La vida se pasa sin sentir, ya lo he dicho. Pero ni todos los días, ni todas las noches son iguales. Si lo fuesen, el peor de los suplicios sería vivir. Felizmente en la existencia humana hay contrastes.
Lucio V. Mansilla. Una excursión a los indios ranqueles.
La necesidad de contrastes, la imposición de abarcar y definir lo nuevo, lo distinto, lo otro, en última instancia, la búsqueda de una identidad, son todas facetas que definen el marco en que se diagraman los primeros bocetos de la literatura argentina en la segunda mitad del siglo XIX. En el plano de esta pesquisa, Una excursión a los indios ranqueles se configura como la expresión de un proyecto que, incluyéndose precariamente en la perspectiva de la literatura de viajes bajo el audaz formato de literatura de folletín, supera ostensiblemente dicha categoría y se articula en una variedad de registros que, enriqueciéndolo, lo hacen partícipe directo en el debate ideológico y político de la generación del ochenta. Ante la pluralidad de matices estilísticos y narrativos que el texto enseña, estas notas se proponen como una modesta recensión de los mecanismos digresivos que operan bajo el modo de la postergación textual en el relato de la excursión que el Coronel Lucio Mansilla realizara en 1867 hacia las tolderías ranqueles. Estos mecanismos, conscientemente empleados por el autor, se convierten en la ampliación de un espacio discursivo que, partiendo de los rudimentos de la crónica de viaje, atentan contra la homogeneidad de la misma, logrando una eficacia de registros que abarcan consideraciones filosóficas, ideológicas, sociales y literarias. En estas ramificaciones del discurso, en constante tensión con el núcleo narrativo en el que se inscriben, puede entreverse, refractada en mil haces, la impronta de subjetividad del propio Mansilla que opera como un filtro coordinador de la pluralidad caótica a la que se somete el texto.
Considerando como eje central de la narración el recuento de acontecimientos que dan lugar al Coronel a visitar los toldos de Tierra Adentro y con el pretexto de afianzar un pacto de paz con los indios ranqueles, la primera forma de postergación ostensible de la secuencia narrativa aparece bajo la evocación de las historias de vida de ciertos personajes, que se revelan como macro-secuencias, en cuanto llegan a ocupar el espacio de capítulos enteros. Son éstas fuertes interrupciones que abren campos discursivos, los que tienden a autonomizarse, en tanto que son unidades de sentido en sí mismas. Ejemplos de este tipo de postergación encontramos, entre otras, en las historias del Cabo Gómez y en las de Miguelito. En el marco de una publicación folletinesca, semejante ruptura es subsidiaria de una tensión narrativa difícil de ignorar. Que dicha disociación del núcleo principal sea advertida directamente por el autor (“si estoy de humor mañana y no te vas fastidiando de las digresiones y no te urge llegar a Leubucó, te lo contare”), da cuenta de lo buscado e intencional del recurso y que sus efectos no son ajenos a la medida de quien escribe. El resultado es la ampliación del registro, ya sea dando la palabra al otro, ya abriendo el terreno a la expresión de ciertas observaciones sobre la realidad político-ideológica del país, ya afirmando máximas filosóficas o aforísticas.
En estos meandros de la narración, a través de la fachada de estos personajes expuestos, Mansilla consigue con cautelosa efectividad discutir ciertos postulados teóricos con la generación del ochenta y con el oficialismo sarmientista, llegando a revertir incluso las implicancias precarias de la fórmula civilización-barbarie. Tanto en la historia del cabo Gómez como en la de Miguelito, encontramos una seria crítica al alcance de las estructuras oficiales que administran justicia, y una revalorización ética de ciertos arquetipos que se presentan como subsidiarios del prejuicio. La necesidad de entender a los que exceden el marco oficialista porteño, es, en última instancia, la necesidad de incorporarlos en el proyecto de una nueva nación. De este modo, levemente alegórico, tanto los ranqueles como Miguelito tienen que ser redescubiertos, presentados bajo una nueva forma, nacionalizados. Media entre los arquetipos de la civilización y las eventualidades biográficas de estos personajes, la sensibilidad de Mansilla a la hora de interpretarlos, de conmoverse con ellos, de rescatar en sus eventualidades el temple que forja sentimientos sublimes y modelos de comportamiento. Su subjetividad es el núcleo que otorga significaciones y sentido, que sirve de bisagra para saldar la brecha del salto temático en la ruptura narrativa.
Tanto en el seno de estas desviaciones secuenciadas, como en el eje central de la narración, se generan además otro tipo de digresiones que rompen con lo estrictamente narrativo. A modo de reflexión, usualmente filosófica, surgen consideraciones generales sobre la naturaleza humana, el modo de vivir, la felicidad, las maneras de conocer, de viajar, etc. Los capítulos de Miguelito están casi todos poblados por desviaciones de este tipo (“teoría sobre el ideal”, “consideraciones sobre los hombres y las circunstancias de la vida”, “dónde se aprende el mundo”). En esta digresión dentro de la digresión, se hace aún mas patente la subjetividad de Mansilla (“Mi vademécum y sus méritos” apostrofa en el resumen del capítulo XXX). Estas pequeñas divagaciones, que no llegan por un mero criterio de espacio y duración a configurarse como macro-secuencias de sentido, comparten de todas formas con éstas últimas el mismo principio trasgresor que las impulsa. Postergando la narración de los hechos, llevan la reflexión a un terreno que, siendo tan ajeno al de la crónica de viajes, no puede sino constituir un núcleo más de tensión discursiva, un modo ulterior de expandir el registro, de ampliar la referencia: es para el autor abrir la posibilidad a mostrarse, a dejarse ver desde su interioridad, desde su bagaje cultural y su repertorio de experiencias. Este tipo de postergación del discurso es el más abundante, siendo casi imposible rastrearlo en su totalidad, ya que llega a manifestarse y reproducirse excesivamente, produciendo un texto aparte, que convive y dialoga con la expedición a las tolderías.
Estas micro-secuencias de ruptura se hacen evidentes en el uso de tiempos verbales que tienden irremediablemente a romper con el pasado narrativo en un presente casi atemporal. Se escabullen en la narración estas zonas de pasaje, de ampliación ilimitada, que suelen partir de estímulos perceptivos como la noche, las sombras, el espacio de fogón. La ausencia de luz es recurrente porque simpatiza con el entorno de interioridad que fomenta la dispersión. La reflexión de “las sombras tienen para mí un no se qué de solemne”, termina decantando en una digresión sobre la posibilidad del derecho a la felicidad. Otras veces, la reflexión parte simplemente de un acto cotidiano inserto en la eventualidad, como en la escena del espía del cacique Calfucurá alimentando a un perro famélico. “Noté aquello y me abismé en reflexiones morales sobre el carácter de la humanidad”. A veces, sin justificación alguna, solo como acto de instrucción hacia el lector, ya sea en el uso de términos, vocablos indígenas, como descripciones del gaucho y el paisano. Todas estas interrupciones de lo que constituye el mero objeto del relato, la recolección de los datos fácticos de la visita a los toldos, retrasan la acción en pos de abrir escenarios distintos en los que el autor se manifiesta y se concretiza: Mansilla consigue así darse a conocer como filosofo, como sociólogo, como hombre de tertulia. Forman parte de esta manifestación los diversos sueños que decoran las jornadas nocturnas, y que al ser referidos, comportan otro modo de obrar una postergación narrativa. La imagen del “Lucius Victorius Imperator”, no exenta de un supremo manejo del humor irónico, delata las tensiones internas que el mismo Mansilla padece en el seno del debate ideológico con la generación sarmientista. Ulteriormente mediada por su subjetividad psicológica, adquiere el correlato de todo un debate que supera las dimensiones de la obra y se ubica como una marca de época.
En última instancia, un principio de dispersión textual es rastreable no ya en micro-secuencias de sentido, sino en marcos del período narrativo: “Comimos, dormimos, y cuando... iba a decir gorjeaban las avecillas del monte… ¡Pero qué, si en la pampa no hay avecillas!”. La postergación en este caso, ínfima, casi imperceptible, es quizás la más fidedigna a la pulsión que genera las anteriores secuencias descriptas. Se nos muestra en este pasaje hasta dónde en la literatura de Mansilla puede capitular lo narrativo en aras de sustentar la subjetividad, la manifestación de su personalidad. El metalenguaje se presenta como el acto de referir aquello que se estuvo a punto de decir, que en principio no se iba a decir, que debía ser descartado. Manifiesta la necesidad de clarificar lo último de las opcionalidades discursivas: es el texto tal cual llega a la mente, es la potencialidad pura, sin filtro, volcada directamente, es el texto cobrando vida, tornándose algo vivo, caótico, indefinido.
Tomando en consideración lo previamente expuesto, se torna evidente que el uso reiterado de mecanismos de postergación se constituye, en el horizonte de creación del autor, como un mecanismo inherente a la naturaleza del texto mismo. Alentada por el propósito que mueve el núcleo narrativo, la expedición a los indios ranqueles, la digresión, en todas sus formas, se impone como un principio de tensión discursiva, principio que, frenando el texto, lo disipa, lo abre a nuevos espacios y posibilidades expresivas, lo enriquece de un modo compulsivo. El texto se vuelve auto-subversivo, tiende a la pulsión de romperse, de disiparse, tanto en estructuras mayores autónomas o en pasajes insertos como en la naturaleza intrínseca del período y del metalenguaje. Siguiendo una lógica de rizoma, tiende a ramificarse, a expandirse, a partir de símbolos, personajes, eventualidades, fenómenos perceptivos, tendiendo a corroer el núcleo de narración, anularlo, dispensarlo de la centralidad que ocuparía. Este descentramiento es, en parte, coherente con la lógica del formato periodístico, aunque en mayor medida con la imagen que Mansilla intenta asumir en el terreno literario, con todas las disciplinas que éste implica en el siglo XIX argentino. Consciente de la complejidad del ser humano, partiendo desde su propia subjetividad, realiza un experimento discursivo que le permite asumir las distintas facetas de la afirmación, buscando mediar entre las tensiones sin resolverlas, dejando abiertas contradicciones ideológicas, estilísticas, conceptuales. En ese collage indefinido de contrastes que se configura en Una excursión a los indios ranqueles, se encuentra una nueva concepción de la narrativa, disociada, descentrada. En los mecanismos de postergación encuentra el coronel Mansilla un modo de darse a ver fuera del rol mismo de soldado, fuera de la utilidad contingente de la narración del viaje.
Matizar es la consigna, buscar la proporción: así como las digresiones plantean problemáticas que dialogan con otros textos y autores y personajes de la época, también dialogan con el núcleo narrativo del relato. Mansilla, a través de ellas, aparece reflejado en muchas posturas, configurado en distintas facetas. Bien podría resultar la contracara del famoso experimento fotográfico de duplicación de imagen, en que dialoga con sí mismo. En última instancia, la recolección de estas digresiones que conforman el núcleo dialéctico de una obra efervescente, cambiante, podría ser leída como una precondición necesaria para aquel otro proyecto literario que conforman las Causeries de los jueves. Esta técnica de tensión narrativa, esta lógica rizomática de multiplicación, responde a la necesidad de trascender la forma narrativa autónoma, direccionada, fija, en pos de plasmar un texto con autoconciencia, con pliegues, con ramificaciones significativas, un texto vivo, un texto que represente la tensión irresoluble que la misma lógica de la vida encarna. En palabras de Mansilla: “Sin contrastes no hay existencia, no hay vida. Vivir es sufrir y gozar, aborrecer y amar, creer y dudar, cambiar de perspectiva física y moral”
Matizar es la consigna, buscar la proporción: así como las digresiones plantean problemáticas que dialogan con otros textos y autores y personajes de la época, también dialogan con el núcleo narrativo del relato. Mansilla, a través de ellas, aparece reflejado en muchas posturas, configurado en distintas facetas. Bien podría resultar la contracara del famoso experimento fotográfico de duplicación de imagen, en que dialoga con sí mismo. En última instancia, la recolección de estas digresiones que conforman el núcleo dialéctico de una obra efervescente, cambiante, podría ser leída como una precondición necesaria para aquel otro proyecto literario que conforman las Causeries de los jueves. Esta técnica de tensión narrativa, esta lógica rizomática de multiplicación, responde a la necesidad de trascender la forma narrativa autónoma, direccionada, fija, en pos de plasmar un texto con autoconciencia, con pliegues, con ramificaciones significativas, un texto vivo, un texto que represente la tensión irresoluble que la misma lógica de la vida encarna. En palabras de Mansilla: “Sin contrastes no hay existencia, no hay vida. Vivir es sufrir y gozar, aborrecer y amar, creer y dudar, cambiar de perspectiva física y moral”