2.5.16

Tiempo presente, por Jorgelina Vittori


A la memoria de Cato

Tratás de mantenerte en pie y sos Audrey y Hepburn; ¿Audrey Hepburn? Sí, sí, Audrey Hepburn. En el sol del mediodía se destaca tu largo cuello; de abuelita, pero es tu largo cuello. El bastón se emprolija solo; no, mejor dicho, el bastón se alinea con tu andar calmo y modesto.

Como el chino que te veo leer en páginas amarillentas de un libro grueso, mi gato, aparecido como un relámpago sobre el teclado, escribe una palabra de letras repetidas, insistentes, y números azarosos.

Tu sol de mediodía te ilumina la lectura sentada en el umbral de una puerta; hoy es ésta y mañana otra: sos igual de azarosa que mi gato sobre el teclado escribiendo.

Imagino tu lectura gorda un anuario de la historia de tu nación que no es ésta; y veo acto seguido tus pensamientos colgar de la cuerdita de tu gorro náutico azul eléctrico. Como tus umbrales, hoy son unos y mañana otros.

Si se levanta viento, hay que vivir y te aferrás a la pared que avanza con todos nosotros y se me antoja que sos Audrey jovencísima, Hepburn y de maillot, sostenida por una barra entre espejos.

Especulo con animarme a hablarte; pero tus interminables anteojos de Diana Prince me frenan de semejante atropello. Igual, tal vez lo haga cualquier día de éstos.

Agazapada como vos, entre los vaivenes del cuerpo y el pensamiento, aspiro a entender yo algún día tu chino y vos mi deseo; sin otro particular, te saludo cordialmente en la línea diaria de la fortuna de nuestros encuentros.


Batacazo oriental

Oh, A Big in Japan y un gong final. Finito, finito, afilando las entrañas porque esto no terminó; no acabó. Apenas si recién comienza en la frontera delgada del recuerdo y, ¡puf!, ya me olvidé lo que quería no olvidar para escribir.

¿De qué hablaba yo esa noche si mi cuerpo bailaba y había tomado incluso mi razón? No hablaba, ni pensaba yo esa trasnoche. Y si hablaba no hablaba, bah. Bailaba, eso, bailaba en japonés con los grandes de una banda de batacazo y nada más. Y esperaba el gong final, que pusiera un límite a mi danza. Acabar.

Si el muchacho me hablaba, yo me estresaba. La previsibilidad de sus preguntas y de mis respuestas me estresaba. Yo las ensayaba previamente en casa, o cuando lo veía acercarse a sacarme a bailar. Bailar, bailar, yo quería bailar (sola) y ya. Pero el libreto de los usos y costumbres de la época indicaban que había que hacerlo con un él, esperar y acabar cada vez con el mismo compañero de pista. Las (buenas) costumbres: siempre cargadas de erotismo y pensar que todos nos hacíamos los tontos. Nos hacemos los solemnes cuando las diseñamos.

En estado japonés. Bellos los labios finitos y rojos de Reiko sobre fondo blanco, de pared blanca y un piso ensangrentado. Gong iniciático. Y yo no descansaba hasta no sentir que me ardían las plantas de los pies. Y yo ahora no descanso hasta sentir que me arden los dedos de las manos tecleando. En éxtasis de gong japonés y ya. Abrazar el pensamiento. Acabar. Nada menos y nada más.

Mishima lo lleva al extremo, lo hace película. Escribe el harakiri y luego lo filma: supera la narración, la hace absoluta y movible, como una danza. El abdomen ensangrentado, abierto de par en par, y las facciones del teniente todavía luminosas y bellas. Oh, a big in Japan, tonight… A mi lado, all right, es tan fácil cuando se es un grande en Japón. Esta noche. Muy oriental.

Si corría 1984, yo recién me daba cuenta y lo inmortalizaba con este batacazo musical. Caer en la cuenta de que el cuerpo interior también se mueve y baila; las vísceras bailan y se suben a la razón; se la llevan puesta, como a la de Mishima en su cuento japonés; muy oriental. Qué tal. Y los pies que no descansan. Se me suben a la cabeza y no quiero que el muchacho me hable más; no le entiendo nada y sólo atino a asentir con la cabeza. Que no me hable más. Después del gong final vino la parte de ir a la barra y el copetudo de Buenos Aires que entiende de otros códigos y me hace pagar mi parte. Nunca me había pasado algo similar. Muy poco oriental. Menos que menos pueblerino y pop(ular).

Respiro profundo en un acto clisé; solemne y esnob de quien escribe para ser artista. Profundizo el pensamiento. No hay nada. Tan solo la resonancia de pies danzando hasta el ardor de las plantas, de cuerpo interno al son de un gong y una razón entrecortada, de un sable que raja el estómago de Mishima de par en par; hay apenas unos labios de rouge de Reiko con la daga al cuello blanco.

Mucho más no hay.