Nos van a echar a
cañonazos. Y si afirmo algo tan difícil de creer es porque literalmente tuvimos
que dejar Capizzi debido a los disparos de un cañón, al tercer día de habernos
instalado en la casa que nos dio Nino, el ragazzo del bar Milenium y que
me había prometido, una noche, cuando vino a Sant Agata con su familia a cenar.
Ya habían comenzado en los primeros días de
julio con los cañoncitos y, ahora, que estábamos en la semana de fiesta, cada
vez que terminaba una misa especial dada por curas importantes de la zona,
hacían temblar el paese con nosotros adentro. Nunca vi desde dónde tiraban ni
calculé el calibre de las piezas de artillería. No era muy lejos de donde se
realizaba la ceremonia religiosa y tenía participación militar debido a que la
Orden de Santiago como cofradía de nobles caballeros había peleado contra los
moros en antiguas disputas. Supongo una explanada que daba al vacío de las
colinas del emplazamiento. La cosa es que Chicha se cagó toda. Con el primer
estruendo quedamos sorprendidos los dos y yo, que ya había leído un folleto en
el bodegón donde almorzamos con Daniel ese domingo al mediodía, nuestro primer
mediodía, digo que el folleto hablaba de una de las formas de representación
militar y el uso de la pólvora cuál droga que se quema, al toque, me avivo y
trato de desviar su atención. Pongo la radio en el celular, al palo. Pero es
tarde ya: Chicha acaba comprender que eso es una forma de amenaza sonora mucho
peor que los fuegos artificiales, parientes lejanos de las armas, que ella conoce.
Poco tardé en aceptar que estábamos frente a un problema y que ése era el
principio.
Creí ver la silueta de la parca que acechaba.
Los ojos se me llenaron de sombra.
Hablé con algunas personas, con Nino, su mujer
tedesca, el otro pelado de anteojos que está en el bar desde que fui en 2011, y
sí, parte de los festejos serán cañonazos y en cantidad progresiva.
Podrían meterse en el sótano, dice ella, le
dice a él pero como para autorizar una propuesta absurda que así y todo,
terminaré poniendo en práctica ese mismo día, a las 18, porque estaban
anunciados más cañonazos
El sótano parecía un refugio antibomba de la
Segunda Guerra. Paredes de ladrillo ocre y telas de araña prehistóricas. Tenía
un baño en cual nos encerramos de humedad, FM Kiss Kiss para animar la
velada, y vamos mi gorda que no pasa nada. Y si pasó no escuchamos. ¿Seguro que
era a las seis de la tarde?
Salgo en cuero medio chivado a la puerta. Hay
una pibita sentada en su zaguán pétreo, Le consulto acerca de la hora de los
cañonazos. Siete y media, se asoma celoso el novio con respuesta cortante.
Repetimos la escena a la hora señalada y
salimos ilesos, creía, de aquella guarida subterránea, en busca de oxígeno. Una
vez en el balconcito ya se respiraba bien el fresco del ocaso. Lejos, el bravo
Etna se fumaba unas secas de bocanada volcánica.
Decidí ir a comprar agua mineral, pues apenas
me había stockeado. Eran trescientos metros, un mercado de pueblo, con su
cartel que anuncia bagatelas en venta. No alcancé a leer la segunda de las
ofertas mientras avanzaba a paso decidido, cuando otro cañonazzo me sacó de órbita. Otra vez hacían
fuego. Estuve a punto de girar,
acalorado, sobre mis talones y emprender una vuelta vertiginosa hacia la casa
pero recordé que tuve ocho clavos de titanio en la tibia y tobillo derecho: me
fui enfriando resignado, a paso largo.
El
saldo: dos sillas volcadas y un pis en la cama de abajo, a partir de ese
momento, clausurada para mi estadía. Por suerte en la planta alta hay otra
pieza donde durmió Daniel la primera noche.
Habíamos llegado a la hora de los fideos y
hacia allí dirigimos nuestro horizonte. Daba la sensación que solo los girosos
quedaban en las mesas de los bares de Capizzi. Nino era uno. Que había tenido
que ir al aeropuerto, que el bar no cierra nunca, que me voy a dormir y cuando
me levante, veremos el tema de tu casa.
Ejemplares masculinos bastante rudos, detrás
de vasos de cerveza calentita, gruñen saludos. Estaban en mesas de plástico que
habían agregado, en la vereda, los muchachos del bar, extendiendo su dominio a
la calle de enfrente. Era obvio que el evento místico aumentaba la presencia de
los pobladores en las calles, sobre todo, la gente que pertenecía a la
congregación de San Giacomo.
De pronto, dopo pranzo el pueblo había
enmudecido. No quedaba nadie afuera. Decidimos dar una vuelta por el Nebrodi y
pasar la tarde en Cerami, otra comarca amable, a ocho kilómetros, y con la
diferencia, positiva, de poseer una gran plaza con pasto y árboles, sencillo
accidente geográfico que Capizzi adolece.
Ya de noche, los padres de Nino me dan la
llave de la casa en Capizzi, a dos cuadras de donde se realiza el milagro, lo que
significa derribar la pared prediseñada que el próximo viernes, luego de la
procesión, de pasear al santo por todo el pueblo, de tomar aliento, de tomar
cerveza, de tomar carrera, de tomar vitaminas, en carrera propulsora, los más
fuertes conducirán, en ataque frontal, con las puntas del pabellón como lanzas,
abatiendo ese muro de los pecadores.
Por la mañana, por esas calles cortas que
siguen caprichosos rumbos adoquinados, pasa la orquesta alegrando el despertar
de los vecinos. Era el inicio de la fiesta de San Giacomo que no pudimos ver.
Tampoco podré ver al Michael Jackson siciliano
que se anuncia con pompas y, menos aún, se me ocurriría presenciar el final de
la celebración a todo cohete.
Seguiré el consejo de mi amigo Robert, desde
Barcelona: festejos religiosos habrá muchos; perra, una sola. No debo someterla
a mi capricho, la está pasando mal. Otro sitio que deviene hostil para mi Chicha.
Tengo los huevos llenos. Si hasta me sugieren estos “parientes” lejanos, dejar
a mi perra sola en un campo a varios kilómetros, con una cucha, llevarle
comida… E si muore, facciamo un buco e la mettiamo li,
di dove è la tua famiglia… Andatealareputísimamadrequeteremilparió.
Menos mal, que tengo línea directa con Daniel que puede venir a rescatarnos,
atravesar todo el bosque, sortear toda clase de peligros y dejarnos, de vuelta,
en la estación de Sant Agata, para enganchar algún tren y desandar el camino de
regreso a Napoli. Sentía, en ese instante, el filo de una guadaña que nos
perseguía.
No sé por qué, pero el Intercity, el
tren que cruza sobre un ferri, de Sicilia al continente, no estaría funcionando
estos días. La viejachotamalaonda de la ventanilla me puede dar del Regionale
solo para llegar a Messina y, de allí, tomar el traghetto que cruza el stretto,
pero también pone en dudas que me dejen subir con Chicha y vacila en vender el
ticket del barquito. Trato de hacerle entender que Chicha sí puede viajar pero
ella no lo sabe, nunca lo hizo y por las dudas hasta consulta por teléfono con
otra estúpida igual a ella y que tampoco sabe. Véndemelo igual, dale, como te
crees que vinimos, pelotuda.
Cuanto más nos vamos acercando a la península
y más nos alejamos del centro de Sicilia, atrás va quedando, también, ese
pequeño cortometraje sobre Giacomo, San Giacomo, los Calandra y horas de
filmación sin editar que se me presentan inconclusas.
Cruzamos el Tirreno y ya, pisando tierra firme,
intenté un último manotazo de ahogado: sabía que podría contactar a alguna
familia de la ‘Ndrangheta en los parajes de Gioia Tauro. Era la posibilidad de reunir
fondos para proseguir con mi proyecto cinematográfico.
No resultará este paraje de Calabria muy
amistoso. La hostilidad de algunos de sus habitantes desmiente la apariencia de
aldea tranquila: en el primer paseo, cuando bordeábamos el estadio municipal,
de una casa rotosa, salió un ser monstruoso, de apariencia rotosa, fofo, con
pliegues de grasa asomando por un vestido descolorido, rodeado de niños y niñas
desnudos, de edades diferentes, con mugre para repartir. Nunca supe si era la
madre, la abuela o un ogro que los tenia cautivos. Me amenazó con envenenar a
la perra si llegaba a cagar en su vereda. Le dimos la espalda y la dejamos
injuriando o, tal vez, regurgitando alguna alimaña tragada hacía poco, y
embroncadísima porque la mandé a limpiar, primero, la basura apestosa de su
pueblito. Puzza!
De golpe lo oía al flaco Skay cantando “La oda
a la sin nombre”. Escuché una sirena.
Del encuentro con los picciotti, descendientes
refugiados de Tommasso Buscetta, no diré mucho.
Seguimos camino pero tuvimos que aguantar dos
días más en Scalea por un accidente ferroviario en el sur de la Campania. Los
gritos y alborotos de los veraneantes napolitanos nos acercaban ya al mundo
partenopeo. El verano no daba tregua. Jornadas agobiantes. Playas privadas
vacías y amontonamientos en las públicas los pomeriggios sofocantes.
Julio sucumbía. Precipitamos el regreso a
Napoli como avecillas que vuelven a su nido en busca de cobijo. Un nido con
volcán que, en agosto, se vacía de habitantes y se llena de turistas, que
transpira en los muros del centro histórico su invasión.
La literatura me lleva a que esta aventura se
trasmute en ideal, que ya no pueda suceder. Fabricar con palabras una trampa
para no ser afectados por el tiempo y la muerte.
Escuché un millón
de voces en esta tierra. Oí tu silencio al partir. Escuché un susurro que me
decía
"Ella baila
siempre detrás”.