16.2.19

Secuelas, por Natalia Lenart




Tati

Es casi imposible no fruncir la nariz. Aprieto los dientes con una mordida despareja. Su rostro está plagado de verrugas. Una mujer con la cara cubierta de protuberancias. La pareja de mi madre. Miro por la ventana, no hay nubes. El cielo celeste como el repasador que está sobre la mesada. Un poco desteñido por la lavandina. No quiero voltear la cabeza. Le hablo y la escucho de costado. Ella me mira muy  cómoda desde la silla que está frente al televisor. Igual las puedo ver. Son demasiado grandes. Hago la respiración de yoga. Inflo el abdomen. Suelto el aire despacio. Un poquito por una narina. Otro poco por la otra.
–Estaría bueno que vengas –me dice.
–¿A dónde? Perdón, sí, sí, voy a ir. Me distraje con los pájaros.
Sin pensarlo mis ojos están otra vez clavados en ella. Nunca está cuando vengo a la casa de mi madre. Apoya las manos sobre la mesa. Por Dios, están llenas de verrugas. Me tapo la boca con la mano. Siento que lo hace a propósito. Me levanto y busco un vaso. Me sirvo agua y le ofrezco. Cuando la pregunta ya había llegado a sus oídos, veo mi vaso y el de ella sobre la mesa con agua. Nuestras miradas se encuentran. Arquea las cejas. La frente se frunce. Las verrugas se agrupan y forman una gigante. Me siento cada vez peor. Me voy al patio. Respiro, respiro, respiro. La puerta está abierta pero la cortina plástica de colores, me tapa. Regreso con un limón que encontré cerca de la pileta. Lo corto a la mitad y luego en gajos. Me llevo uno a la boca. Como cuando era chica que convertía mi dentadura en un solo color, sonrisa naranja. Esta vez con un limón. Aprieto los ojos y el gajo contra mis dientes. Mi cara se deforma. Abro y cierro los ojos rítmicamente. Abro la boca y saco la lengua. Ella me mira, qué horror dice. Peor es tu cara tengo ganas de decirle. Pobre, lo mío es transitorio. No quiero tratarla mal. Es buena, soy yo, no lo puedo evitar. Ella me fue a buscar cuando hubo paro de transporte. Era de noche y me dormí durante el viaje. Me dejó en mi casa y siguió. El sonido de unos aplausos nos hace dejar de mirarnos con asco. Es el vecino que necesita que saque el auto del garaje. Está un poco nervioso. Su voz se propaga con cierto olor a vino tinto. Cuando regreso ella no está en la cocina. Me alivia que se haya ido al cuarto. Lavo los vasos. Guardo la otra mitad del limón en la heladera y los gajos también. Enciendo el televisor y me quedo dormida con el mentón incrustado en el pecho, los brazos cruzados sobre mi panza. Abro los ojos y ella me está mirando.
–Te quedaste dormida.
Me acomodo en la silla. Me refriego los ojos. Con la mano siento algo húmedo cerca de la boca.
–Te babeaste. Me dice y se da la vuelta, moviendo la cabeza.
–Tomá una servilleta. La agarro y me voy al baño.
–Tu mamá ya debe estar por llegar. ¿Te vas a bañar?
–estúpida
El baño se llenó de vapor, prendo el extractor y hago un círculo con la mano para verme. En el costado izquierdo empañado escribo “verruga maldita”. Mientras me voy secando el cuerpo me observo en él. Me acerco, giro la cabeza. Perfil derecho. Perfil izquierdo. De frente estiro el cuello y enfrento mi rostro con mi doble. Tengo uñas muy pequeñas. Para nada parecidas a las de ella. Escucho que están hablando en el comedor. Dejo de mirarme y comienzo a vestirme rápido.
–Abril, ¿llegó Tati? Es la voz de mi madre.
–¡Hola, Félix! Pará, no me empujes. Yo también te extraño.
–¡Félix afuera!
–Dejalo Abril. No me molesta. Vamos, afuera, Félix. Me siento en un banco que es un tronco. Él se acomoda con sus cuatro patas, se  desparrama al lado mío. Lo acaricio y le revuelvo el pelo.
Tac, tac, tac, tac. Mamá está viniendo con nosotros. Me levanto y la guío hasta el otro tronco. Pliega el bastón. Félix se va al lado de ella. Perro comprometido como ninguno. No quiero llorar. Aunque ella no me ve. Mi voz me delataría. No acepto que por la diabetes haya quedado así. Ella pareciera que sí, hasta se enamoró. Tuvo suerte Abril.
–¿Cómo estás, Tati?
–Bien, ma. Encojo los hombros. A ella sí le miro la cara. Es bella. Piel morena, boca grande, nariz pequeña. Su cabello, el marco de la cara, hasta los hombros con las puntas sanas. Cada vez que estamos juntas le pregunto cómo me recuerda. Hace diez años que no me ve. Tengo veinte. Me recuerda con zapatos ortopédicos, una trenza cocida. Peinado que me lo siguió repitiendo hasta los doce. Yo le decía que ahora le salía mejor que antes. Se ponía tan feliz. Horrible me quedaba. En la escuela se reían y me cargaban. Yo los ignoraba. No entendían nada. Hay que hacer una trenza cocida. Me la hizo una ciega les decía. Boludos.
–¡Vamos, chicas! ¿Ya están listas?
–¡Sí, amor! ¿Vamos, Tati?
–Tati, te olvidaste de colgar la toalla y de limpiar el espejo. Me quedé quieta en el lugar. Ya fue.
Le tomo la mano a mamá y la pongo sobre mi hombro. Mientras tanto con la otra despliega el bastón. Félix nos sigue. Entramos al comedor. Agarro mi mochila y guardo todo lo que había traído el día anterior. Después del teatro me voy a mi casa. Elevo mis hombros, miro a Abril y le digo, vamos. Desde que ella descubrió teatro leído, una vez por mes lleva a mamá. Es la primera vez que las acompaño. Mi auto es de tres puertas. Abril atrás. Mamá al lado mío. Ya tiene los movimientos bien calculados. Sabe cuándo tiene que agacharse.
Ella le posa la mano sobre el hombro. Mamá  la toma y la besa. Sus labios tocan todos esos bultos carnosos. Temblores en mis piernas. Tengo seca la boca. No produzco saliva. Los mismos síntomas de siempre. Esta vez respiro profundo, profundo. Hago pausas de cuatro segundos en cada exhalación.
A veces tengo ganas de decirle que se está aprovechando de mi madre. Pongo un cd de cumbia.
–Tati, ¿no hay otra música? A Abril no le gusta.
–No, solo escucho cumbia. La radio no funciona.
Llegamos. La cara de traste de Abril me hace sentir mejor. Las dejo en la entrada y busco estacionamiento. Vuelvo con paso ligero, casi al trote. El auto quedó a ocho cuadras. No quiero mirarlas. Mamá le acaricia la cara. Ella le zampa un beso en la boca. El flaco que está en frente las mira con cara de espanto. Tira el cigarrillo y escupe al piso. Qué idiota. Mi vieja está enamorada y cuál es el problema.
–¿Entramos?
–Tomá las entradas, Tati.
–Gracias, Abril. Abrazo a mi madre. No me importa nada.
Se apagan las luces del teatro. Se enciende el escenario. La obra comienza. La miro, sonrío levemente y cierro los ojos.
                                                                                                                                                                                                                                                     
Inimputables

Ya está. Desciende de a poco, sobre las dos sogas gruesas, secas y deshilachadas en las puntas, a un metro y medio de profundidad. Se choca con las paredes del pozo. Toca el fondo. Los que se animan toman un poco de tierra y se la arrojan. Mutismo absoluto, sonido de las chicharras y de narices moqueando. Después de un rato, dos de los municipales comienzan a palear con seriedad, son el centro de atención. Luego clavan las palas al costado, agarran las tres coronas y las tiran sobre el pozo ya cubierto (una sobre la otra). Ahora sí está bajo tierra, más fresco que nosotros. Juana llora, se seca las mejillas con las dos manos, saborea los mocos líquidos con la lengua. Mi primo, “el ruso”, la abraza y fija su mirada a las  coronas (sobrinos, hijo, compañeros). Tiene los ojos colorados y la cara también, esta vez por el sol. Es alcohólico: cuando se emborracha, el color es un rojo un poco más morado. El rojo de ahora es tirando más a rosado. El abuelo se acerca a nosotras, comienza a despedir gases (pedos). Lo miramos y se escapa una risotada de nuestras bocas. Es el momento más tétrico (creo) nunca más íbamos a ver al tío. Y el abuelo nos hace esto.
–Me hicieron mal los sándwich –lo dice de costado con una sonrisita y remata–. No hay una puta sombra.
–No podés –le dijo mi hermana moviendo la cabeza.
El olor es lo peor de todo, osamenta varada, dijo Mica (mi hermana) por lo bajo. Estábamos al costado, ni tan cerca ni tan lejos de la fosa. No creo que la baranda se haya dispersado, hay poco viento. La carcajada sí se explayó un poco más, hasta donde está la tía, que nos mira fijo sin pestañar y  se deja caer. Flexiona las piernas y las rodillas se estampan sobre la tierra fresca.
–Qué voy hacer, qué voy hacer. 
Otra vez, el ruso, entra en acción. Atraviesa  su brazo por debajo de la axila y trata de levantarla. Ella pone resistencia. Él, cada vez más colorado. Su madre se había hecho un bypass gástrico hacía más de un mes. Las manos del ruso desaparecen entre los colgajos. Está a punto de putearla (lo conozco a mi primo).
Entre los presentes, un vecino se acerca y la toma por debajo de la otra axila.
–Vamos, Juanita, arriba –la gordita está clavada.
Uuuh, empezó a manotear tierra, llena la palma, cierra el puño, y la vuelve a tirar sin fuerza. El ruso cada vez más colorado e hinchado.
–Circo puro –susurra Micaela.
–Basta vieja, carajo –le dice mi primo.
–Vamos tía –me mira, tiene la mirada midriática. Me hizo recordar a mi primo cuando lo encontré en la plaza con unos amigos y mi hermana.
Micaela sigue al lado mío, me codea.
–Está fuera de foco –me dice por lo bajo.
Con velocidad giro la cabeza y le dedico a mi hermana una mirada virulenta. Respiro hondo.
Los ajenos al entierro participan del espectáculo mientras riegan el pasto amarillo. Otros, arrodillados, que arrancan con las manos el yuyo crecido de sus muertos (no parecen conmovidos).
Uno de la funeraria se nos arrima (chofer).
–En cinco minutos salimos. No sé quién vuelve con nosotros.
–Ella, ella –dice Micaela. Se acerca al ruso y le dice al oído:
–Aprovechemos ahora que logró pararse.
Juana empieza a caminar con un paso descoordinado. Se flamea todo su cuerpo, como un flan, servido en un platito de cerámica. Se sostiene del antebrazo del vecino y con el antebrazo del hijo. El chofer le abre la puerta. De culata sube al auto, por la otra puerta se sube la hermana. El ruso va adelante, antes nos pide que vayamos a su casa con el abuelo.
–Allá está el viejo, echando humo, dónde habrá conseguido puchos.
–No importa, Micaela, ahora eso.
–Mirá cómo le mira el culo a esa chica.
Recién ahora nos ve (o se hacía que no nos veía) hace seña con el brazo, como saludándonos.
–¿Cómo estás, abuelo?
–Bien, bien. ¿Vamos?
–Abuelo, ¿tenés un pucho? Le pregunta Micaela.
–No.
 El auto está cerca de la capilla, es un tramo largo. En el trayecto vamos en silencio. Hay bastante gente en el cementerio por ser martes. Se ve que están esperando algunos más, hay tres pozos recién cavados. Nacemos para morir escuché una vez decir en la radio a un filósofo. El abuelo se detiene y me pregunta si es acá donde está enterrada la abuela. Con el seño fruncido me mira Micaela haciendo montoncito con los dedos. Apoyo disimuladamente mi dedo índice sobre mis labios.
–¡Qué suerte! El auto estuvo a la sombra. Abuelo, vení adelante, es más fácil para subir.
Bajamos las ventanillas, ayudo al abuelo a ponerse el cinturón.

La tía está picando cebolla, el aceite en la sartén se calienta. Estela (mi otra tía) está sentada a la punta de la mesa, tomando mate amargo con un pedazo de pan. La pava está destapada y larga  vapor. El abuelo se sienta al lado de ella. Llega el ruso. Saca de la bolsa dos cajas de vino, dos cervezas y una soda.
–¿Hay algo para picar, Juana? Se da vuelta y lo mira. No le contesta.
De fondo se escucha, Julio, Julio.
–Sí, abuelo. Le contesta el ruso.
La cebolla comienza a crepitar. Otra vez, empieza a llorar, se sienta y apoya su cabeza sobre el borde de la mesa, los brazos colgando al costado de su cuerpo. El ruso ya se clavó la cerveza y el abuelo tiene el vaso lleno.
–Hay que jugarle al muerto. ¿Sabés qué número salió hoy a la nacional del medio día, Estela?
Nos miramos. Uno a uno nos fuimos preparando, menos Juana, que seguía con la frente planchada a la mesa.
–¿Cuántos años tenía Julio? –pregunta el abuelo.
–Hay que jugarle los años y hacer redoblona con el día que murió. Acota el ruso.
–No, mejor la fecha de nacimiento y el día de la muerte.
–Basta, viejo boludo –dice Juana mientras levanta la cabeza, apoya las dos manos a la mesa, empuja la silla hacia atrás. Las patas de la silla rechinan.
Julio, Julio, Julio.
Micaela me hace seña con los dedos como si tuviera un cigarrillo entre ellos. Con la mano le digo que espere.
Se toma de un solo trago la cerveza y apoya el vaso, el sonido del vidrio con el vidrio es fuerte. Pide que le sirva más. Damián (el ruso) saca de la heladera el tetrabrik blanco y la soda.  No le gusta compartir la cerveza.
–Sin soda, puro me gusta.
–Tía se te va a quemar la cebolla. Titubea Micaela.
Julio, Julio.
–Que se queme. Contesta inmóvil desde la silla (tildada).
Estela se levanta, toma la pava, el mate y las migas. Acomoda todo en la mesada, abre el cajón del aparador y saca el mantel. Apaga el fuego. La tía va al baño, su trasero se bambolea para un lado y para el otro. El abuelo se lo observa, con una ceja levantada y la otra en su lugar (no sé cómo lo hace). Cierra la puerta del baño, el golpe repercute en los vidrios.
Desde la cocina escuchamos el llanto.
–Te desubicaste, abuelo.
–Pasame el vino.
De fondo Julio, Julio, Julio.
–Qué loro de mierda –dice  Estela  y le revolea por la ventana una cebolla. Buenos reflejos del loro. El cebollazo rozó el aro. Ahora el pajarraco se hamaca.
Sigo a Micaela y nos sentamos sobre el tapial de la vecina. Ella tiene un porro en una mano y en la otra un cigarrillo común. Me da a elegir. Amago que voy por el porrito, pero sabe que no me gusta (me da miedo fumar marihuana). Lo fuma con tantas ganas, lo disfruta y comienza hablar del tío. Trato de escucharla, pero el olor me incomoda, aunque ese aroma dulzón me atrae. Pasa la señora de Neveu por la vereda de enfrente y nos saluda. Creo que no se anima a cruzar, no la vi en el cementerio. Micaela me codea y le da la última pitada. Yo voy un poco más por la mitad.
–¿Le pido al ruso un vaso de cerveza, Paula?
–No, paso.
–Sos un embole.
–¡¡¡Hola, chicas!!! –aparece el ruso, en cuero, con su pecho lampiño y blanco. La panza prominente como las piñatas de cumpleaños, bien redonda, tirante. De esas que te dan ganas de reventar. Piernas muy flacas y largas. En su mano derecha el porrón empañado, lleno, con unos maníes flotando entre la espuma. Soba su barriga, de forma circular. Si estuviera embarazado (es una panza de siete meses, por lo menos) le hubiera dicho que dejara de hacer eso. Micaela le mira el vaso, su lengua se desparrama  entre sus labios.
–Ruso, ¿me convidás un trago? –Micaela le dice extendiendo el brazo.
–Sí, un traguito, eh –la espera con el brazo estirado (por la dudas).
–Dale, dale.
–Pará que agarro unos maníes –la lengua de Micaela no atrapa ninguno, mete dos dedos (índice y mayor), no puede, se manda otro trago. Damián se lo arrebata a lo ruso y vuelca un poco de cerveza. Mira el vaso (le quedaba menos de la mitad), la putea.
–Bueno, che, tenía sed. Se limpia la boca con la mano.
–¿Cómo están adentro? Le pregunto. Está tan caliente que no me contesta. Me asomo y todo parece muy tranquilo.
–El abuelo sigue sentado, mirando televisión (el sorteo de las quinielas), la tía Estela está terminando de cocinar y mi vieja se acostó –Me contesta después de un rato mientras gira el vaso para un lado y para el otro.
–¡Qué bajón! dice Micaela.
–Y sí, se murió el tío, es un bajón. Le respondo mientras contemplo una hilera de hormigas negras apuradas, que llevan insignificantes pedazos de hojas. Se deben sentir robustas, “super poderosas”.
–Sí, estamos de duelo, loca. Afirma el ruso.
Nos quedamos callados los tres. De fondo (bastante más del fondo), Julio, Julio. Comenzamos a reírnos,  con discreción, entre las risas, eructo soprano del ruso. Ahora sí, son carcajadas, horribles, escandalosas, frenéticas. Exorcismo. Los cuerpos se sacuden, “irrespetuosos epilépticos”. Nos tapamos las bocas con las dos manos (menos el ruso) para controlarnos, los ojos achinados (loquísimos).  Poco a poco va disminuyendo el frenesí. Nos calmamos. Percibo el sonido de una amoladora, no muy lejos de nosotros, me deprime ese ruido. Cuando encontré inconsciente a Clavito (perro cocker de mi infancia) en el patio, papá estaba usando una.
–¿Tenés? –le pregunta el ruso a Mica uniendo el dedo pulgar e índice cerca de la boca. Entre el espacio de esos dedos se forma algo parecido a un triángulo romboide.
–Obvio.
–¡Drogones! –les digo y me voy para adentro.
–Amarga. Me gritan (a dúo), cómplices se  ríen. Igual los quiero.
El abuelo se durmió sentado. Estela está en el fondo hablando con el loro. Juana tiene toda la cama para ella. Entorno la puerta de su dormitorio, pobre tío, podría haber muerto aplastado.