“A
los insectos no les atrae la llama de las velas, sino la luz que está más allá
del fuego. Sin embargo se consumen en un chisporroteo por su ansiedad de llegar
al otro lado”
Michael
Cunningham, Cuando cae la noche,
2010.
Me casé
y me divorcié demasiado joven. A los 23 ya estaba pegado a Claudia y esperando
hijos. Claudia ―ahora mi ex― estaba embarazada de mellizos. La conocí en el
secundario y fuimos novios desde entonces. Fuimos prolijos y constantes. Con
ella egresé del colegio, con ella me salvé de la colimba, con ella me convertí
en historiador y con ella fui el autor de dos pequeños delincuentes. No lo digo
en broma. Con ella conocí Nueva York y armamos una casita por Temperley, con kichenette, patio trasero y un perro al
que llamamos Iván, porque destrozó todo lo que tuvo a su alcance. Tuvimos
amigos en común que finalmente se quedaron de su lado y que no tardé mucho en
dejar de extrañar. Tampoco extrañé a mis suegros que, como era previsible,
acabaron por odiarme. Ella, aunque se tentó por incursionar en otras
profesiones (medicina, abogacía, administración de empresas), terminó
recibiéndose de psicoanalista y enganchándose con su terapeuta. Tuvo suerte.
Con la mía sólo conseguí acumular deudas y culpar a todo lo que me rodeaba de mis
propias limitaciones. Abandoné el tratamiento cuando me sugirió una psiquiatra
equis y una batería de antidepresivos. Me separé en mi mejor momento: 1) el
bigote me quedaba fantástico. 2) Los chicos, saludables y prometedores,
empezaban su primer grado. 3) En el instituto donde trabajaba me habían
ascendido a coordinador de área y 4) contaba con un pequeño excedente de dinero
que me habían dado mis padres. Habían vendido la casa en donde crecí y se
instalaron en un chalecito mucho más modesto en Bahía Blanca, cerca de una de
mis hermanas. Pero esos logros los disfruté, por decirlo de alguna manera, a
solas: me mudé a un departamento de dos ambientes en el centro y mis ahorros y
mi sueldo fueron para que Claudia educara, alimentara y vistiera a Juan y Martín,
los mellizos. Eso según ella, porque los chicos, ya van a ver, carecieron de
esos tres principios ―y de otros. Uno de los cuartos iba a ser para ellos, pero
se fue llenando de otras cosas, como por ejemplo un ventilador chueco y
ruidoso, una tele que había que reparar, sillas plegables que no usaba, una
valija con ropa, una bici desinflada y un inflador retro entre otros objetos
que eran todos promesas incumplidas. A los chicos los vi muy poco porque
Claudia acaparó la tenencia durante mucho tiempo. Me perdí toda su primaria y
buena parte del secundario. Hoy ya cumplieron los quince y están terminando
tercero. En rigor están tratando de terminar tercero por segunda vez porque
repitieron. Son todo un caso, o mejor dicho, dos. Fui a alguna que otra reunión
de padres o ceremonia de fin de año, pero como pasaba desapercibido, dejé de
ir. Pero en fin, hablo con mucho encono al respecto, y me lo permito, porque
nunca quedaron bien las cosas con los chicos, con Claudia, ni con Matías, el
terapeuta con el que se volvió a casar. La perversa me mandó la invitación por
correo con el claro pedido de que no vaya. En ese casamiento tocaron Los
Pericos, un grupo que según tenía entendido, Claudia detestaba. Como notarán,
descubrí mucho en esos años. Pero hay más. Durante esos diez años viví una vida
chata y mediocre. Ni siquiera común, porque común o normal implicaría un tipo
de convencimiento, cosa que en mi caso no sucedió. No hasta mucho tiempo
después. En esa época no tenía ganas de nada y ni siquiera tuve la iniciativa
de poner cable en el departamento. Viví distanciado de todo y en una nube
errante que no hacía más que aislarme de lo que me rodeaba. Me dejé la barba y
cuando se volvió insoportable me la corté a tijeretazos limpios. En el trabajo
puse el automático y fui cumplidor sin llamar la atención. Si Claudia o Matías
me traían a Juan y Martín era porque irremediablemente ellos no podían
cuidarlos durante alguna salida y conmigo los pobres se aburrían tanto que al
rato estaban pidiéndome irse a la casa con excusas absurdas, como que tenían
que hacer el entrenamiento o los deberes para el colegio, algo absolutamente
inverosímil, porque todos sabíamos lo mal que les iba por ese lado. Una vez,
haciéndome el interesado, les pedí el cuaderno de comunicaciones y como me lo
negaban esperé a que se distrajeran para robárselo de sus mochilas. Los
desgraciados venían falsificando mi firma desde abril. ¿Cómo Claudia no se
había dado cuenta? El hecho es que los vi muy poco y fueron demasiado crueles
conmigo, no sólo por lo de las firmas. Los turros vendieron por Internet los
juguetes que les había comprado para Navidad o el cumpleaños. Operación, El Estanciero, el Simon,
unas cartas Tope y Quartet, los
temerarios, todo, absolutamente todo lo hicieron plata. Ellos me lo contaban con
cierto orgullo, como que era algo que habían aprendido con Matías y los hijos
que Matías había aportado al nuevo hogar. Decían que generaban sus propios
recursos. “¿Y qué hacen con lo que juntan?” pregunté. “Nada” dijo primero Juan.
“Compramos boludeces, ¿no?” agregó Martín cómplice. “Sí, pero de las buenas”.
También era frecuente que se olvidaran de mi cumpleaños y del día del padre. Me
llamaban a los dos días sin disimular en lo más mínimo que “mamá nos pidió que
te llamáramos”. Los mellizos tuvieron que adaptarse a una nueva dinámica
familiar, con medio hermanos, hermanas y una nueva figura paterna que nada
tenía que ver conmigo, llena de estrategias y propuestas lúdicas que toleraba
fracasos escolares y conductas cuestionables. No puedo juzgar a Matías, no sé
qué hubiese tenido que hacer yo si hubiera figurado más. Claudia y Matías
dejaron de mandarme a los chicos cuando se enteraron que tenía porro guardado
en la heladera, dentro de una cajita de madera hermosa, tallada a mano, que
había comprado con ella, en un viaje que habíamos hecho a El Bolsón, para
guardar cualquier otra cosa menos porro. Fueron mis propios hijos los que me
delataron, la sangre de mi sangre, la carne de mi carne, ellos que eran más
adictos que Bob Marley a la marihuana, y que se notaba a la legua que ya habían
probado el éxtasis y el MDA. ¡Las veces que habrán venido con los ojos
afrutillados y colgados en una nube de risas absurdas! Por eso se redujeron aun
más nuestros encuentros y se estableció un vínculo muy raro que volvió todo forzado y denso. Me miraban como si
estuvieran delante de una fotografía con el retrato de un pariente lejano que
tiene algún parecido acá o allá, pero cuestionable, frío, irreal. La de ellos
era una curiosidad efímera, fácilmente reemplazable por la tele, la Play
o cualquier celular con el Candycrush
instalado. Me debían algo de respeto, y lo manifestaban pálidamente, aunque
enseguida pasaban a cualquier otra cosa. Nos veíamos a la salida del colegio
cuando los iba a buscar para llevarlos a una terapia de grupo que les aconsejó
la psicóloga que los atendía y a las mil y una actividades extraescolares que
Claudia y Matías los habían inscrito para tenerlos aturdidos y ocupados.
Claudia no hacía más que complicarme la agenda para liberar la suya y entonces
cuando le venía bien me mandaba un mensaje para estuviera a su disposición como
un esclavo de la colonia. No crean que pude aprovechar para acercarme a los
chicos y recuperar la relación. Yo también lo creía así, pero nada que ver.
Nunca estuvieron más distantes. En cada encuentro les descubría un tatuaje
nuevo, un piercing más o un corte de
pelo extraño, con mechones coloreados de fucsia o azul metálico que se negaban
a comentar. Se vestían como linyeras y hasta emanaban un olor nauseabundo.
Hablábamos muy poco y si lo hacían era porque querían algo de dinero para
cambiar el celular o que los ayude a faltar a esas actividades insoportables.
En eso era lo único en que estábamos de acuerdo. Supe que a Juan le
interpelaban los juegos electrónicos y que alguna vez aventuró un futuro por
ese lado, en cambio Martín era más proclive a lo artístico y me parece que se
quiso comprar, en algún momento, una Fender.
Nada más. Nunca acerté con ellos. Cuando les regalé una chomba a cada uno me
miraron con una desilusión que me partió el alma. Y cuando sugerí comprarles un
skate dijeron casi al unísono “como
al pelotudo de Nahuel”. No sabía bien qué corno hacer cuando estaba con ellos.
En el trabajo no me iba mucho mejor. Lo único que esperaban de mí era una
eficacia mínima para repartir aulas, programas, recursos y horarios. Aproveché
todas las licencias posibles y hasta mentí más de una vez para extenderlas. Ser
coordinador no era nada complicado. Me habían ofrecido alguna suplencia en los
seminarios, cosa que rechacé de plano por no salir de esa comodidad a la que me
había acostumbrado. Cumplía mi horario apoltronado en mi escritorio. Vi cambiar
varias autoridades de turno y personal temporario. Viví la mudanza del edificio
y el cambio de reglamentos. También despedí a quienes se jubilaron con cierta
envidia. No muy convencido, llegué a salir con alguna bedel que estaría
aburrida esperando de mí a un seductor escondido, pero no pasó nada. O sí:
terminé siendo señalado además de como un coordinador inepto como un impotente.
Qué años grises, estancados, eternos sino fuera por la aparición divina de
Sebastián. Somos pareja desde hace dos años. Entró al instituto en el área de
archivos y enseguida reparó en mi estado deplorable. Con la excusa de cambiar
horarios y facilidades se metía en la oficina y me hablaba de cualquier cosa.
Me desafiaba haciéndose el cancherito con su simpatía tan adecuada. Sebastián
es sociólogo y vino para llevar adelante una investigación sobre la pobreza en
algún cordón de la provincia de Buenos Aires. Se la pasaba diseñando encuestas,
mapas y estadísticas. Armaba equipo con otra gente y a veces salían a hacer
estudios de campo. Sebastián era gay desde chiquito y aunque siempre fue muy
discreto, había algo que lo delataba. Igual, eso no lo preocupaba en lo más
mínimo. Era diplomático, educado y muy cortés. Usaba perfume y no decía malas
palabras. Aunque teníamos la misma edad parecía más chico porque se vestía muy
bien. Sabía combinar colores y texturas, como decía él. Estaba en forma pero
tenía la cabeza rapada porque prácticamente se estaba quedando pelado. Yo no,
tenía en ese entonces una porra abundante y enmarañada. Sebastián me tiró onda
al toque y empezamos a salir. No tengo muy claro cómo se dio ese proceso, pero
se dio de manera clara y ascendente y un día, quiero decir, una noche, en el
cine nos dimos la mano y terminamos a los besos en el ascensor de su edificio.
En un punto me rescató, me salvó y agradezco que aún no cambie de parecer.
Tiene auto, le gusta salir a acampar y fuimos varias veces a Chascomús, a Entre
Ríos y a Corrientes porque es fanático del agua, de los esteros y de los
animales. Yo sigo siendo un gruñón, un acomplejado y sólo puedo admitir que me
encanta estar con él, porque no sólo no me causa ningún problema sino que todo
lo que genera son fantasías para que las cosas, las que sean, fluyan y
circulen. Me emborracha con licores caseros, me deja fumar como un empedernido
y hasta me está por convencer de empezar un postítulo. Pero ni loco. Gracias a
él descubrí que tengo un oído casi arruinado y que pronto voy a tener que
adaptarme a un audífono. Toma cualquier circunstancia con naturalidad y tiene
la manía de celebrarlo todo. “Brindemos por tu oído sano” dijo en esa
oportunidad. Sebastián me cuida con una obsesión tolerante, le interesa lo que
soy y lo que fui. Está particularmente desesperado por conocer a los mellizos y
estoy seguro que con ese don que tiene y su capacidad innata podría motivarlos
y pulirlos hasta que brillen. Claudia y Matías no saben que estoy con él y la
verdad, a esta altura, no me importa. Que espabilen. Por eso esta Semana Santa
decidí llevar a Juan y a Martín de campamento al Palmar y pasar allá, los tres,
sin Sebastián ni acompañantes, un fin de semana sólo para nosotros, relajado y
tranquilo, con el único plan de resolver en el momento lo que haya que resolver
según nuestras ganas, dependiendo de lo que vaya surgiendo. Voy a dejar que
hagan lo que quieran. Y de última, si no da, nos volvemos. Les compré una carpa
iglú que si quieren se la van a poder quedar y unas bolsas de dormir que son de
una tecnología sublime que parecen sarcófagos egipcios, súper acolchados y a
prueba de balas. Voy a esperar el momento adecuado para contarles que estoy con
Sebastián, que el auto es de él, que quisiéramos vivir juntos y que si lo
desean pueden venirse con nosotros. Que sólo tendríamos que respetar algunas
normas comunes porque Sebastián es recontra ordenado y es un gay de pura cepa,
y que yo estoy todavía aprendiendo, pero que no lo dejaría por nada del mundo.
Los invité por msn y le pidieron
permiso a Claudia, que supongo que harta de estos adolescentes inadaptados, y
con mil cosas que hacer en la casa, asintió complacida. Los chicos también
aceptaron la salida lo más bien, con la condición de que los dejara manejar en
la ruta. Les dije que sí, pero que como el auto no era mío sólo lo podrían
hacer en algún lugar muy descampado y seguro. Me pusieron una carita triste
pero al toque escribieron “Bueno, está bien” y ayer se aparecieron con sus
mochilas escolares Stronghorse negras,
escritas con biromes y liquid paper
prácticamente vacías o sin lo mínimo para el campamento. Entraron cansados
(Juan tiene esa manía de arrastrar los pies como si tuviese mil años y Martín
bosteza con la discreción de un hipopótamo) y fueron directo a tirarse en mi
cama a ver tele. Ponen esos programas de crímenes y asesinatos que después no
los dejan dormir. Les llevé los regalos. Los agradecieron con algo de
escepticismo tal como era de esperar. “¿Qué van a llevarse?” pregunté desde
lejos. Me señalaron desde la cama sus celulares, cargadores y auriculares que
habían desplegado sobre el acolchado. Me pareció muy bien porque así podrían
hacer lo que quisieran sin molestar a nadie. Después pedimos un par de pizzas y
los dejé tomar un poco de cerveza. Hablaban entre ellos de cosas que no
entendía nada pero no me preocupé. Utilizaron un argot típico de ellos,
indescifrable, que adquirieron desde hacía tiempo y compartían con algunos
compañeros. Supuse que serían cuestiones del colegio o de alguna serie que
verían en la tele. Ya me enteraría. Se levantaron de la mesa para tirarse en mi
cuarto y seguir viendo tele otra vez. Les advertí que saldríamos al día
siguiente muy temprano y no comprendí qué dijeron, si “Ufa” o “Dale”. Me vibró
el celu. Sebastián me acababa de mandar un mensajito por whatsapp recordándome no olvidar el tupper que había dejado en la heladera con unos sánguches de miga
caídos del cielo ni de las cosas que dejó empaquetadas en el baño con shampoo,
jabón y otros artículos muy oportunos. “Y el repelente” puso entre signos de
admiración. Un santo. Cerró el diálogo virtual con unos labios y un corazón
lanza-destellos. Yo también. Los chicos apagaron la tele y se quedaron
dormidos; mientras, yo me quedé terminando de armar los bolsos en el comedor y
cuando tuve todo listo me acerqué a la ventana y me prendí un cigarrillo. Ya
era tarde y estaba todo en calma, detenido, húmedo. Confundí una estrella fugaz
con un avión. Después me tiré en el futón y dormí profundamente. Soñé con Iván,
el perro que tuvimos con Claudia antes que nacieran los mellizos y con Damián,
el hermano menor de Claudia, o sea, mi ex cuñado, que, después de bastante
terapia, lo entendí como un antecedente de lo que vino después con Sebastián.
Me ignoraba de una manera grosera y yo, sin embargo, hacía hasta lo imposible
por caerle bien. Nunca supe qué fue de él desde que viajó a España. Tendría que
preguntarles a los chicos. En el sueño estaban, además, unos niños mirando por
la ventanilla del 130, porque íbamos en un colectivo por Libertador. No eran ni
Juan ni Martín, eran otros. Se ve que era Navidad y uno le decía a otro
mientras señalaba a un Papá Noel enorme que aparecía en una publicidad “Ahí
está el viejo otra vez, haciendo de modelo, ¿viste?” “En esta época trabaja un
montón” razonaba el otro. Me desperté justo un minuto antes de que sonara el
despertador del celular. Me incorporé y preparé un desayuno abundante antes de
salir. Afuera apenas había luz. Repasé los hechos y me excitó suponer cómo
reaccionarían los chicos con todo el asunto de Sebastián, qué cara pondrían,
qué preguntas harían o cómo se lo tomarían. ¿Los angustiaría? A lo mejor no les
importaría en absoluto y demostrarían su indiferencia una vez más, quién podría
saberlo. Terminé de hacer el café y me vestí. Pero esa mañana el consternado
fui yo. Porque cuando los fui a despertar, los encontré abrazados, haciendo
cucharita, completamente dormidos y en paz. Me quedé helado. Juan abrazaba a
Martín como si estuviera protegiéndolo de algo, de algo que no se sabe, que
podría estar por venir en cualquier momento. Y Martín sostenía la mano de su
hermano como si estuviera soldado a ella o besando un rosario. No me atreví a
interrumpirlos. Los observé un poco más. Respiraban con el apuro de un caracol.
Parecían eso, caracoles. Cerré despacito y me fui a la cocina sin hacer ruido.
Después de esperar unos minutos los llamé por sus nombres de manera clara y
nítida, con una voz limpia y nueva, prometiéndoles un fin de semana
espectacular.
Mar del Plata, diciembre 2017