Volví a despertarme de madrugada,
pero esta vez había un tipo sentado en el sillón del living.
–¿En qué andás, Horacio? –me dijo
y creo que no pegué un grito porque estaba demasiado resacoso. Su cara me
sonaba conocida de algún lado y, aunque no había nada temible en su aspecto,
sentí miedo.
–Si quiere plata, está toda en aquel
cajón –le dije– pero por favor no me mate...
–No te asustes, Horacio, no vine a
robarte más que tiempo. Lo que sí, te voy a pedir dos cosas: poné agua para un
mate y no me tratés de usted.
El fuego azul de la hornalla me
chamuscó los pelos de los dedos. ¿Qué hacía yo a las cuatro de la mañana calentando
la pava? ¿Quién era ese tipo? Me temblaban las piernas y las manos. Volqué
parte de la yerba afuera del mate y una alfombrita verde musgo tiñó la mesada.
Cuando volví al living, me pareció
que el hombre del sillón estaba iluminado desde abajo por una luz blanquecina e
irreal, como de fotocopiadora. Le calculé unos cincuenta años pero podía tener
más.
–Convidame uno, Horacio… –me pidió
arremangándose la camisa.
Dio una chupada larga y sonora a
la bombilla, de esas que incomodan, y me preguntó:
–¿Sabés por qué estoy acá?
–No tengo ni idea.
–Yo tampoco, pero no me preocupa
–se rió y noté que le faltaba un colmillo. –Mientras podamos tener una charla
civilizada…
–¿Y de qué querés hablar conmigo?
Si ni siquiera sé quién sos.
–Ay, Horacio –suspiró
y puso los ojos en blanco–, la de veces que me habré hecho esa pregunta…
Me irritaba que dijera
tanto mi nombre, qué necesidad había de recordármelo. El hombre del sillón me
devolvió el mate y me pidió
que tomara asiento enfrente de él, en una de las sillas del living. Si estiraba
el brazo, casi podía tocarlo.
–Yo tenía una vida como la tuya hasta
hace unos años –dijo. –Solitaria, llevadera, sin muchas emociones, ¿para qué
negarlo? Trabajaba como un animal y lo único que quería era llegar a casa fundido
y dormirme cuanto antes… Con la ayuda de unas copitas, claro.
El hombre del sillón volvió a
reírse.
–Dejame que siga –dijo. –¿Viste
esos días que te quedás en el negocio haciendo cuentas hasta muy tarde y ves de
refilón cómo se van apagando las luces de la cuadra?
Asentí desconcertado.
–Bueno, un día de esos volví a
casa muerto, serían las 12 de la noche y me tiré en la cama... –hizo una pausa
larga (a mi gusto, un poco sobreactuada) y continuó: –Y entonces, Horacio, a
las tres horas de haberme dormido, me desperté. Me desperté sentado en el
sillón de una casa que no era la mía… Estaba tan oscuro que no podía distinguir
ni mis manos. Al principio tuve miedo de hacer ruido y de que apareciera
alguien, así que me quedé quieto diciéndome cosas para tranquilizarme, hasta
que en un momento una luz pálida empezó a entrar por una ventana que no había
visto. No era una luz muy intensa, pero irradiaba una claridad que me salvó. De
a poco, empecé a ver y no sabés qué maravilla, Horacio. ¡Los muebles! ¡Los
adornos! –gritó de pronto. –Todo, todo me entraba por los ojos y se me
incrustaba acá –dijo tocándose la frente.
–¿Y qué hiciste? –le dije.
–Me traté de escapar, ¿o qué te
pensabas? Solo la cobardía lo hace a uno valiente. Vi la puerta de calle y
corrí a abrirla, pero tiraba con fuerza hacia mi lado y era imposible. Estaba herméticamente
cerrada…
El hombre del sillón me pidió otro
mate que sorbió con la misma energía de antes.
–No sé qué más pasó, Horacio, no
me lo preguntes. Solo te puedo decir que cuando sonó el despertador, estaba en
mi cama con la misma ropa de la noche anterior.
Se quedó callado unos segundos, con
la mirada apuntando al piso, y pensé qué clase de loco había entrado a mi casa.
–Ese día me sentí muy raro
–continuó. –¿Me había pasado de verdad lo que te conté o era todo un delirio,
producto del estrés? A la noche di vueltas por la casa hasta que me dormí, tardísimo,
cansado de pensar y pensar…
–¿Y qué pasó? –le dije.
–Lo mismo, Horacio, pero
diferente. Me desperté en otra casa, en medio de una fiesta. Música, tragos,
luces: una señora fiesta –el hombre del sillón se animó un poco y exigió otro
mate con un gesto urgente. –Por suerte, a nadie le pareció extraño que yo
estuviera ahí, creerían que era un colado. Tomé y bailé como nunca en mi vida
hasta perder totalmente la consciencia. A la una del mediodía, abrí los ojos en
mi casa con un dolor de cabeza imposible y el cuerpo muy debilitado. Las sienes
me latían por dentro.
Ese día el hombre del sillón no fue
al negocio. Tomó litros de agua con limón y bicarbonato. Tirado en su cama, con
las sábanas hasta el cuello y las persianas bajas, volaba de fiebre. Pero lo más
llamativo del asunto es que en ese estado deplorable empezó a recordar charlas
sueltas que había tenido durante la fiesta.
–Y me acordé de una frase que no
sé si dije o me dijeron: “Mi vida cambió de la noche a la mañana”. ¿Decime si no
es para ponerla en un cuadro, Horacio?
Volvió a reírse y se quedó
mirándome, supongo que a la espera de un comentario. Pero, ¿qué podía agregar?
–Los días que siguieron a la
fiesta fueron terribles. No me quería dormir por miedo a aparecer quién sabe
dónde. Deambulaba por la casa como un zombi y creo que estuve más de 48 horas
sin poder pegar un ojo, al borde de la locura. En un momento me traicionó el
cansancio y caí rendido en la cama.
“Me desperté en otro living
oscuro, con mucho olor a encierro –dijo y parecía estar viéndolo. –Había una
luz que venía de otro ambiente y empecé a caminar en esa dirección. A esa
altura, ya tenía más curiosidad que miedo. Cuando asomé la cabeza por la puerta,
vi a un viejito tirado en la cama, leyendo, iluminado apenas por un velador.
“Tome asiento, joven”, me dijo sin sacar la vista del libro, pero no había
sillas, así que me senté en una punta de la cama a esperar algo, no sé qué.
“Recién cuando dio vuelta la
página, el viejito volvió a hablarme: “Cuénteme, joven, ¿en qué anda?”. Y fue
como si hubiera abierto una canilla adentro de mi corazón angustiado. Le conté
desordenadamente la pesadilla en que se había transformado mi vida y el viejito
dejó que me desahogara hasta el final, sin interrumpirme, asintiendo a cada una
de mis palabras con un movimiento de cabeza leve pero muy empático. Después, apoyó
el libro sobre la mesita de luz, acomodó con esfuerzo las almohadas y se sentó
contra el respaldo de la cama.
“Y entonces, Horacio, me pidió que
me acercara, me agarró de las muñecas con fuerza y con un hilito de voz me dijo:
“Las cosas pasan y punto, joven, no intente explicárselas”. Me soltó las manos
y el cuarto quedó automáticamente a oscuras…
El hombre del sillón hizo otra
pausa teatral.
–¿Y? ¿Qué pasó? –lo apuré.
–Eso es todo, Horacio. Tardé mucho
en entenderlo, pero no sabés qué alivio… No sé si esto va a parar algún día. Mientras
tanto, intento disfrutarlo…
El hombre del sillón me miró a los
ojos y apenas pude sostenerle la mirada. Las noches acumuladas en casas ajenas
emergieron de sus pupilas todas juntas con la intensidad de una segunda presencia.
–¿De dónde saliste vos? –le dije
asustado.
–¡Qué pregunta tan nuestra,
Horacio! –con una mano dibujó la frase en el aire. –¿De-dón-de-sa-lis-te-vos? No
cambiaría nada si lo supiéramos.
Nos quedamos callados, cada uno entregado
a su conversación interna. Mis ojos fueron cerrándose despacio, la nuca cedió hacia
abajo y una oleada de imágenes empezó a proyectarse debajo de mis párpados.
Abrí los ojos y ya era de día. Me
hice un café de parado en la cocina. Cuando asomó mi cara en el agua negra de
la taza, me la tragué de un sorbo.
Tomado de: El interior S.A.,
añosluz, 2016.