21.9.18

Maorí, por Sebastián Pau



La señora alta entró a la disquería tan cautelosa, que recordé a esas personas que vivieron siempre en el campo y llegadas a la ciudad por primera vez, adentro de un negocio curiosean el lugar con un respeto extraordinario. La mujer tenía la piel morena y clara, el pelo llovido de unos dreadlocks muy finos, ropa de invierno marrón y blanco agrisado. Daba pasos largos, dubitativos y le pregunté si necesitaba ayuda. Con un gesto risueño de no entenderme y en un inglés incompleto, me preguntó si hablaba inglés. Dijo que era de Nueva Zelanda y estaba buscando música argentina, cantos de indios, para su hermano músico. Cuando dijo Nueva Zelanda, pensé en mi hermana. Mayte hacía meses que se había ido a trabajar allí y recorrer. ¡Nueva Zelanda! exclamé, mi hermana está allá! ¿Y qué hace tu hermana? Preguntó ¿En qué parte? No supe qué contestar y me fijé en Facebook para leer sus posteos, leí los nombres de sus últimas fotos. La mujer conocía uno de los sitios, el lago Rotoíti. Me llamo Ngaromoana, soy maorí, dijo llevándose una mano al pecho aunque sin tocarlo. Me contó que vivía en una pequeña isla con nombre de pájaro, un pájaro con el pico y las patas negras y que ellos comían lo mismo que esos pájaros. Las palabras en maorí resultaban de una sonoridad tan bella, que al instante de las oírlas yo trataba imitarla. Había en Ngaromoana una resonancia corporal al pronunciarlas, y eso no lo pude asimilar.

Fuimos hasta la batea de folclore y me senté en el banquito a revisar, consciente de que lo que ella quería, cantos tribales, no existe o no lo teníamos. Ngaromoana permanecía de pie mientras yo separaba discos por el color de la tapa y sus nombres. Le expliqué que en Argentina es más fácil toparte con discos de tribus africanas, conjuntos del Paraguay o marchas alemanas, que con registros de pueblos originarios. Ngaromoana, le dije, nuestros indios no llegaron a grabar, básicamente porque los mataron a todos, lo más parecido a lo que vos buscás son estos descendientes haciendo folklore, aunque todo dentro de un marco andino. Vos querés algo tribal, y eso no hay, igual vamos a elegir varios y los probamos. Le atraían la mayoría de las tapas y de repente me mostraba uno, preguntaba toda feliz: ¿No indios? No, Ngaromoana, ellos tampoco son indios, igual los vamos a escuchar, algo vamos a encontrar, te prometo.

Al final se decidió por dos y propuso que yo eligiera otro. Ya sé lo qué hacer, me dijo. Le alcancé uno bastante menos obvio, de tapa gris con el nombre en el medio y en una tipografía de un bermellón oscuro, descolorido por el tiempo. Lo puso al costado de los demás y alineó a todos dejando un espacio proporcional, como naipes a punto de ser leídos. Te voy a enseñar algo, dijo mirándome de un modo maternal, mirá bien. Reparé en la pulsera de su mano derecha que estaba cerca mío y en el aire como la otra. Esa misma mano que se había llevado al pecho. El aro de cobre tenía dos centímetros de ancho y una ondulación en el medio que terminaba en un vértice redondeado. Ngaromoana se paró frente a los discos y colocó las manos sobre ellos, acariciando las llamas de un fuego invisible, parejo. Los observaba a los tres y sentí que iba a elegir el que le había recomendado. Cerró los ojos. Momentos después conectó agudamente con él, parecía que lo había vuelto a encontrar después de toda una vida. ¡Llevo este!, dijo y por poco salta de alegría con el disco en la mano.

En el mostrador me dio los dos billetes que costaba el disco y otro más, este es para vos, dijo. No, no es necesario. Es que quiero pedirte que le mandes a mi hermano música que creas que le va a gustar. Está bien, pero no hace falta el dinero. Por favor, dijo, y me dio un papelito con el nombre y dirección de su hermano. Le dije que lo buscáramos en Facebook, que viniera al otro lado del mostrador para asegurarnos de que era él. Lo encontramos rápido. En la foto de portada había un centenar de personas reunidas al aire libre, los más viejos sentados adelante. Su casamiento, dijo ella. Y vos dónde estás, pregunté sin lograr identificarla en la multitud. Ngaromoana rió, no salgo en todas las fotos. Sí, me imaginé. ¿Sólo en algunas, no? Sí. ¿Y supongo que no tenés Facebook? No, yo otra cosa. Reímos y sacó un cuaderno dorado de tapa dura para que escribiera mi nombre y email. Le dije que tenía un muy buen cuaderno y mientras ella pasó las hojas buscando una en blanco, noté que escribía bastante. Soy poeta, dijo al indicarme un espacio libre y me extendió el cuaderno. También pinto, aunque estoy acá por mi hijo. Vino a competir a un torneo de taekwondo. Cuando le devolví su cuaderno con mis datos me preguntó la hora. Las doce y media, dije. ¡Me tengo que ir!, ¡Adiós! Salió tan apurada que olvidó la bolsa con el disco.

Tras su partida me quedó una sensación de bienestar, un paisaje de montañas y llanuras que se disolvió en segundos. Asumí que no regresaría, por lo general sucede eso con los turistas que se van a las prisas. De cualquier modo dejé su bolsa en el cajón de las reservas, y le pegué un cartelito de “se lo olvidó”.

Ngaromoana y su hijo volvieron horas después. Sonreían desde la puerta y salí con él disco. Mirá sus medallas, dijo ella radiante, él es el campeón. El adolescente parecía un rugbier y lo saludé. Respondió con los ojos, un ligero movimiento de los labios.
Y entonces Ngaromoana dijo “he is soft, he doesnt speak, but his soft”. Él es suave, él no habla, pero es suave. Y le acarició el hombro. El segundo suave no significaba suave sino tierno y traté de no sentir compasión. Le pregunté al chico si podía escuchar. Asintió con su cabeza y el grueso cuello. Lo felicité por las medallas y di unos puñetazos al aire, vi su sonrisa. Saqué tres fotos para que por lo menos una quedara bien. Nos abrazamos y se fueron con el disco.