El
tránsito, la gente, los vendedores en la calle que ofrecen pañuelos y cebollas
y ruidos atronadores. Todos hablan por teléfono, en los bares, en las veredas.
En el cine gritarían ¡Cuadro!
C.B.
El
panorama no es el mejor. Los semáforos apenas ordenan la ciudad. El hombre no
aguanta las ganas de gritar y regresar a su casa.
Guarda
el diagnostico en el bolsillo. El técnico le recuerda que ante algún
inconveniente lo consulte. Una sonrisa flota cuando pone en marcha el
automóvil. Algo quedó en aquella nube y va hacia ella. Al girar el picaporte de
la puerta de entrada de la casa sabe que puede acceder a la nube con la llave y
un poco de memoria. El entorno verde que bordea los senderos y las montañas
azuladas ayudan.
La
reconstrucción de los diálogos sacudirá lo que bulle y vibra en el interior de
los personajes, en el suyo también. Refresca el cuerpo acalorado. Camina hacia
la maldita máquina que como cucaracha lustrosa está sobre la mesa.
Se
acerca con cautela porque la cucaracha es el centinela que le pedirá santo y
seña. Logra ingresar.
Durante
horas el hombre lucha con los brazos entumecidos. La cabeza es un torbellino en
el denuedo por rescatar a Kathy, a Gastón, a Pepe, a Frida, a Lalo, a Consuelo,
al Juez y a varios más. No es fácil la construcción del sentido en tantas
biografías.
Caminantes
perdidos durante una mañana brumosa, de los que conserva grabaciones y fotos,
volaron como hojas.
“¿Qué
le decía Kathy a Gastón en la terminal de trenes? ¿Qué le preguntó Lalo al
vendedor de pasajes? ¿Por qué Frida contaba un sueño? ¿Cuál es la causa de la
risa constante de Pepe? ¿Qué llevaba Consuelo debajo del sombrero? ¿Dónde
guarda el juez sus anteojos panópticos? ¿Qué había adentro del sobre a nombre
de “Cualquiera”? ¿Quién tomó la foto a la ecuyere del circo? ¿Todos juntos son
un solo ser múltiple con poderes mágicos? ¿Por qué no ensayar, por oposición,
algo lúdico con todos ellos y menos tormentoso? ¿Acaso el mundo no conoce por
padecimientos los malos diagnósticos? ¿Habrá alguien que entienda el mensaje?
¿Mis palabras escritas tendrán el ritmo preciso de gotas de lluvia al caer en
las baldosas? ¿Debo preocuparme por
eso?”
Son
preguntas que se hace el hombre y siente que el encendedor tiene fecha de
vencimiento. ¡Malvado tiempo, dame tiempo!”
“Necesito
reescribir la historia de todos ellos. El rescate de los desaparecidos
devorados por la nube será la concreción de una de mis vidas posibles, la que
quiero desde muy joven”, piensa mientras camina a orillas del río que en saltos
cae a sus pies. El silencio es del paisaje y lo alivia.
No
escucha consejos nebulosos. Oye un gong en la cabeza y a muchos de los
desaparecidos conversar animadamente.
Ríe
con la música de fondo del río. La incertidumbre de la espera termina. La luz
debajo de la puerta de su casa es alentadora. El insomnio ya no es por insectos
perturbadores Todo lo contrario. Es la vigilia que lo empuja a la historia de
los perdidos que le ruegan que la siga. Con el teclado dócil retoma la
escritura. Por su vida y por la de ellos.
Algunos
desaparecidos de la historia son inhallables. Quizá no ameritan seguir en los
capítulos próximos. La inquietud lo embarga con un escenario de repetición.
Recordó cuando vivía en una metrópolis del norte europeo. Su mirada perforaba
el vidrio de miles y miles de ventanas y creaba con esas visiones una historia.
Personas que entraban o salían, que desaparecían o se quedaban, todo era una
sola cosa dividida en porciones de tiempo y de espacio. Cambios incesantes,
vitales, a veces movimientos imperceptibles como la regeneración de la piel que
se cura de una herida.
Con
aquel recuerdo vive en carne propia el “work in progress” de su obra.