El poeta
cultiva una paciencia extraña, la del que espera algo que desconoce y cuyo
acontecimiento es incierto.
Osvaldo
Aguirre, “La tradición y los marginales”
La Kelpertina (27
pulquis, 2015), de Tomás Bartoletti, es un extenso poema político por fuera de toda consigna que urde su voz desde
las esquirlas de un lenguaje roto donde el sentido conforma una
política del sentido. La
soberanía, la militancia y los fantasmas de lo económico del imaginario nacional
están reflejados desde perspectivas cambiantes. ¿Remite su título al país que
representó Cristina Kirchner desde la perspectiva de los kelpers? En todo caso,
el libro devuelve la visión caleidoscópica de una realidad social, como si
Bartoletti desarticulara la señalética de las proclamas de una época y las devolviera
desde una mirada extrañada. Sus poemas, de una barricada neobarroca, proponen
una noción de poesía que crea su propio lenguaje a partir de una coyuntura
histórica: “dónde están las putas romanas/ dijo el camarada entrando/ por la
puerta vinimos/ por la revolución terminamos/ haciendo la rabolini no te hagas/
el sibilino ni convencido ni disvencido/ porque vas a cobrar lo que no
cobraste/hasta ahora”. Ampliando una metáfora que propone el autor de La Kelpertina, puede decirse que los
géneros literarios constituyen un mapa, pero el mapa no es el territorio. Este
libro de poemas se distingue al no parecerse a otro libro de poemas. La
singularidad y la originalidad son su mérito. Es posible encontrarlo en una
serie con Pujato (Vox, 2015), de
Gabriel Cortiñas, por el modo en que ambos autores se apropian de una serie
histórica, la descolocan y la vuelven materia poética.
Kohan (Vox, 2015), de
Alejandro Rubio, difícilmente pueda considerarse un libro tardío. Porque habla
de una coyuntura vigente. En su último libro publicado, Rubio confunde
voluntariamente a Alberto Kohan con Martín Kohan en un juego raymondrousseliano.
“No podés/ decir que Alberto escribió la mala novela de Martín/ ni que Martín
hizo ese negocio con los libios por Alberto.” Pero en una red de asociaciones
que a simple vista resultan arbitrarias, conviven el actor argentino Franchela,
el músico Frank Zappa y el lingüista dinamarqués Louis Hjelmslev. Escritos “con
el viento de la historia detrás”, sus poemas son ucronías que le sirven para
preguntarse, por ejemplo, en el caso de Zappa, si hubiera sido argentino, ¿habría
sido comunista, socialista o anarquista? Un coan, como sabemos, es una pregunta
que el maestro zen le hace a su discípulo para cotejar el grado de avance
alcanzado en el camino de su iniciación. Como si el coan fuera una forma de la
pregunta retórica que Rubio despliega en sus libros. Ya en su Diario (La calabaza del Diablo, 2009)
podíamos encontrar alguno: “¿Cómo
suena el silbido de un silbato sin bolita?”. Ocurrencias que recuerdan el arte
sutil del aforismo y la idea de Goethe sobre Lichtenberg: “donde hace una broma
hay un problema oculto”. En el caso de la poesía de Rubio, el drama político
visitado desde un costado en donde la inteligencia está al servicio de un
impulso reflexivo y lúdico, en un castellano perfecto. Más cerca de la
gauchesca, en el sentido en que su poética despliega un fraseo del habla
popular y una lectura política desde un lenguaje coloquial. Pero ese
coloquialismo es llevado a un extremo crítico. Tengo
para mí que Alejandro Rubio es la voz de nuestra época, el mejor y más refinado
poeta argentino vivo. Su poesía está conmocionada por sucesos actuales en clave
política y crítica. Y en su lírica aparece disfrazada esa voz en formas
camaleónicas: un taxista, una puta o un poeta, como en Hablando de poesía con el tachero (Belleza y felicidad, 2015), en
donde se leen perlas de lírica barrial como esta: “Entre nubes de pasado
infuso/ me acerco lento pero seguro/ a tu barrio en un 109 que/ traquetea por
el empedrado molesto/ pero seguro como antes decías que soy/ yo, en el patio,
bajo la higuera vieja,/ solos, diez años atrás.” (“Con ella”).
Pasta Base (27 pulquis, 2014), de José M. Abram Luján, actualiza rítmicamente el
terrorismo de estado de la década del 70 y la primavera guevarista. Su autor descubre
esbozos sobre campesinos explotados en fábricas de caña de azúcar, denuncia que
se actualizan en las fábricas clandestinas de paco de nuestra efímera
contemporaneidad. El título del libro articula el presente con un pasado que se
reconstruye poemáticamente. Azúcar o merca, en Pasta base se reponen escenas como notas macabras que un lector
atento podría haber subrayado en los diarios de la época: “los mendigos/ que
extirparon/ en furgones del Ejército/ el 14 de julio de 1977”, (…) “Un cuerpo
entró en el río/ Junio 16./ al día siguiente/ estaba todavía en el río”, (…)
“Lo detuvieron/ y lo ataron/ a un auto/ lo arrastraron/ hasta sacar chispas/ al
pavimento”.
Diario de un bebedor de petróleo (Vox,
2015), de Juan José Mendoza, desvela
una ideología no partidaria y una actitud o voluntad generacional postmoderna
que se diría acepta lo que ocurre en el mundo rarificándolo, solapando los
posicionamientos o las valoraciones demagógicas. Pareciera una aceptación
atenta a la época con una antena puesta en la frivolidad fugitiva de lo actual sin
utopía alguna. O quizás el libro desenmascare la utopía de un concepto. Diario de un bebedor de petróleo deja
entrever un procedimiento y su costura a la vista. Cuando leemos estos versos: “Así empezó/ la larga
doctrina del alquitrán/ pelafustán de nafta hirviendo”, a lo largo de su Diario, es posible intuir un gusto por
lo conceptual, sin ningún trasfondo anímico. ¿Es “el bello gusto del petróleo”
una metáfora de algo? Sí; son el gesto, móvil y motor del poema. Y cada lector tiene
que cifrar su valor. Cuando Mendoza escribe: “hay una noche entera que espera/
adentro del vino sin abrir” (…) “Hay una hora sola que espera/ adentro de los
relojes” (…) “hay pozos petroleros incendiados/ que esperan/ adentro de las
cajas de fósforos sin abrir”, son todas insistencias que van componiendo un sentido
que aunque parece difuso y quizás no sea del todo nítido exige ser desentrañado
y, a favor de la ambigüedad, responde a una estética premeditada. Un abordaje
enmascarado del discurso, críptico, por fuera de un entorno social ubicable. Es
posible que el poemario entable un diálogo hermético con el pueblo de Irak, al
que el autor dedica su libro.
Ezequiel
Alemian dice, al pasar, en el suplemento cultura del diario Los Andes (septiembre de 2015) sobre Un tesoro local (Iván Rosado, 2015), de
Francisco Garamona, que el libro “tiene algo muy particular en cuanto a las
imágenes, se van yendo y no las recuperás, se van y nunca vuelven.” A estos poemas, llenos de emociones mezcladas, algo
lejano, confuso y en apariencia azaroso los atraviesa. Como si fueran
iluminaciones espontáneas y personales. Como si su autor escribiera una poesía
imaginista no con sonidos ni con imágenes sino simplemente con sensaciones e
impactos. En Sobrevilla (Vox,
2015), Garamona acomete la reescritura de los poemas de Cornucopia (Ediciones del Diego, 2001) de José Villa y ofrece once
poemas en prosa que pueden leerse como naturalezas muertas que sueltan chispazos
de narraciones efímeras. Las frutas, en Sobrevilla,
son pretextos para narrar historias sobre lo pasajero de una acción o de un
movil. Incluso es posible advertir en el libro de Garamona el mérito de no
presentar ninguna idea, ninguna ideología y de hacer del artificio de la
escritura un arte donde la indeterminación ocupa el primer lugar. Se lee en
“Uvas”: “El hombre aparece en lo alto. Con una naturaleza musical recupera los
intervalos abruptos con su forma infantil. Ahora camina, diseña cronogramas
entre las luces del día. Alrededor unas tachaduras lo desvían y parecen girar
entre unas uvas que recién cuajarán el próximo mes.” En Garamona todo es
pretexto para enarbolar un delirio prolijo que da cuenta del revés de una
lógica. Sus poemas muestran algo que en apariencia es posible, pero cuando se
los vuelve a leer con más atención, nos damos cuenta que, desde un lenguaje
cauto, fuimos envueltos en una historia abismada en su propia imposibilidad.
Hay siempre un avance del delirio y el paisaje se vuelve cada vez más
indefinido en estas estampas psicodélicas. Artero, prolífero, ecléctico, sus
libros muestran una voz cambiante, no aprisionada en el corset de un estilo, en
continua efervescencia y mutación.
Alejandro Rubio, Tomás Bartoletti, José Abram
Luján, Juan José Mendoza, Francisco Garamona, de muy distintas maneras,
muestran una cara del lenguaje enriquecida de sentido desde artificios verbales.
¿Son proyectos antogónicos? ¿Se puede hablar de no significación en los libros
de Mendoza y de Garamona? ¿Hay en estos dos autores un ir hacia la trivialidad
o la indiferencia del sentido, un desdén, ironía hacia cualquier compromiso en
su búsqueda de artificiocidad y puro efecto? ¿Sería acertado pensar las obras
de Cortiñas, Bartoletti o Abram Luján como poéticas de una experiencia
histórica mediadas por una violentación del lenguaje? La sola síntesis que, desde
sus títulos, prefiguran estos libros que remiten a elementos tan distintos como
la pasta base, el petróleo o el tesoro de una localidad incierta, o que aluden
a nombres propios como Kelpertina, los Kohan, Pujato o José Villa, da cuenta de
la diversidad de voces vigentes en la poesía argentina contemporánea. Pero esta
variedad de voces no implica buena salud. Resulta evidente que este recorte, en
los márgenes de la producción poética argentina de los últimos años, muestra
una heterogeneidad vasta y elocuente. Pero son estos libros los que se
diferencian de las prácticas más típicas y obsoletas de la poesía actual, del
onanismo narcisista y del anecdotario intrascendente en clave frívola y
acartonadamente vitalista. Sacando textos marginales como los que comento en
esta nota, mucha de la poesía que se escribe y se publica actualmente en
Argentina tiene un mismo temperamento. Pocos buscan una brecha donde colar su
voz entre el griterío inane de los poetas de la levedad moderna.