20.3.23

En busca del tiempo perdido, por Juan Cruz Carrique

 (Sobre El traductor, de Salvador Benesdra)



Y ahí en la noche veraniega en la que sentía que me había
quedado cortado del mundo y de las cosas, supe de pronto que
estaba retornando a mí como una vieja compañía infatigable.

Salvador Benesdra, El traductor



LA OBRA

Verano de 1992. Balneario de Arachania, Departamento de Rocha, Uruguay. Una casa sobre las dunas. Noches calurosas y estrelladas. Playas desiertas. Tac tac tac. Los dedos repiquetean contra las teclas de una laptop primitiva. Tac tac tac. Un hombre alto, de barba tupida y piel aceitunada escribe con urgencia. Tac tac tac. Algo se está gestando.

1993. Redacción de Página/12. Sección de Internacionales. El hombre alto y de barba conversa con el reconocido periodista Claudio Uriarte. Uriarte es su amigo, su confesor y su némesis intelectual. Discuten sobre el fin de las ideologías, sobre un mundo que ya no es. Uriarte, trotskista en la adolescencia, ha devenido un hombre de derechas. El hombre alto, también trotskista durante la juventud, no ha abandonado sus convicciones marxistas, aunque se sabe derrotado. Ahora apuesta, tibiamente, por la socialdemocracia europea. Son dos planetas que colisionan todo el tiempo.

1994. Entre noticia y noticia, en la redacción del diario, abundan los tiempos muertos. El hombre alto escribe, enajenado, en su computadora. El monstruo en papel ya tiene casi seiscientas páginas y lleva por título El traductor. En algún momento se lo muestra a Uriarte. Es probable que él sea el primero en leer esa desmesura. Uriarte da el visto bueno: en el texto reconoce un pensamiento en tensión permanente y, también, muchas de sus discusiones. Se menciona a Hegel, Nietzsche, Lacan, Konrad Lorenz, Lenin, Darwin, Piaget, Lobsang Rampa y el zen. El hombre alto, reconfortado, cree que tal vez ya sea hora de pasar a otra instancia.

Primeros meses de 1995. El escritor Elvio Gandolfo retira de la editorial Planeta las veinticinco novelas que tiene que leer como pre-jurado para el premio de aquel año. Las tiene que calificar en tres categorías: rechazable, legible o premiable. En total se han presentado más de cuatrocientos manuscritos. De la pila, uno le llama la atención. Comienza así: “Me dije que tal vez era cierto después de todo que las ideologías están muertas; me regodeé mirando por la ventana del bar cómo el sol caliente de la primavera de Buenos Aires comenzaba a fundir todas la convicciones del invierno. Sospechaba por primera vez que podía haber un placer en el vértigo de flotar en ese caldo uniforme que se había adueñado hacía tiempo de todos los espacios del planeta.” Gandolfo, después de leer los primeros párrafos, sentencia: “este tipo escribe”. Casi al mismo tiempo se da cuenta que “no la van a premiar ni en broma.”

El centro de gravedad de El traductor es Ricardo Zevi, un hombre de 36 años que tras militar durante años en el trotskismo se da cuenta que la realidad en la que creció se está desmoronando: acaba de caer el Muro de Berlín y Menem llegó a la presidencia. Influenciado por el realismo crítico de Arlt, en la novela se respira un aire de tragedia permanente. Todo está dispuesto para que las fuerzas de la historia acometan su furia contra el personaje: la editorial para la que trabaja como traductor –de supuesta ideología izquierdista– no tardará en aplicar medidas de “racionalización” y flexibilización laboral contra sus empleados; y Romina, la mujer de quien se enamora –salteña de raíces indígenas, adventista y profundamente reaccionaria– mostrará una frigidez inclaudicable contra la cual Zevi deberá luchar de los modos más insólitos y perversos. Así las cosas, El traductor apuesta por sintetizar en su personaje principal –salvaje alter ego del hombre alto– la derrota de un modo de pensar y desear la vida. Tanto en el plano político como en el afectivo.

Gandolfo lee la obra con fruición. Pasea el enorme pilón de hojas durante días por Buenos Aires y Montevideo y termina escribiendo una evaluación el triple de larga que las demás. Obviamente la califica como “premiable”. En Planeta desconfían del tamaño del libro, y también de Gandolfo, así que le dan la novela al escritor Daniel García Helder, otro de los pre-jurados, para que la lea. A García Helder no sólo le parece un libro excepcional, sino que se fanatiza al punto de comenzar a hacerla circular entre sus amigos: “Hacía rato que no leía una novela argentina tan potente y llena de aristas. Ofrecía un análisis del proceso histórico argentino y mundial antes de que éste llegara a cristalizar en las visiones remanidas del menemismo y el neoliberalismo.” Finalmente, la devuelve con un dictamen tan positivo como el de Gandolfo. Gracias a ello, El traductor queda entre las diez finalistas de 1995. El primer premio lo gana Sucesos argentinos, de Vicente Battista, y Gandolfo decide no trabajar más como lector de pre-selección de Planeta.

Invierno / Primavera de 1995. A partir de aquí todo se acelera: el hombre alto averigua quiénes fueron sus lectores en la selección de Planeta y los telefonea. Le pide a Gandolfo y a García Helder, por separado, que lo ayuden a publicar el libro. (Ya lo ha ofrecido a numerosas editoriales –algunas grandes, otras más chicas– pero todas le responden lo mismo: “su novela no se ajusta a los criterios del mercado”). Se reúne con ambos y en pocas semanas se hacen amigos. García Helder lo recuerda como “un autor en búsqueda desesperada de lectores”. Gandolfo, por su cuenta, le recomienda presentarse a una beca de la Fundación Antorchas para que le financien la edición. Lo hace. Antes, y también gracias a un consejo de Gandolfo, elige a Ediciones de la Flor, de Daniel Divinsky, para publicar El traductor. Divinsky, que en un primer momento la había rechazado, acepta que se publique si la editorial no tiene que poner dinero.

Últimas semanas de 1995. Se han acabado los trámites. Sólo queda esperar la resolución de Antorchas. El hombre alto cruza el Río de la Plata y alquila la misma casa sobre las dunas en Arachania. Quiere concentrarse en Puntería, su nueva novela. Durante los primeros días lo acompaña Claudio Uriarte, que vuelve a Buenos Aires antes del fin de año. Sin embargo, el hombre alto no se siente bien. Tiene fuertísimos dolores de espalda y debe pasar muchas horas en cama. Está deprimido y teme tener un brote psicótico. Ya le ha sucedido otras tres veces. La primera y más grave en París, en 1978, cuando acabó internado en la Maison Blanche. Unos años más tarde en Buenos Aires, y esa vez le tocó en suerte el Borda. La última no fue internado pero obligó a sus compañeros de redacción a que lo acompañaran al Obelisco a ver a los extraterrestres que estaban a punto de llegar a la Tierra. Finalmente, decide volver a Buenos Aires.

2 de enero de 1996. Barrio de Congreso. Los dolores no ceden. El hombre alto llama a algunos amigos, entre ellos Gandolfo, pero no encuentra a ninguno. Deja mensajes en el contestador. Sale al balcón de su departamento, en el décimo piso del edificio ubicado en Solis 456, y se arroja a la calle. 

Febrero de 1996. Gandolfo, que ya se ha enterado del tristísimo suceso, recibe un llamado de la Fundación Antorchas. Le dicen que no pueden comunicarse con el autor de El traductor, un tal Benesdra, y por eso lo llaman a él: la novela ganó la beca.

Mayo de 1998. El traductor se presenta en la Feria del Libro de Buenos Aires. Gracias al aporte de familiares, amigos y, por supuesto, a la beca de Antorchas, el libro es publicado con una tirada de 1.500 ejemplares. Unos meses después se editan mil más. Luego, por más de diez años, el silencio y el misterio envuelven la figura de su autor. Recién en 2012, la editorial Eterna Cadencia recupera el legado benesdriano y reedita toda su obra: El traductor y El camino total, un libro de autoayuda no convencional escrito al mismo tiempo que la novela.



EL HOMBRE

Salvador Benesdra nació en 1952 en el seno de una familia judío sefardí de mucho dinero, aunque poco afecta al amor filial. Su padre era el dueño de la zapatería Greco, famosa en Buenos Aires, y siempre tuvo una relación conflictiva con Salvador. Fanático de la lectura, en la juventud descubrió que le gustaba leer a sus escritores favoritos en su lengua original así que pronto aprendió inglés, francés, alemán y portugués. Luego se dedicaría al japonés y al ruso. 

Estudió en el Nacional de Buenos Aires, donde se hizo famoso por convencer al profesor de literatura de tercer año y al jefe de celadores de que se hicieran trotskistas. Sus compañeros lo recuerdan como un discutidor –y convencedor– nato. Una vez que se graduó, estudió la carrera de psicología en tres años y se marchó a París a realizar un posgrado. Allí tuvo su primer brote. Alejandro Mantero, íntimo amigo de Benesdra, lo fue a buscar junto con su hermano y se encontró con una situación inverosímil: “Cuando llegamos nos lo tiraron por la cabeza con el sólo afán de sacárselo de encima. Ahí nos enteramos que Salvador había soliviantado a los internos contra el poder psiquiátrico –alentado por las ideas antimanicomiales de Franco Basaglia– y había llevado a cabo un verdadero Atrapado sin salida.”

Cuando volvió a Buenos Aires, en 1982, empezó a trabajar como periodista de política exterior. Primero en La Voz, después en La Razón y, por último, en Página 12. Walter Goobar, su editor en Página/12 lo recuerda como alguien brillante: “tenía una sintaxis excelente y un gran talento para procesar la información. Era un obsesivo de las fuentes y la escritura.” Allí también fue representante gremial de los trabajadores, donde se destacó como un orador temible. Según el periodista y escritor Sergio Di Nucci, que no lo conoció pero sí a muchos que trabajaron con él, Salvador “se subía a una silla o a un banco y pronunciaba largos discursos, con frases ciceronianas, perfectas y muy bien argumentadas, pero, ay, inconvincentes.”

En 1995 lo echaron de Página/12, junto a 60 trabajadores más. Este episodio lo deprimió muchísimo y aunque consiguió trabajo en una publicación institucional de la empresa Socma, ya estaba decidido a dedicarse sólo a la escritura. 

Así como los motivos de su suicidio nunca se sabrán, ya nadie podrá borrar la marca que Benesdra ha dejado en la literatura argentina. En todo caso, para esbozar alguna respuesta quizás haya que hacerse, primero, la pregunta que tanto atormentaba a Ricardo Zevi: “Si de una vez por todas quería ganar, ¿no era hora de hacer un salto sin paracaídas de verdad? ¿De jugarme a alcanzar aunque fuera tan solo un punto de no retorno, sin resguardos, ni reaseguros, ni opciones de reserva?”  

 

Tomado de: artezata.com.ar