El bus se va. Son las
tres de la mañana. Estoy al costado de la ruta en las afueras de una ciudad que
desconozco. Solo el cartel luminoso de un Oxxo rompe la monótona oscuridad.
Camino hasta la tienda y entro, lo mejor va a ser esperar al día acá. Saco un café de la máquina -el más barato- y me siento a beberlo en el único lugar del mini mercado destinado a tal efecto: una pequeña barra de granito con dos taburetes atornillados, ubicada en un rincón del negocio. Frente a mí está está parte del estacionamiento, que solo logro ver con dificultad, pues el contraste lumínico convierte al vidrio en una suerte de espejo.
Lo que sí puedo ver con más claridad –y sin necesidad de darme vuelta- es el interior del local: tiene unos 50m2 y está iluminado por potentes luces blancas. Exceptuando a esta pequeña barra y a una puerta trasera con letrero de “solo personal autorizado” todas las paredes están cubiertas de estantes rebosantes de comida chatarra o de heladeras con bebidas industriales. En el espacio del medio está el mostrador y a su alrededor se aprietan varias góndolas con más comida envasada, algunas revistas pelotudas, chanclas de colores, gafas, productos de librería y más cosas por el estilo. Cerca, justo detrás de mí, está la máquina automática de café.
La verdad es que quisiera esperar al día leyendo pero al único libro que tenía (lo había robado ayer mismo) me lo olvidé en el micro. También podría intentar entretenerme un rato con el celular pero no tengo batería y cargarlo cuesta diez pesos que no estoy dispuesto a gastar. Asique no me queda otra, tengo que escribir para matar el tiempo. Saco el cuaderno y pienso en que puedo escribir (en una de esas escribo ese cuento genial que siempre sueño escribir pero que nunca escribo. En parte, porque suelo rendirme de antemano, como seguramente voy a hacer ahora) pero no se me ocurre nada. Apelo entonces a la escritura (semi)automática. Cómo en un juego describo todo lo que veo en mi vidrio-espejo.
Veo a dos jóvenes mexicanos bien afeitados y peinados, algo regordetes. Trabajan silenciosa pero constantemente apilando productos en las góndolas e ingresando los códigos de barra en la computadora. Los dos usan remera roja con cuello y puños amarillos y pantalón negro. No hablan entre sí.
Ahora entra un cowboy, sí, un cowboy. Lleva camisa a cuadros blanca, azul y verde, entallada. Pantalones de jean más entallados aún y sobrero y botas blancos haciendo juego. También es moreno pero delgado. Usa un bigote prolijo. Compra un six pack y un paquete de palomitas para el microondas, paga en efectivo. Cuando sale pego mi nariz al vidrio y lo veo subir a su monstruosa Ford Ranger.
En ese momento me distrae la entrada de otro hombre que por un momento parece atravesar a la camioneta del vaquero como un fantasma. Es bajo y panzón, tiene un andar cansino. No vi en qué vehículo llegó, si es que llegó en alguno. Va directo a la heladera de las Coca-Colas, toma una lata y luego un enorme paquete de totopos. También paga en efectivo y sale.
Mientras, del otro lado del vidrio, mezclándose con los snacks y gaseosas que están a mi espalda, veo llegar a un gran camión con el nombre de la tienda escrito a los costados. Bajan de él cuatro hombres, todos visten un uniforme muy similar al de los muchachos que se mueven detrás de mí. También son morenos, regordetes y están perfectamente afeitados. Al principio pienso que van a comenzar a bajar mercadería pero no. Entran, saludan de lejos a los jóvenes que no cesan en su repetitiva labor y van directo a la máquina de café. Comienzan a beber cafés y capuchinos mientras comen tortas de jamón o panquecitos Bimbo. También hojean revistas deportivas o del corazón. Cada tanto cruzan algún comentario. Son tan parecidos entre sí y en su forma de moverse que parecen ser todos un mismo ser, una suerte de organismo policefáleo engullidor. Se quedan solo por unos minutos, pero es suficiente como para terminar sus tortas y agarrar unas latas de Red Bull y papas fritas con chile para el viaje. ¿Ellos también pagan? Sí, claro, Mr. Oxxo factura las veinticuatro horas y sin excepción.
En la puerta se cruzan con un chavo que parece impaciente por entrar –por salir de la oscuridad-. Es algo obeso, de andar pesado, su expresión parece denotar concentración o, quizás, alguna preocupación. Usa unos pantalones de jean anchos y una playera de los Houston texans. También lleva puesta una gorra con la visera hacía atrás cuya parte de adelante puedo ver cuando pasa justo por detrás de mí. La gorra dice: Dump Trump y tiene el dibujo de un pedazo de mierda con una extravagante peluca rubia. Compra una botella grande de Coca-Cola light, chocolates Herksey y unos M&M, paga en efectivo. Cando sale me parece percibir un leve gesto de satisfacción en su rostro pero las luces de un auto que llega me borran de golpe al muchacho y solo me dejan ver el exterior.
Se trata de un robusto Dodge Challenger negro, de aspecto fantasmal y con paragolpes reforzados y sirena. Cuando se apagan las luces del auto baja un “poli”, entra en la tienda. No me mira ni saluda a nadie, solo muestra de lejos dos vasos de café vacíos al chico de la caja. Quiere indicarle que va a tomar dos cafés de la máquina. Creo que opta por dos capuchinos de canela extra grandes. También toma dos sorbetes –aquí les dicen popotes- y varios sobres de azúcar. Se va sin saludar y –vaya excepción- sin pagar.
Aunque con algunos matices esta escena básica se repite una y otra vez, la gente sigue entrando y entrando, comprando y comprando. Pocas veces la tienda está vacía y por momentos –pese a la hora- se forma una pequeña fila frente a la caja. En general se trata de hombres solos que no se relacionan con los otros clientes ni exteriorizan otra ambición que la de comprar. Casi siempre son obesos y están prolijamente afeitados. A muchos los imagino volviendo a sus casas apurados por sentarse otra vez en el sofá, frente a la computadora o la tele, para seguir viendo Netflix o Youporn, comiendo los pedazos de satisfacción embazada y fugaz que compraron. Y quizás me quedo corto, quizás solo van a conducir hasta el próximo Oxxo y repetir otra vez, en otros vidrios, la misma rutina estéril, sin fin. Me cuesta entenderlos ¿Son así todas sus noches? ¿Acaso no tienen otra cosa que hacer?
Mientras anoto y reflexiono sobre estas cosas llega el día. La claridad crece afuera y mi espejo pierde su magia. Ahora no es más que un vidrio sucio a través del cual puedo ver la ruta desolada y el margen de la ciudad. Giro para poder ver el interior del local directamente y entonces noto, por primera vez, una pequeña cámara colgada del techo que apunta hacia mí. La posibilidad de que alguna persona pueda haberme observado sin que yo lo supiese me turba e inhibe. Imagino un hipotético espectador pensando: Aunque con algunos matices esta escena básica se repite una y otra vez. Hombres solitarios y aburridos se pasan la noche escribiendo en sus cuadernos ¿Acaso no tienen otra cosa que hacer?
Camino hasta la tienda y entro, lo mejor va a ser esperar al día acá. Saco un café de la máquina -el más barato- y me siento a beberlo en el único lugar del mini mercado destinado a tal efecto: una pequeña barra de granito con dos taburetes atornillados, ubicada en un rincón del negocio. Frente a mí está está parte del estacionamiento, que solo logro ver con dificultad, pues el contraste lumínico convierte al vidrio en una suerte de espejo.
Lo que sí puedo ver con más claridad –y sin necesidad de darme vuelta- es el interior del local: tiene unos 50m2 y está iluminado por potentes luces blancas. Exceptuando a esta pequeña barra y a una puerta trasera con letrero de “solo personal autorizado” todas las paredes están cubiertas de estantes rebosantes de comida chatarra o de heladeras con bebidas industriales. En el espacio del medio está el mostrador y a su alrededor se aprietan varias góndolas con más comida envasada, algunas revistas pelotudas, chanclas de colores, gafas, productos de librería y más cosas por el estilo. Cerca, justo detrás de mí, está la máquina automática de café.
La verdad es que quisiera esperar al día leyendo pero al único libro que tenía (lo había robado ayer mismo) me lo olvidé en el micro. También podría intentar entretenerme un rato con el celular pero no tengo batería y cargarlo cuesta diez pesos que no estoy dispuesto a gastar. Asique no me queda otra, tengo que escribir para matar el tiempo. Saco el cuaderno y pienso en que puedo escribir (en una de esas escribo ese cuento genial que siempre sueño escribir pero que nunca escribo. En parte, porque suelo rendirme de antemano, como seguramente voy a hacer ahora) pero no se me ocurre nada. Apelo entonces a la escritura (semi)automática. Cómo en un juego describo todo lo que veo en mi vidrio-espejo.
Veo a dos jóvenes mexicanos bien afeitados y peinados, algo regordetes. Trabajan silenciosa pero constantemente apilando productos en las góndolas e ingresando los códigos de barra en la computadora. Los dos usan remera roja con cuello y puños amarillos y pantalón negro. No hablan entre sí.
Ahora entra un cowboy, sí, un cowboy. Lleva camisa a cuadros blanca, azul y verde, entallada. Pantalones de jean más entallados aún y sobrero y botas blancos haciendo juego. También es moreno pero delgado. Usa un bigote prolijo. Compra un six pack y un paquete de palomitas para el microondas, paga en efectivo. Cuando sale pego mi nariz al vidrio y lo veo subir a su monstruosa Ford Ranger.
En ese momento me distrae la entrada de otro hombre que por un momento parece atravesar a la camioneta del vaquero como un fantasma. Es bajo y panzón, tiene un andar cansino. No vi en qué vehículo llegó, si es que llegó en alguno. Va directo a la heladera de las Coca-Colas, toma una lata y luego un enorme paquete de totopos. También paga en efectivo y sale.
Mientras, del otro lado del vidrio, mezclándose con los snacks y gaseosas que están a mi espalda, veo llegar a un gran camión con el nombre de la tienda escrito a los costados. Bajan de él cuatro hombres, todos visten un uniforme muy similar al de los muchachos que se mueven detrás de mí. También son morenos, regordetes y están perfectamente afeitados. Al principio pienso que van a comenzar a bajar mercadería pero no. Entran, saludan de lejos a los jóvenes que no cesan en su repetitiva labor y van directo a la máquina de café. Comienzan a beber cafés y capuchinos mientras comen tortas de jamón o panquecitos Bimbo. También hojean revistas deportivas o del corazón. Cada tanto cruzan algún comentario. Son tan parecidos entre sí y en su forma de moverse que parecen ser todos un mismo ser, una suerte de organismo policefáleo engullidor. Se quedan solo por unos minutos, pero es suficiente como para terminar sus tortas y agarrar unas latas de Red Bull y papas fritas con chile para el viaje. ¿Ellos también pagan? Sí, claro, Mr. Oxxo factura las veinticuatro horas y sin excepción.
En la puerta se cruzan con un chavo que parece impaciente por entrar –por salir de la oscuridad-. Es algo obeso, de andar pesado, su expresión parece denotar concentración o, quizás, alguna preocupación. Usa unos pantalones de jean anchos y una playera de los Houston texans. También lleva puesta una gorra con la visera hacía atrás cuya parte de adelante puedo ver cuando pasa justo por detrás de mí. La gorra dice: Dump Trump y tiene el dibujo de un pedazo de mierda con una extravagante peluca rubia. Compra una botella grande de Coca-Cola light, chocolates Herksey y unos M&M, paga en efectivo. Cando sale me parece percibir un leve gesto de satisfacción en su rostro pero las luces de un auto que llega me borran de golpe al muchacho y solo me dejan ver el exterior.
Se trata de un robusto Dodge Challenger negro, de aspecto fantasmal y con paragolpes reforzados y sirena. Cuando se apagan las luces del auto baja un “poli”, entra en la tienda. No me mira ni saluda a nadie, solo muestra de lejos dos vasos de café vacíos al chico de la caja. Quiere indicarle que va a tomar dos cafés de la máquina. Creo que opta por dos capuchinos de canela extra grandes. También toma dos sorbetes –aquí les dicen popotes- y varios sobres de azúcar. Se va sin saludar y –vaya excepción- sin pagar.
Aunque con algunos matices esta escena básica se repite una y otra vez, la gente sigue entrando y entrando, comprando y comprando. Pocas veces la tienda está vacía y por momentos –pese a la hora- se forma una pequeña fila frente a la caja. En general se trata de hombres solos que no se relacionan con los otros clientes ni exteriorizan otra ambición que la de comprar. Casi siempre son obesos y están prolijamente afeitados. A muchos los imagino volviendo a sus casas apurados por sentarse otra vez en el sofá, frente a la computadora o la tele, para seguir viendo Netflix o Youporn, comiendo los pedazos de satisfacción embazada y fugaz que compraron. Y quizás me quedo corto, quizás solo van a conducir hasta el próximo Oxxo y repetir otra vez, en otros vidrios, la misma rutina estéril, sin fin. Me cuesta entenderlos ¿Son así todas sus noches? ¿Acaso no tienen otra cosa que hacer?
Mientras anoto y reflexiono sobre estas cosas llega el día. La claridad crece afuera y mi espejo pierde su magia. Ahora no es más que un vidrio sucio a través del cual puedo ver la ruta desolada y el margen de la ciudad. Giro para poder ver el interior del local directamente y entonces noto, por primera vez, una pequeña cámara colgada del techo que apunta hacia mí. La posibilidad de que alguna persona pueda haberme observado sin que yo lo supiese me turba e inhibe. Imagino un hipotético espectador pensando: Aunque con algunos matices esta escena básica se repite una y otra vez. Hombres solitarios y aburridos se pasan la noche escribiendo en sus cuadernos ¿Acaso no tienen otra cosa que hacer?