de señales benditas, camina por la vereda.
Y está ese: robando
palabras y frases y usándolas, roba tiempo, y cree que lo arrima. Dirá vacío
pero ni sabe de qué va. Lee en sus libros profesionalmente.
Lola arrastra su
historia perdida. No la ignora, le pasa a través de sus ojos color de miel, entra
al Marigny, lo saluda a Dante desde lejos, son muy amigos, se saca el tapado
negro con capucha que flota y deja el novelón arriba de la mesa ¿qué lee? Le
traen el café directamente. Cuello eduardamansilla. Pone azúcar negro. Toma.
¿Reconcentrada en el no olvido? ¿En sus suavísimos gestos hacia el infinito? ¿Sabe
que intuimos su historia? Se abstrae una eternidad que dura segundos. Y mira
con ternura, rechaza cualquier protección, pone el misterio como anzuelo y
distancia, no sabe todo lo que inspira, almas desoladas que la aman, almas
tristonas que nunca la tendrán, amurados en el barrio, que la esperan de la
panadería a la casa y de la casa a la avenida. Allá en Avellaneda. Y acá, a
diez minutos de Avellaneda. Y Lola se pasea por su pasado de no olvido que se
cruza con la mirada de tranco acelerado de alguien que no está. La miro y sufro
de verla sufrir de ese amor terminado, le faltan las lágrimas, Dante va a su
mesa. Habla un rato con ella. Vuelve. Se sienta. Me mira de soslayo, no me
cuenta nada. Seré un ignorante de esta historia perdida. Dante tiene la fuerza de la escucha, deja
correr la escena, no se puede hacer nada. La miro y sufro. Nada me pertenece.
Hubo que llegar al fondo. Dante dice:
¿quién no se cae en los ojos color de miel de Lola? ¿No? Y sigue fumando. Lola
deja de mirarnos y coquetea con un tipo de la otra punta. Sus ojos salmantinos
se van a otra parte. Sus dedos largos hacen que dan vueltas las hojas del
cuaderno. Nunca leeré ese cuaderno.
Dante saca su libreta y me dice: “caí en algo que se llama "scutum
fidei", escudo de la fe, que resume la creencia de la trinidad. Hice este
dibujo y puse a María en el centro.” Miramos el dibujo. Nos concentramos. El
otro tema es Elia Kazan. Dante divide el mundo entre los que aman a Kazan y los
que lo ignoran con toda su ignorancia.
Lola escribe con
lápiz un cuaderno de sus sueños y pesadillas.
Escapar de la queja
el mundo me roba, el mundo no me entiende, el mundo me desdeña, escapar de la
palabra mundo sociedad comunidad – están las voces de los que hablan por su
cuenta. El parásito estará siempre ahí, mordiendo los talones. Ratoncito
laborioso que finge escuchar. Ratoncito de la carrera literaria.
Reglas; no dejar que
nadie se acerque. No abrir confesión. ¿Disimular?, no. Basta con escuchar. Es
fácil. El mundo es proclive a la confesión. Nadie escucha a nadie. Todos
quieren hablar. Pero sin que se los escuche mucho. Una escucha atenta, sin
consejos resulta insoportable. Se ven las caras de angustia de las almas
pasadas y domadas por la criba de la
secta de psicología sumaria. Cada tanto
poner alguna angustia, la más sentimental, eso gusta mucho. Después todos te
olvidan. Y si uno está muy avanzado, y no forja leyenda de poeta maldito,
resignarse al robo. Por algo los profesores cuando escriben sus libros no dejan
de mencionar en sus solapas su pertenencia a la enseñanza republicana. Es una
legitimidad. Robo legitimado. Y no ser nada, dios, no ser nada como Jack
Dulouz, “ni profesor, ni sabio, ni Roshi, ni un escritor, ni un maestro ni
siquiera un clochard dharma que cloquea sólo el hijo de su madre y su madre es
el universo – “lo pueden ver en el canto 9. Me veo obligado a ponerlo. Para nadie. O para mí mismo. Para no ser un
cobarde. Para que no me pisen el cantero y se hagan los sordos. Para no hacerme
el pelotudo.
Sí, por supuesto,
hay que agregar, contribuir a la confusión. Lo que uno lee es lo intimísimo
inalcanzable, mejor callarse. El peligro es terminar bocón de alguna sinceridad
literaria. A veces me pongo cerca. Así que no pierdo de vista esos tiempos
remotos de escupidera debajo de la cama. Volver despacio a ese clima. Silencio,
no queja, son mis aliados. Dada mi escasa sabiduría.
La miraba a los
ojos, la miraba tanto que se puso adentro de la piel Lola. Qué cómico es el
amor. Lola lo mira oblicuo, cara de mala, indiferente, hoyuelo en el mentón,
hoyuelo en la entrada del escote, volvió de Barracas. Cuaderno en la cartera.
Novelón en la cartera.
La cronología se
pierde entre improvisaciones, no se puede hacer otra cosa. Es como la
protección del trabajo. Nada de nada. Los miméticos son esponjas de
información. Pueden hablar horas sin leer. Parásitos y miméticos ¿lo mismo?
¿Qué comunidad de
sosiego? Eso no existe. Cuando no se
puede no ser marginal no se puede.
Pero no creo que se entienda. Los pequeños burgueses que toman la sopa en
lo de mamá aman lo marginal como referencia. Glosan en cut-up eso que es herida
incurable.
¿Lola hace crónicas
sonámbulas?
Vivía en el amor
loco Lola sólo de verla pasar.
Raúl se guarda
cerca, del otro lado de la Avenida Mitre. En la calle Sarmiento. Abre la
ventana. Mira cómo pasan las vecinas.
Trato de
avergonzarme: de qué:
de algunas cartas
melindrosas que mandé en las que traté de poner todo, como en una de esas
desesperantes sinfonías de Beethoven
de esas comidas de
garroneros alrededor de un millonario, veladas de solemnidad llenas de citas,
cuadros, música, relatos de viaje, falsas fraternidades conversación
social (qué nadie lleve a Lola a esos
lugares)
de algunas
confesiones enfáticas de sentimiento
de frecuentar
ambientes que no me corresponden, de querer ser algo, y sobre todo ahí donde
nadie me quiere
de filosofar sobre
la pobreza con burgueses de izquierda – la mayor de las vergüenza, y de las
traiciones en mi caso
del demonio de la
envidia
del demonio del
saber
del demonio del
rencor
de fijarme objetivos
– (caigo cada tanto)
de enredarme en lo
sagrado
de asistir a
discusiones literarias, con mitómanos de manual, de ideas generales a ideas
generales, de reiterarme tanto, tanto
y no parar
Entones no sigo. La
maldita reiteración. Uno está solo y escribe eso es lo que pasa. No hay más. No
es para tanto. No es una tortura. Es un acto solitario, no le interesa a nadie
o a casi nadie. Tampoco es para dramatizar. Dicho esto, uno puede hablar de lo
que hace. Si tiene ganas. En los libros me gusta más. Cómo uno hace lo que
hace. Se puede ir por el camino de la hinchazón, glosarse, auto-situarse, hasta
garantizarse el universitario justo, ponerse en la línea sufriente del
incomprendido, o hablar en serio, buscar algún momento de verdad. Que no garantiza
nada. Los mitómanos tienen más público. Algo que puede ser una bendición para
los que hacen el enorme trabajo que hay que hacer. En mi caso, prefiero los
paisajes variados. No me molesta instalarme en un paisaje. Veo algo que me
gusta y voy. No estoy apurado por definirlo. No me interesa. Si queda inacabado
mejor. Poco narrativo. Bordes difusos. Están esos que traen todo el tiempo el
pasado para instalarse, nos tiran por la cabeza sus referencias machacadas,
pero eso no tiene ningún interés, es pura chatarra, el único problema es el
funcionamiento. La mano a veces no se anima a anotar. ¿Quién dibujaba con los
ojos cerrados?
Algunos tipos, tan
hinchados del ser escritor, roban la
frase alegremente, y no saben que roban lo intimísimo refugio. Para ellos es un
reflejo estético. Van como gallina ciega en Sarandí al dedo de mi abuelo. Cagan
el cantero y siguen como si nada. Hay
robos imperdonables.
Miro lo que me rodea
y subo a la montaña de la ensoñación, trepo, voy a mudanza 1946 0 1950 0 1957. La fecha la juego a los dados.
Tres mudanzas de desalojos. Saco mi libreta y anoto. Un diagrama del camino de
Barracas a Avellaneda. 1950, febrero. Convoco a los no fantasmas de la vida
pasada, esa de Olavarría y Avenida Patricios.
Descubro otro vacío,
es de Jack Dulouz, lo traigo, y lo cito,
a la mierda el cut-up: “vacío de ensoñación”, Dr. Sax, en la traducción de todos los sonidos de Martín
Abadía.
Lola sigue paseando
por la mañana de sol de Avellaneda. Lola es un sonido que se expande al
infinito. Pregunta: ¿hasta dónde se soporta? Otra posibilidad: Lola es para la
ensoñación.
Los nombres que se
pierden.
Aparece la pregunta:
¿qué ensoñación? No leo exactamente, escucho sonidos en el oído. Pequeñas
partículas de sonido escrito. Sol de la mañana que espera su haiku.
Me gustaría pintar
un diluvio íntimo, un no tengo amarras, una catástrofe social si les parece,
pero no tengo cuerda de profundo, tengo que tragarlo solo, no soy pintor,
tampoco amo las confesiones, menos que menos la conciencia social. Soy un
solitario.
Sedería Jaime: El
encargado Sambioni, alto y rubio, el vendedor gordo se llamaba Isaac. Irma
discutía precios de telas. Ganaba siempre.
Lola en invierno:
tapado negro largo, no el de la capucha, se lo saca, camisa crema en gasa, pantalones
negros.
¿Qué puedo hacer si
escribo cosas que no están de moda? Pasado de moda como fui desde que nací,
sólo puedo registrar esto que hago, historias que van y vienen. Me acuerdo que
un imbécil millonario al que le sugerí una nota sobre Albert Ayler me dijo que
ya lo había escuchado mucho a Ayler, y ahora escuchaba boleros. Pero qué
pelotudos estos nuevos cultores del bolero. Escucho boleros desde la cuna.
No hace falta
romper. Bolsillo escaso no hace falta romper con nadie. La ruptura es un gusto
de gente instalada. Todo seco que cacarea de ruptura en realidad pide
integración, plata, vivienda, o que lo editen.
Registro todo lo que
pasa.
Dejarse invitar es
ir a hacer el payaso. Abstenerse.
Lola en el Marigny:
rasca la ventana empañada. Le pasa el dedo. Dedos largos escriben en el
cuaderno, no levanta la cabeza. Está su frase: detesto el olvido.
Para el colectivo:
afiche verde botella de la trompa a la culata: anuncia perfume masculino, me lo
quiero comprar, los pasajeros nos miran, miran la terraza cerrada, Lola está
visible, ahí, en su cuaderno. Pero no mira a nadie en intimísimo teatro
femenino.
Me crié en casas
ruidosas, dos piezas para varios, vida en la cocina, música alta, gritos,
leíamos en ese estruendo de matices. Una felicidad de voces. Ahora lo escribo
en lengua de barracas.
El dormido se va
Nueva York, ocupa la atención de todos, la quiere, la reclama, nos cuenta su
futuro viaje, cree que lleva la peste al imperio. Otra vez. No se agotan las
creencias. Sé que aburro, pero no puedo evitarlo, pongo la mando en el bolsillo
rasqueta, regla de protección a la retórica, pero él sigue, con el entusiasmo
del triunfador pitman lleno de saber. Sirve vino, le digo que no, que tomo agua
mineral, insiste, me dice que bodega mendocina, le doy vuelta el vaso, se lo
pongo de culo, ahora me entiende, sé que me anota en su carnet, en la lista de
los que no obedecen, me quiero ir, extraño ese olor sublime a bar del Marigny,
su clima enguatado, los licores, el café, sobre todo el café, la charla con Dante.
El mozo que nos conoce nos deja delirar tranquilos nuestro delirio lógico. Esa
cara resacosa de la vida monótona del cliente sin nombre.
Subte Pueyrredón: Madre joven
arrastra a su hija de doce años que da alaridos, aullidos de condenada más
bien, lleva un pie hacia adentro, la va calmando, despacio, le habla, le
susurra, le habla al vacío, pero trata, no cede en la dulzura. Dura segundos.
Me llevo el alarido de la escena. ¿De dónde vengo?
El arañazo para
pertenecer, el pobrísimo y bobina arañazo para ser aceptado.
¿Se ven las luces de
Avellaneda desde el Marigny?
Se me nota mucho la
pata de mi falta de colegio universidad cursillos escuelas de disciplina de
filosofía beata kojevohegeliana. Esa educación, de eso hablo. La otra, no, me
sobra. Soy más bien gentil. Un poco reticente a la franela social, pero amable.
Callado. Hablo bajo.
Casa de alto. Lavalle y Avenida Belgrano. Por la
escalera, enseguida a la izquierda el piano. La hija del ingeniero tocaba y su
hermana daba vuelta la partitura. Renoirizadas en el tiempo.
Lo dijo uno de mis
escritores amados: un empujoncito y la gente cae del lado de sus verdaderas
alcahuetas inclinaciones.
Patio del Negro Jorge. Mesa sobre
caballete. Noche de verano. Vino/soda/naranja/agua/cerveza. Sándwiches, queso,
milanesa cortada, jamón, mortadela, matambre frío, pan. Servilletas de papel
color naranja sobre mantel rojo victorica. Negro Jorge canta acompañado con
guitarra. Tengo salvoconducto para estar aquí. Me siento al lado del pelirrojo.
Que está eternamente solo. Alguien pide Luna
rosa. Negro Jorge deja espacio para la tanería. En vainillas el Orden, allá
en el estante del taller, está mi viejo cuaderno que Negro Jorge me guardó.
El desorden.
Bendito.
Jack Dulouz dice que
la existencia de un mundo podría llegar a dejar contentos a todos los
fracasados de la literatura.
Pila de idiotas
glosan la palabra fracaso. Todos quieren fracasar. ¿Qué pasa? ¿Por qué? No es
algo agradable el fracaso. ¿Qué fracaso ambicionan? Como diría Sunny Murray, no
decepcionen a padre. Menos a madre. Toquen correctamente y serán recompensados.