4.7.17

La respuesta, por Luciana Cattaneo




Yamila estaba cansada de esperar. De esperar que todo se solucione, como  decía el cura. De esperar y tener paciencia, como decía su mamá. Todos los días se levantaba pensando que hay que confiar en que las cosas se van a solucionar, esperar a que Roberto ya no reaccionara de esa manera, a que deje de ser tan violento, a que la medicación que le dio el doctor haga efectos. Para poder dejar de llorar en la cocina, en la ducha del baño, dejar de esconder su angustia, su rabia. Esperar y respirar algo que entre tanto ahogo ya no podía hacer.
   Yamila no tenía días de tranquilidad, sentía que vivía en una pesadilla y eso la mantenía con un mínimo de esperanzas. En algún momento despertaría del sueño y le devolverían todas las ganas robadas. Ya no encontraba razones para ponerse bonita, hacía mucho tiempo que no sonreía y se encerraba en su habitación cuando Roberto no estaba a escribir versos o recuerdos,  que eran como un exorcismo de todos sus males. Había aprendido a olvidar, ya no conocía al hombre del que se había enamorado aquella tarde en un pueblito esperando el tren, y los recuerdos más hermosos los tenía enterrados en baldíos. Sabía que los dos habían sido inseparables. Él la abrazaba fuerte cuando dormían la siestas prometiéndole nunca dejar de ser como el verano, ofreciéndole infinitas libertades y llenando el cuarto de olor caliente y risas de juventud. Pero ahora, no había más verano. El invierno triste y despiadado la invadía cuando Roberto llegaba del trabajo. La casa se llenaba de sombras y quedaban pocas imágenes recortadas de los dos. Yamila no hablaba, estaba cada vez más callada ante él, que entraba y le acariciaba el pelo, y le pedía inmediatamente algo de comer, se quitaba la ropa sucia del trabajo, exigiendo que Yamila la lave, le gritaba por no haber cocinado algo sabroso, por no haber comprado la comida del perro, por negarse a tener sexo con él, por estar cansada, por tener dolores de cabeza, por sentirse enferma. A la noche exigía sus cervezas frías mientras veía la televisión. Se reía y burlaba de Yamila cuando ella opinaba de fútbol, o si la encontraba leyendo. Roberto se enojaba cada vez más y más con ella, y todo terminaba en golpes y patadas.
   Instituciones, médicos, psicólogos, abrazos de él y promesas, nada corregía la conducta de Roberto. Yamila rezaba en la soledad de su cuarto, pidiéndole a los santos que su esposo mejore, que nunca más le ponga una mano encima, que todo pueda ser como antes.
   Una tarde, de esas en que Yamila se quedaba sola, tocaron el timbre de su casa. Tenía miedo en responder, porque Roberto no la dejaba hablar con nadie que él no conociera. Espiando por la cerradura, preguntó:
   –¿Quién es?
   –Somos de la Iglesia. Necesitamos hablar con vos, Yamila. Nos manda el padre José.
   Eran dos mujeres jóvenes. Yamila dudó, pero abrió la puerta con miedo, y las dejó pasar. Charlaron un buen rato. Yamila preparó unos mates, y las mujeres contaron que necesitaban que Yamila vuelva a la iglesia para estar unidas y así juntas terminar con la maldad que había en el mundo. Hablaban muy rápido y confundían a Yamila, que hacía mucho no tenía contacto con el afuera. La invitaron a ir más seguido a la iglesia, a cantarle al Señor. Yamila respiraba profundo y asentía con la cabeza, tragaba el humo de sus cigarrillos que empezaban a marearla. Una de las mujeres le pidió su teléfono, ella le dijo que no tenían hacía años en la casa, que no usaba el celular porque su marido decía que esos aparatos tecnológicos eran para las chicas tontas. Las mujeres se miraron, y una de ellas se percató de un golpe que Yamila tenía en el brazo. Era como que las piezas comenzaban a encajar. Yamila las echó. Dijo que tenía que trabajar, que estaban atrasando sus tareas domésticas. No podía perder más tiempo.  Las mujeres insistieron y Yamila rompió en llanto por primera vez frente a totales desconocidas, contó su historia con Roberto. Se sentía harta, ahogada, corrió a su habitación y les mostró sus escritos, cada uno de ellos. Sentía la furiosa convulsión de su cuerpo, el espasmo del habla, el alivio a tanta pena. Las mujeres prometieron ayudarla si ella volvía a la iglesia, la abrazaron con fuerza. La consolaron diciéndole que tuviese fe en el Señor, que él iba a responder a sus súplicas. Y que no se alejara nunca más de la iglesia.
   Cuando las mujeres se fueron, Yamila quedó destrozada. Apagó las luces, encendió un cigarrillo y se sirvió un whisky de los que les gustaba tomar a Roberto. Se quedó, sentada en su sillón mirando el vaso, pensando: ¿De qué sirve seguir escribiendo? ¿De qué sirve seguir amando sola, si los soles y el verano ya se fueron y ahora siempre es invierno y hace frío? ¿Por qué seguir diciendo padre nuestro de cada día, todos los días, si solo eran palabras vacías a un dios que nunca aparecía? ¿Por qué había dejado en el camino tantos sueños y los estudios en la maestría de Arte y el aborto que se hizo cuando él le negó un hijo y la trató de puta? ¿Por qué perdió tantas tardes de cervezas, tantas noches de café en las esquinas? ¿Por qué escribir le había salvado la vida tanto tiempo?
   Cuando volvió Roberto la encontró en el mismo lugar, muy pálida, como muerta. La situación lo sorprendió, pero solo le importó que Yamila se había bebido todo su whisky. Roberto se enojó y comenzó a gritarle para llamar su atención, al escuchar su voz, ella levantó levemente la cabeza pero no respondió. Roberto la agarró de los pelos y le pidió a los gritos que responda por qué se había terminado todo su whisky.  Como no contestaba, la empujó de su sillón, tirándola al suelo. Y dejándola allí le pidió algo de comer, dijo que tenía que ver su programa favorito, que por su culpa se lo estaba perdiendo.  Yamila se levantó del piso. Estaba ebria, no sentía sus manos, ni su piel, tampoco sentía ya su corazón. Se dirigió a la cocina y abrió la heladera, sacó poco a poco la comida para preparar un sandwich de carne. Tomó un plató y untó la mayonesa en el pan. Estaba confundida, y veía cómo se reía Roberto con su programa de TV, se rascaba las pelotas, y le gritaba para que se apure. 
   Yamila, ese día estaba llena de nuevos deseos. Se dejó llevar para cumplir su propósito, no quería vengarse, necesitaba una nueva vida lejos de él. Su luna borracha le dio la fuerza. Se acercó a él poco a poco por detrás, y sin decirle palabras  lo ahorcó con un cinto. Disfrutó verlo sufrir, ahogarse tanto como él la había ahogado por tanto tiempo. Ese hombre sin cerebro pensó, con cuerpo y mente enferma, y manos violentas. Hay que deshacerse de todo lo que está mal, hay que terminar con todo lo malo que hay en este mundo, como le dijeron esa tarde aquellas mujeres, pero hay que vencerlos con actos, con no- palabras y con sueños. La muerte la hizo libre. Todos vamos a morir, pensó. Y de mí que sea lo que Dios quiera.