A
la memoria de Cato
Tratás de mantenerte en pie y sos Audrey y Hepburn;
¿Audrey Hepburn? Sí, sí, Audrey Hepburn. En el sol del mediodía se destaca tu
largo cuello; de abuelita, pero es tu largo cuello. El bastón se emprolija
solo; no, mejor dicho, el bastón se alinea con tu andar calmo y modesto.
Como el chino que te veo leer en páginas
amarillentas de un libro grueso, mi gato, aparecido como un relámpago sobre el
teclado, escribe una palabra de letras repetidas, insistentes, y números
azarosos.
Tu sol de mediodía te ilumina la lectura
sentada en el umbral de una puerta; hoy es ésta y mañana otra: sos igual de
azarosa que mi gato sobre el teclado escribiendo.
Imagino tu lectura gorda un anuario de la
historia de tu nación que no es ésta; y veo acto seguido tus pensamientos
colgar de la cuerdita de tu gorro náutico azul eléctrico. Como tus umbrales,
hoy son unos y mañana otros.
Si se levanta viento, hay que vivir y te
aferrás a la pared que avanza con todos nosotros y se me antoja que sos Audrey
jovencísima, Hepburn y de maillot, sostenida por una barra entre espejos.
Especulo con animarme a hablarte; pero tus
interminables anteojos de Diana Prince me frenan de semejante atropello. Igual,
tal vez lo haga cualquier día de éstos.
Agazapada como vos, entre los vaivenes del cuerpo y el pensamiento,
aspiro a entender yo algún día tu chino y vos mi deseo; sin otro particular, te
saludo cordialmente en la línea diaria de la fortuna de nuestros encuentros.
Batacazo
oriental
Oh, A Big in Japan y un gong final. Finito, finito,
afilando las entrañas porque esto no terminó; no acabó. Apenas si recién comienza
en la frontera delgada del recuerdo y, ¡puf!, ya me olvidé lo que quería no
olvidar para escribir.
¿De qué hablaba yo esa noche si mi cuerpo
bailaba y había tomado incluso mi razón? No hablaba, ni pensaba yo esa trasnoche.
Y si hablaba no hablaba, bah. Bailaba, eso, bailaba en japonés con los grandes
de una banda de batacazo y nada más. Y esperaba el gong final, que pusiera un
límite a mi danza. Acabar.
Si el muchacho me hablaba, yo me estresaba.
La previsibilidad de sus preguntas y de mis respuestas me estresaba. Yo las
ensayaba previamente en casa, o cuando lo veía acercarse a sacarme a bailar.
Bailar, bailar, yo quería bailar (sola) y ya. Pero el libreto de los usos y
costumbres de la época indicaban que había que hacerlo con un él, esperar y
acabar cada vez con el mismo compañero de pista. Las (buenas) costumbres: siempre
cargadas de erotismo y pensar que todos nos hacíamos los tontos. Nos hacemos
los solemnes cuando las diseñamos.
En estado japonés. Bellos los labios finitos
y rojos de Reiko sobre fondo blanco, de pared blanca y un piso ensangrentado.
Gong iniciático. Y yo no descansaba hasta no sentir que me ardían las plantas
de los pies. Y yo ahora no descanso hasta sentir que me arden los dedos de las
manos tecleando. En éxtasis de gong japonés y ya. Abrazar el pensamiento.
Acabar. Nada menos y nada más.
Mishima lo lleva al extremo, lo hace
película. Escribe el harakiri y luego lo filma: supera la narración, la hace absoluta
y movible, como una danza. El abdomen ensangrentado, abierto de par en par, y las
facciones del teniente todavía luminosas y bellas. Oh, a big in Japan, tonight… A mi lado, all right, es tan fácil cuando se es un grande en Japón. Esta
noche. Muy oriental.
Si corría 1984, yo recién me daba cuenta y
lo inmortalizaba con este batacazo musical. Caer en la cuenta de que el cuerpo
interior también se mueve y baila; las vísceras bailan y se suben a la razón;
se la llevan puesta, como a la de Mishima en su cuento japonés; muy oriental.
Qué tal. Y los pies que no descansan. Se me suben a la cabeza y no quiero que
el muchacho me hable más; no le entiendo nada y sólo atino a asentir con la
cabeza. Que no me hable más. Después del gong final vino la parte de ir a la
barra y el copetudo de Buenos Aires que entiende de otros códigos y me hace
pagar mi parte. Nunca me había pasado algo similar. Muy poco oriental. Menos
que menos pueblerino y pop(ular).
Respiro profundo en un acto clisé; solemne
y esnob de quien escribe para ser artista. Profundizo el pensamiento. No hay
nada. Tan solo la resonancia de pies danzando hasta el ardor de las plantas, de
cuerpo interno al son de un gong y una razón entrecortada, de un sable que raja
el estómago de Mishima de par en par; hay apenas unos labios de rouge de Reiko
con la daga al cuello blanco.