22.11.25

El visitante, por Cecilia Bainotto

 

“…a pesar de eso la carretera se va abriendo al frente/ y el movimiento empuja a todo el mundo dentro de la historia

Marília García

 

 

“Es parecido a un caleidoscopio. Brilla para un lado. Avanza y luego se difumina en la opacidad por el otro. Claroscuro que borra lo que escribe, como el disléxico, quien al ver en su cuaderno que lo que copia del pizarrón no se parece en nada a lo que él dice lo borra violentamente” piensa el visitante

No obstante, al estar frente a aquel hombre que lo cautiva, desestima su pensamiento. También violentamente.

–Esto tiene un valor incalculable. Es la rectitud social.

–¿Quién escribió este compendio de leyes? ¿Quién construyó este barco?– Sonríe y la voz tiene resonancias de diablo pillo.

–Usted, señor.

–Dudo que lo haya escrito, pero si usted lo dice, será así –guiña un ojo que el párpado caído cierra por completo.

–¡Por favor, General!

–¿Sabe? Es la edad, y mi memoria falla.

–Su lucidez asombra.

–¡Ja! Le agradezco, aunque sea un halago.

El viejo estaba grande, es cierto. Esa tarde de inminente primavera, la luz que ingresaba por las ventanas y las sombras de los árboles realzaban la cara de prócer medio cansado. No podía ser otra cosa que un tango lo que se escuchaba con volumen bajo desde un rincón de la sala.

La voz del viejo tapó por unos instantes la música.

–Veo y persigo a las hormigas que devastan mi jardín. Leo mucho. Como poco. Nos acompañamos. Ella y mis perros, y avisto las aves que anidan en los árboles…

–Es frugal y sencilla su vida.

La mirada del General reposó agotada sobre la cara del interlocutor.

El pensamiento inicial del visitante volvió a la cabeza como gong. Sin embargo, no quiso preguntar nada acerca de ciertas amistades, de cartas y pactos. No quiso violentar la cabeza del viejo. Aunque sabía que se defendía como gato panza arriba en innumerables cuestiones.

–Cuando enciendo el tercer cigarrillo del día con el encendedor de la inequidad, le aseguro que todo parece estallar.

–Usted lo dice por fuera de su ombligo General.

–Nunca lo dude –y señaló el amplio jardín apacible como el límite geográfico hasta el que llegan los ojos, pero su mente cruzaba el océano.

El General encendió el cuarto Saratoga diario.

–Son malos. Sin embargo, me gustan. –expelió una bocanada de humo en la que pareció flotar.

–Perdone, usted no dice cosas por decir General.

–Me gustan algunas metáforas y es como usted dice. Prefiero un malo a un bruto.

–¿Cómo es eso?

–Simple. Quiero tener buenos contrincantes en un juego que se desarrolla de acuerdo con las circunstancias.

–Pragmatismo puro.

–Tampoco lo dude. El mundo es un tablero movedizo y mi objetivo es reparar lo que me provoca el tercer cigarrillo. ¿Está dispuesto a jugar aún sin estar yo presente?

El visitante se alegró como un perro con hueso y aceptó. El líder seduce. Sabía también de un personaje que ronda silencioso y de otros más, en posiciones ruidosas, que serían de la partida.

–¿Sabe cuál es mi pieza preferida del ajedrez?

–El rey, supongo.

–Sí, claro, pero el alfil me gusta más.

–¿Por qué, General?

–Justamente me nombra con mi rango militar y también soy soldado. Por la formación, prefiero esa pieza.

–¿Encierra algún símbolo?

–Es un vestigio de los elefantes de guerra usados en la antigüedad, concretamente en Asia, como carros de combate.

La charla avanza. El hombre viejo y grande comienza a brillar y despliega sobre la mesa maquetas de proyectos. Explica cuál es la diferencia de una hoja de acero templada al agua o al aceite, escribe fórmulas químicas, cuenta la historia y a lo inescrutable lo hace sencillo. El discurso resulta embriagador.

Como un caleidoscopio, con guiños de luces cambiantes, finaliza la tarde.

“Ante la oscuridad mejor es esto”, concluye el visitante camino al aeropuerto.

Con la música de una marcha en sus oídos ingresa al avión y reza por las consecuencias.

 

El visitante advierte las consecuencias. Las ve en pequeños detalles: Un espejo le muestra su cara en la que se instaló la vejez y en la mancha de humedad que se agranda. Caen pedazos de revoque. Todos los días dale que dale, con escoba y pala. No encuentra un artesano albañil o un cloaquista que realice el trabajo. Con los años acumulados se teme un poco más a la muerte y ya no pueden suceder cosas extraordinarias. La exuberancia y la vitalidad se desvanecen.

En un bar de Almagro el visitante lo recuerda mientras el atardecer crece lento. Envía palabras a través de una botella que no sabe adónde arrojar “El emprendedor liberado se ha convertido en su propio esclavo. Muchos están conformes y sostienen débiles trofeos. Son libres navegantes en una pecera.  Se los ve inquietos y angustiados”.

“Algo falló” escucha su propia voz y la del ausente.

“No falló. Algo queda en la cabeza de millones de personas. Piense en las revoluciones. Sin ellas no sabríamos que existen otras formas posibles de convivencia”.

Este último pensamiento no es nuevo, pero si es de una claridad inobjetable.

Se imagina junto al viejo ausente, a orillas de una autopista en desuso de veinte carriles que conectaban con todo el territorio.

Los dos hombres miraban con binoculares frigoríficos ruinosos, complejos turísticos, trenes y la llama de la siderurgia estratégica.

El visitante levantó la mirada y observó, encima de su cabeza, otra autopista circular bordeada de luces intermitentes. Los automóviles superveloces se rozaban y en la fricción volaban chispas. Los automovilistas, que entraban y salían con chips móviles como orejas, cerraban (des) acuerdos con Wall Street. Una rémora del juego de los autos chocadores en un parque de diversiones tercermundista o una perspectiva distorsionada del Gran Premio de Mónaco.

Entre el café y la ensoñación los pliegues de la tarde se arrugan. El hombre que fue visitante salió del bar. Las veredas de la Avenida Córdoba, por la llovizna, eran espejos. Al cruzar la calle saltó un charco para no estropear los zapatos.

¿Es el salto acaso la elevación necesaria para cambiar algo? Quizás, o al menos intentarlo.

Fotografías de locura expandida; la del emprendedor liberado y la pecera, la de los automovilistas en un parque de diversiones de la periferia, la de los chips en las orejas o la del viejo que al prender un cigarrillo con el encendedor de la inequidad escucha un estallido. Fotografías invisibles que traen a Aníbal con los ojos vendados, a Charly en el comedor universitario, a Carlos repartiendo papers, a Olga enterrando libros, a Mary y a Lito en las plazas, a Mirta y a Cristina con el I Ching en búsqueda de “transformaciones trascendentes”. Más cerca en la temporalidad, alguien parece repuesto de la herida de una espina por causas de administraciones erráticas. Una espina hecha carne en su mano que extrajo como clavo al tomar un avión hacia otros lugares. El paso del tiempo le demostró que aquellos no son muy diferentes del lugar que había dejado. “En la periferia es donde se siente cómo funciona el centro del mundo” dice Horacio.

El horizonte se recortaba con una arquitectura ecléctica ante la mirada del visitante.  Sintió el impulso, o la ilusión, de fundirse en el para comprender esa mezcla rara. Lo era esa comedia frecuente y exasperada en la que los anónimos también son necesarios para representarla.