LUEGO DE LA QUEMA, del
otro lado de los primeros árboles del bosque, está el río que es más bien un
arroyo barroso que en baja se puede cruzar con el agua a las rodillas y le
sigue el bosque más denso, húmedo y oscuro. A veces, cuando salen a perderse
por las vías muertas hacia el Aeropuerto Internacional, cruzan el río por un
puente y a poco de andar comienzan a ver colgando de los árboles cadáveres
podridos de humanos –machos y hembras– que quedaron ahí, chorreando grasa y gusanos
en un charco inmundo. Los Oficiales de Justicia Militarizados que custodian el
Aeropuerto Internacional patrullan el bosque denso y también lo usan como campo
de ejecución. Las ejecuciones se practican en cualquier lugar del bosque denso,
en cualquier momento del día o de la noche y pueden ser uno o más los afectados
por ellas, los ejecutados. A esto lo saben porque los cadáveres que cuelgan del
mismo árbol o de árboles vecinos están en el mismo punto de putrefacción.
También se cruzan en su andar enloquecido por el bosque denso con cadáveres
amontonados pudriéndose en zanjas sin tapar, hechos una gelatina inmunda,
irreconocibles: son los que cayeron fusilados por metralla. A veces se acercan
al montón y con palos escarban esos restos que desprenden un olor fuerte a
tierra muy vieja; lo hacen así con la intención de encontrar algo valioso entre
la podredumbre, algo que brille. El Aeropuerto Internacional también
militarizado limita con el bosque y éste con la quema y luego viene el
rancherío. Todos los que viven en los últimos ranchos del rancherío que limita
con la quema trabajan en la quema, varones y mujeres de todas las edades
adormecidos por el humo y la hediondez que escarban con rastrillos improvisados
la basura en busca de metales o de algo valioso para vender. Cada tanto, como
único entretenimiento que los saca del sopor imbécil, ven a escasa altura los
Boeing que despegaron de o aterrizarán en el Aeropuerto Internacional. Es raro
porque aún sin saber qué ocurre en el interior de esas máquinas enormes
que estremecen todo a su paso, cuando las ven sobrevolarlos inmediatamente
sueñan con los uniformes impecables de los pilotos y de las azafatas del
Boeing. También los ranchos son estremecidos por el estruendo exasperante de
las turbinas del avión que rasa la quema como rasa la imaginación de los
rebuscadores entre la basura de alguna basura valiosa. En los ranchos los
latones vibran con la misma vibración que sacude al Boeing y a las azafatas y a
los pilotos uniformados. Desde el Boeing de día y a velocidad, depende del
ángulo de visión y de la luz, de todo eso se ven brillos y unos charcos donde
se reflejaban las nubes y el sol; unos charcos que desde lo alto se ven
impecables pero que al ras se ven como juntaderos infectos de mugre y cadáveres
de perros y cuises Así es lo que se ve: aparente. Nada de eso los rebuscadores
saben pero ocurre mientras escarban con un fierro como rastrillo improvisado la
basura. De la venta de lo rescatado, metales sobretodo, producirán un poco de
azúcar, grasa, harinas y estimulantes, los necesarios para sobrevivir el
día. El revendedor de esos productos al menudeo tiene arraigado su negocio en
un rancho en las orillas y especula acumulando billetes mugrientos y rotos
entre las bolsas de cincuenta quilos de mercancías. También esa tapera vibra
con el paso del Boeing, pero el ensueño allí es mucho más ambicioso, profundo:
no se oye. El revendedor de azúcar, grasa, harinas y estimulantes acopia
cantidades de todo eso en estanterías y bolsas que se amontonan en pasillos y
cuartuchos pero vive austeramente con su esclavo. Él atiende el mostrador y
vende y cobra y trata con los mayoristas los precios; compra, cuenta y guarda
el dinero, mientras el esclavo carga las bolsas, acarrea el carbón, mide vino y
querosén en botellas de un cuarto, medio y litro, también azúcar, yerba,
fideos, harina. A todo eso lo hacen desde muy temprano: pesar, medir, comprar,
vender, pagar, cobrar, y al mediodía descansan sentados en tachos, mientras
comen pan con fiambres y beben vino blanco helado de caja. A veces cuando el
calor es bochornoso y los techos de chapas arden al sol se echan a dormir en
cuero sobre el piso de cemento alisado y húmedo. Cuando el frío es de terror
encienden carbones en un brasero y beben vino del pico de las botellas de litro,
envueltos en frazadas de lana. Cuando están borrachísimos, el revendedor de
mercancías porque sí muele a palos al esclavo, lo desnuda y en seco se lo
recoge hasta quedar exhausto; después duermen espalda contra espalda en un
catre que huele fuerte. El esclavo es apenas más joven que el revendedor de
mercancías pero ambos son casi niños. Lo que más le gusta al revendedor es
clavarle la pija hasta el fondo del culo al esclavo y acabarle bien adentro:
siente como el culo del esclavo lo absorbe todo, como si estuviera nutriéndose
hasta que se confunden. Les encanta ese estado de confusión. Otras veces pasa
al lado del esclavo que está en pantaloncito corto nada más, de cuclillas
envasando carbón en bolsas, y como el esclavo lo mira con cara de cogeme lo
agarra por atrás del cogote, le baja el pantaloncito y lo tantea con dos dedos
en el orto pero nada profundo, después los saca y los huele. Si el olor es
dulce, lo recontrarecaga bien a palos, al esclavo, con bronca, hasta que sangra
mucho por la nariz y levemente por las orejas y después se lo lleva al catre y
se lo coge sin asco, sin siquiera escupirle un poco el culo para lubricárselo,
aunque el esclavo sufra, no le importa nada. A veces cuando lo muele a palos al
esclavo siente que podría hacerlo pulpa inerte pero sabe que no es necesario
matar al esclavo porque igual ya está muerto y también siente que lo resucita a
palos y pijazos luego. El esclavo también siente que él, el revendedor, está
muerto y que resucita cuando le acaba un chorro grueso de leche en lo más
profundo del orto: en esa sensación están hermanados. Casi todo el tiempo de
todos los días y noches están solos, absortos en sus rutinas brutales, pero a
veces se tornan peligrosamente sociables y sin entender por qué pero sabiendo
muy bien para qué, invitan a otros de por ahí a los que conocen del boliche a
una juerga de comida, bebida y naipes en la casucha, donde improvisan una timba.
Chupan vermuts dulces con hielo y vino de damajuana, comen chorizos secos
salados y pan, o por ahí unos huesos grasientos con apenas carne que asan sobre
brasas de rama en una parrilla de fierros oxidados, ellos invitan. Corren las
barajas, los billetes, el fumo. En distintos momentos salen y entran y aparecen
y desaparecen frenéticos en la oscuridad, algunos porque van a mear o a cagar,
otros porque jalan o se pican o fuman y se cruzan ahí en el patio o en el fondo
o en la letrina y algunos se miran mal y se provocan nada más que para joder y
terminan moliendo a golpes al primero que ven indefenso para después ensartarlo
o cogérselo. Cuando acaban y ya no saben qué pasó, entran como si nada a la
casucha y siguen así, comiendo, bebiendo y fumando, hasta que caen sentados o
se echan sobre el piso de cemento alisado en rincones, estúpidos, dormidos. El
revendedor y el esclavo entonces cuando cayeron los últimos, escarban en los
bolsillos, entre la ropa y los huevos y en el orto de algunos de los curdas y
les afanan todo lo que encuentran: billetes, monedas, cigarros, fumo, que el
revendedor esconde inmediatamente entre las bolsas de cincuenta quilos de
mercancías y después los despiertan y les dicen que se vayan, a los gritos, que
ellos tienen que descansar porque tienen que atender temprano el boliche y los
sacan a los empujones. Cuando los curdas se van ellos se acuestan cansadísimos
en el catre y se duermen profundamente. Ese rato no cogen, por ahí se hacen una
paja, pero no siempre porque efectivamente necesitan descansar y se duermen
escuchando los ladridos de los perros y el griterío que viene de los ranchos
donde viven Los Zorros. Apenas amanece despiertan y lo primero que hacen es
limpiar el quilombo de la noche anterior mientras toman una infusión azucarada
de café mezclado con yerba mate y comen pan solo. Cuando terminan de ordenar se
sientan en tachos, enfrentados, desparraman en el suelo todo lo afanado y lo
analizan, separando por grupos para determinar el valor de cada cosa. Una vez
clasificadas de acuerdo al valor, el revendedor a su vez las agrupa en otros
tantos grupos que tiene resguardados en distintos escondites en distintos
lugares del rancho. El esclavo sabe muy bien cuáles son esos lugares y sabe
exactamente no sólo qué hay en cada escondite sino a quién y en qué momento se
lo afanaron. Son pertenencias íntimas vinculadas a la excitación que le produce
robar: cuanto mayor es el riesgo, más lo calienta. Sobre todo porque si
justo cuando lo están hurgando se despierta, no queda otra que clavarlo, al
curda, o degollarlo y tirarlo en el fondo, con algún cogido y muerto a palos
que seguro hay, como vestigios de la marejada de la noche, o en el pozo donde
se acumula la mierda del retrete. Al esclavo lo recalienta todo esto pero lo
que más lo calienta es degollar, por eso a veces provoca que el curda se
despierte, como por descuido, nada más que para pasarle la cuchilla por el
cogote mientras acaba como en sueños. Al revendedor de mercancías no le
interesa ese juego pero se calienta hasta la asfixia con el robo. A veces la
excitación que acumula es tan fuerte que acaba en seco en cuanto detecta entre
las ropas o hecho un canuto en el fondo del zapato los billetes del que duerme
y que tal vez nunca más despierte. Esa idea lo saca: que el curda dormido esté
totalmente indefenso a lo que a ellos les dé la gana: robarlo, degollarlo,
cogérselo muerto. Otras veces reciben a Los Amigos Parcos, que siempre llegan
sin avisar. Con ellos comen guiso, conversan y se emborrachan. Inmediatamente
llegados, todo el tiempo posterior están ansiando que se vayan pronto porque
saben que Los Amigos Parcos son peligrosísimos y que no hay que descuidarse.
Estar en alerta es una sensación natural que les brota desde las entrañas pero
ante ellos es mucho más intensa y varias veces sienten el impulso irrefrenable
de liquidarlos y ya, inmediatamente, como protección. No lo hacen porque un profundo
respeto difícil de explicar los alía, nada más. En un momento de la alta noche
más oscura, ebrios e inconscientes piensan insistentemente en que ya se tienen
que ir porque ya todos están extenuados y no pueden coordinar frases ni nada y
todo está en peligro. Temen, con un temor profundo, reverencial, que los Amigos
Parcos se saquen por alguna cosa de nada, de puro tensos, y que en un descuido
los degüellen y se queden con la tapera, las mercancías, la guita, lo afanado,
y además se los cojan muertos y que luego descuartizados los echen en el fondo
de pozo profundísimo donde se acumula la mierda de la letrina; entonces se
apresuran en despedirlos, porque son precavidos y astutos, y los saludan con
abrazos fraternos, hasta nunca, desaparezcan. Y Los Amigos Parcos se van
satisfechos porque saben que pueden volver siempre que necesiten allí pasar un
rato a chupar vino, comer fiambres salados, fumar y hablar de transas. Una vez
despedidas las visitas, se echan en el catre fatigadísimos, y se duermen:
ni cogen ni se hacen la paja, nada más oyen el insistente ladrido de los perros
y los alaridos y aullidos que vienen del lado de los ranchos de Los Zorros y
exhaustos desfallecen, mueren. En cuanto aclara abren los ojos y se incorporan
inmediatamente a las rutinas y así. A veces, los días que hartos deciden no
atender el negocio por menudeo porque están repodridos de repetir siempre las
mismas situaciones estúpidas, quieren irse, desaparecer del boliche, olvidarse,
y enfilan para el lado de las vías muertas por el sendero entre yuyos y
cardales que los lleva hasta el terraplén de tierra reseca y agrietada, hasta
las vías muertas que recorren desde el rancherío pasando por la quema, y
después el arroyo o qué llamado río para luego penetrar en el bosque primero y
en el bosque denso luego para llegar al alambrado final desde donde se ve la
pista del Aeropuerto Internacional, pasan muy cerca de los ranchos de Los
Zorros, un laterío clavado en estacas de sauce apenas enterradas, donde se
apiñan en el piso de tierra sobre colchones y mantas hediondas a meo, guasca y
flujo de concha Los Zorros que son como veinte, no veinte, seguro, hembras y
machos ninguno con más de treinta, muchos, como seis u ocho, son pendejos
chicos de menos de siete que viven mugrientos siempre. A Los Zorros les
dicen así porque llevan el pelo rojizo, con reflejos de paja reseca y
polvorienta, todos dados a la riña, el descontrol y el afano. A algunas de las
pendejas de Los Zorros, no importa cuál pero siempre entre las que ya caminan ,
las conocen bien porque muchas veces que van a comprar al boliche querosén
o azúcar suelta o yerba o salame para sánguches o cualquier otra cosa y van
solas y no hay nadie, las hacen pasar atrás del mostrador y les meten dedo en
la concha y el culo o se hacen chupar la pija , no se las cogen porque no
quieren desgarrarlas ya que los zorros grandes, los machos, son temibles con el
machete cuando es que quieren cogerse a sus pendejas, y no quieren quilombos.
Prefieren si van a cogérselas porque los recalienta la pendeja atacarla cuando
anda boludeando en el borde último de luz tenue de vela o de fogata o de luna y
ellos la eligen, la siguen con sigilo y en un descuido la atrapan al toque la
llevan hasta un yuyal y mientras la pendeja patalea asfixiándose les van
metiendo cuando pueden los dedos en la concha y el culo y también la chupan si
pueden y después la tiran en el suelo y se la recogen por la concha y el orto
hasta partirla a vergazos y después la liquidan de una patada en la cabeza, o
se la aplastan con una piedra, lo que tengan a mano, y otra vez se la cogen,
pero la zorrita no reacciona ya porque tiene la cabeza hecha pulpa de sesos y
sangre con los huesos a la vista, y de tan calientes se pajean sobre esa masa
que ya no late y acaban mientras oyen los alaridos de Los Zorros que ya
salieron a buscar a la que notaron que falta, a la que no supieron cuidar y que
ahora está masacrada. Entonces huyen, impasibles, para el lado de las vías
muertas hacia el bosque y de ahí hasta el alambrado que les corta la llegada al
Aeropuerto Internacional, borrándose hasta que a Los Zorros se les pase la
furia, ellos también recontra cogiéndose y masacrando a cuanto pendejo del
rancherío se les cruce para vengar a la pendeja zorra muerta, y así, hasta que
se tranquilizan. Eso llevará un tiempo, lo saben, pero igual van a estar
pegando la vuelta cuando la luna baje un poco, porque tienen que descansar para
atender el boliche luego, pero ahora, mientras caminan insomnes por las vías
muertas echando un vapor de hielo por las narices, con las pijas duras con
restos de leche pastosa, y con las pelotas hinchadas, huelen en las manos
cuando se manosean la chota, y lo huelen, el olor de la sangre de la pendeja
reventada y un poco de olor a concha y ansían cruzar el puente de vías por
encima del río (o arroyo), para después meterse en la picada de yuyales altos
entre los primeros árboles del bosque y ahí hacerse una paja antes de lanzarse
enloquecidos en lo más denso del bosque denso, donde cuelgan los cadáveres a
veces frescos a veces putrefactos en distintos grados depende del momento en
que fueron colgados, y también los pozos con restos de los ejecutados por la
metralla de los Oficiales de Justicia Militarizados que custodian el Aeropuerto
Internacional. Todo eso en un frío aterrador, pero no lo saben, de tan
enloquecidos e imperturbables, da lo mismo, hasta que en un momento, ellos no
saben cuándo pero lo ansían, se detienen en seco, mudos, cuando escuchan las
turbinas y ven también lejísimo como un punto incandescente la luz del
Boeing que está a punto a aterrizar en el Aeropuerto Internacional. Así también
lo ven acercarse hasta que ya lo tienen encima. Por lo general el lugar donde
quedan paralizados coincide con un punto que les permite ver entre el ramaje de
los árboles altos del bosque denso las particularidades de los rostros de los
pasajeros del Boeing que miran desde las ventanillas la oscuridad cuando pasa
rasando las copas de los árboles, ya que están capacitados para recibir y
apreciar en éxtasis esas imágenes. El bramido ensordecedor del Boeing al paso
hace temblar sus cuerpos dislocados y se sienten como si estuviesen enfermos.
Cuando pasó, desfallecen sobre la hojarasca pero inmediatamente salen del
trance entre convulsiones y se reincorporan y vuelven a correr enloquecidos y
jadeantes por un sendero invisible de fosforescencias que los conducirá
indefectiblemente al lugar exacto desde donde cuerpo a tierra se encuadrarán
con la línea de la pista del Aeropuerto Internacional, un buen rato, casi
siempre hasta que vean aterrizar cuatro o cinco, no más, porque tienen que
pegar la vuelta para descansar y atender el boliche. Nunca dormitan ni duermen
ahí, ya que están ahí para ver aterrizar a los aviones desde la última línea
del alambrado de púas, el último límite que nunca cruzaron y que jamás cruzarán
porque no les interesa. Eso hacen y nada les importa porque llegaron a
destino. A veces cuando andan en esa de escabullirse de Los Zorros por haber
masacrado una zorrita, o no, porque nada más salieron a perderse, se cruzan con
la patrulla de los Oficiales de Justicia Militarizados que patrullan o ejecutan
en el bosque y en el bosque denso. Los Oficiales de Justicia, a pesar de tener
órdenes estrictas de ejecutar inmediatamente a cualquier individuo que merodee
o se encuentre allí, en cuanto los reconocen los saludan secamente y con
respeto. Ellos también porque casi siempre la patrulla está integrada en
su mayoría por los Amigos Parcos. Así brevemente porque ellos tienen sus
asuntos y los Oficiales de Justicia deben seguir patrullando el bosque, se
convidan cigarrillos, fuman e intercambian novedades y partes. Antes de
terminar los cigarrillos se despiden, siempre con la promesa de encontrarse a
cerrar transas en el boliche, en cualquier momento. Eso es cuando van y a veces
también cuando vuelven, pero no siempre, sólo a veces, hacia o desde el
Aeropuerto Internacional. Las veces cuando vuelven siempre es con la excitación
de haber recibido el impacto en el pecho de la vibración de las turbinas del
Boeing, el aturdimiento total: regresan ajustados, de alguna manera renovados;
eso y también todavía con la hediondez encima de los cadáveres podridos de
humanos machos y hembras cuyos sesos y vísceras vieron desparramados también en
distintos grados de putrefacción siendo devorados por los pájaros y los gusanos
y demás vida del bosque denso: hasta los árboles, les consta, se nutren de esos
restos y el follaje late.
diciembre 2016/febrero 2017