Yamila estaba cansada de esperar.
De esperar que todo se solucione, como
decía el cura. De esperar y tener paciencia, como decía su mamá. Todos
los días se levantaba pensando que hay que confiar en que las cosas se van a solucionar,
esperar a que Roberto ya no reaccionara de esa manera, a que deje de ser tan
violento, a que la medicación que le dio el doctor haga efectos. Para poder
dejar de llorar en la cocina, en la ducha del baño, dejar de esconder su
angustia, su rabia. Esperar y respirar algo que entre tanto ahogo ya no podía
hacer.
Yamila no tenía días de tranquilidad, sentía que vivía en una pesadilla
y eso la mantenía con un mínimo de esperanzas. En algún momento despertaría del
sueño y le devolverían todas las ganas robadas. Ya no encontraba razones para
ponerse bonita, hacía mucho tiempo que no sonreía y se encerraba en su
habitación cuando Roberto no estaba a escribir versos o recuerdos, que eran como un exorcismo de todos sus
males. Había aprendido a olvidar, ya no conocía al hombre del que se había
enamorado aquella tarde en un pueblito esperando el tren, y los recuerdos más
hermosos los tenía enterrados en baldíos. Sabía que los dos habían sido
inseparables. Él la abrazaba fuerte cuando dormían la siestas prometiéndole
nunca dejar de ser como el verano, ofreciéndole infinitas libertades y llenando
el cuarto de olor caliente y risas de juventud. Pero ahora, no había más
verano. El invierno triste y despiadado la invadía cuando Roberto llegaba del
trabajo. La casa se llenaba de sombras y quedaban pocas imágenes recortadas de
los dos. Yamila no hablaba, estaba cada vez más callada ante él, que entraba y
le acariciaba el pelo, y le pedía inmediatamente algo de comer, se quitaba la
ropa sucia del trabajo, exigiendo que Yamila la lave, le gritaba por no haber
cocinado algo sabroso, por no haber comprado la comida del perro, por negarse a
tener sexo con él, por estar cansada, por tener dolores de cabeza, por sentirse
enferma. A la noche exigía sus cervezas frías mientras veía la televisión. Se
reía y burlaba de Yamila cuando ella opinaba de fútbol, o si la encontraba
leyendo. Roberto se enojaba cada vez más y más con ella, y todo terminaba en
golpes y patadas.
Instituciones, médicos, psicólogos, abrazos de él y promesas, nada
corregía la conducta de Roberto. Yamila rezaba en la soledad de su cuarto,
pidiéndole a los santos que su esposo mejore, que nunca más le ponga una mano
encima, que todo pueda ser como antes.
Una tarde, de esas en que Yamila se quedaba sola, tocaron el timbre de
su casa. Tenía miedo en responder, porque Roberto no la dejaba hablar con nadie
que él no conociera. Espiando por la cerradura, preguntó:
–¿Quién es?
–Somos de la Iglesia. Necesitamos hablar con vos, Yamila. Nos manda el
padre José.
Eran dos mujeres jóvenes. Yamila dudó, pero abrió la puerta con miedo, y
las dejó pasar. Charlaron un buen rato. Yamila preparó unos mates, y las
mujeres contaron que necesitaban que Yamila vuelva a la iglesia para estar
unidas y así juntas terminar con la maldad que había en el mundo. Hablaban muy
rápido y confundían a Yamila, que hacía mucho no tenía contacto con el afuera.
La invitaron a ir más seguido a la iglesia, a cantarle al Señor. Yamila
respiraba profundo y asentía con la cabeza, tragaba el humo de sus cigarrillos
que empezaban a marearla. Una de las mujeres le pidió su teléfono, ella le dijo
que no tenían hacía años en la casa, que no usaba el celular porque su marido
decía que esos aparatos tecnológicos eran para las chicas tontas. Las mujeres
se miraron, y una de ellas se percató de un golpe que Yamila tenía en el brazo.
Era como que las piezas comenzaban a encajar. Yamila las echó. Dijo que tenía
que trabajar, que estaban atrasando sus tareas domésticas. No podía perder más
tiempo. Las mujeres insistieron y Yamila
rompió en llanto por primera vez frente a totales desconocidas, contó su
historia con Roberto. Se sentía harta, ahogada, corrió a su habitación y les
mostró sus escritos, cada uno de ellos. Sentía la furiosa convulsión de su
cuerpo, el espasmo del habla, el alivio a tanta pena. Las mujeres prometieron
ayudarla si ella volvía a la iglesia, la abrazaron con fuerza. La consolaron
diciéndole que tuviese fe en el Señor, que él iba a responder a sus súplicas. Y
que no se alejara nunca más de la iglesia.
Cuando las mujeres se fueron, Yamila quedó destrozada. Apagó las luces,
encendió un cigarrillo y se sirvió un whisky de los que les gustaba tomar a
Roberto. Se quedó, sentada en su sillón mirando el vaso, pensando: ¿De qué
sirve seguir escribiendo? ¿De qué sirve seguir amando sola, si los soles y el
verano ya se fueron y ahora siempre es invierno y hace frío? ¿Por qué seguir
diciendo padre nuestro de cada día, todos los días, si solo eran palabras
vacías a un dios que nunca aparecía? ¿Por qué había dejado en el camino tantos
sueños y los estudios en la maestría de Arte y el aborto que se hizo cuando él
le negó un hijo y la trató de puta? ¿Por qué perdió tantas tardes de cervezas,
tantas noches de café en las esquinas? ¿Por qué escribir le había salvado la
vida tanto tiempo?
Cuando volvió Roberto la encontró en el mismo lugar, muy pálida, como
muerta. La situación lo sorprendió, pero solo le importó que Yamila se había
bebido todo su whisky. Roberto se enojó y comenzó a gritarle para llamar su
atención, al escuchar su voz, ella levantó levemente la cabeza pero no
respondió. Roberto la agarró de los pelos y le pidió a los gritos que responda
por qué se había terminado todo su whisky.
Como no contestaba, la empujó de su sillón, tirándola al suelo. Y
dejándola allí le pidió algo de comer, dijo que tenía que ver su programa
favorito, que por su culpa se lo estaba perdiendo. Yamila se levantó del piso. Estaba ebria, no
sentía sus manos, ni su piel, tampoco sentía ya su corazón. Se dirigió a la
cocina y abrió la heladera, sacó poco a poco la comida para preparar un sandwich
de carne. Tomó un plató y untó la mayonesa en el pan. Estaba confundida, y veía
cómo se reía Roberto con su programa de TV, se
rascaba las pelotas, y le gritaba para que se apure.
Yamila, ese día estaba llena de nuevos deseos. Se dejó llevar para
cumplir su propósito, no quería vengarse, necesitaba una nueva vida lejos de
él. Su luna borracha le dio la fuerza. Se acercó a él poco a poco por detrás, y
sin decirle palabras lo ahorcó con un
cinto. Disfrutó verlo sufrir, ahogarse tanto como él la había ahogado por tanto
tiempo. Ese hombre sin cerebro pensó, con cuerpo y mente enferma, y manos
violentas. Hay que deshacerse de todo lo que está mal, hay que terminar con
todo lo malo que hay en este mundo, como le dijeron esa tarde aquellas mujeres,
pero hay que vencerlos con actos, con no- palabras y con sueños. La muerte la
hizo libre. Todos vamos a morir, pensó. Y de mí que sea lo que Dios quiera.