Pamela
fue una muchachita con una adolescencia de pocos sobresaltos, ella había sabido
sortear los pesares más profundos sin chistar. Cuando pasó aquello con tío
Roberto, por ejemplo, no dijo nada. Supo algún tiempo después que su madre
Cristiana supo. Pero como ella, guardó silencio. La familia extendida era el
único sostén de ambas mujeres. Así que se dijeron sin decir, mejor callar.
No fue
gratuito sin embargo aquel silencio, porque el aura filial se fue
ennegreciendo. Tanto que, dados los inexplicables sucesos que se dieron en el
entorno familiar, acudieron al cura del barrio para que les bendijera la casa.
Más tarde a la bruja. Incluso consultaron a una tarotista, que a todos los
parientes le leyó a las manos. Excepto a Pamela.
Los
misteriosos acontecimientos se sucedieron hasta la nochebuena, donde todo, por
algún motivo energético –también carente de explicación–, se vuelve más
intenso.
Concluida
la reunión, hecha la limpieza, de la casa de Cristiana faltó un tenedor.
Revueltos los cajones, entrada la basura, la mujer se movió veloz hasta la casa
de su hermano Roberto. Tocó y se metió dentro sin saludar. Corrió hasta la
habitación matrimonial a empujones, y en contra de los pedidos que se le
hacían, levantó el colchón.
El avistaje
del cubierto los dejó a todos sumidos en un mutis, que fue la antesala de una
explosión de gritos.