Mi madre es una fuente inagotable de grandes
conocimientos domésticos. Sabe muchas recetas, pero no de cocina. A mi madre no
le gusta cocinar porque cocinar ensucia mucho la casa. Pero conoce todos los secretos y formas de la limpieza. Y
te pasa todas las fórmulas y sistemas para que el blanco sea transparente y las
suciedades, invisibles. La mugre, el qué dirán
y el demonio han sido siempre sus tres principales enemigos. Por eso
ella es catequista, discreta y prolija. Enarbola el bidón de lavandina Enarbola
el bidón de lavandina con misma maestría con que maneja el rosario.
Ella te puede enseñar a ser limpio de varias
maneras. La más práctica la conocimos de chicos, mis hermanos y yo, primos y
hasta allegados mugrientos. Consistía en refregarnos enérgicamente el cogote,
los sobacos, las rodillas y las orejas con una esponja áspera y más pinchuda
que una tía bigotuda. Las clases teóricas han sido y pueden ser a pedido o por
desesperación. Desesperación de ella, digo, si por ejemplo pasa por tu casa y
ve tu rejilla roñosa tirada sobre la mesada, con manchas de mate o café con
leche, o platos y vasos sin lavar y todos percudidos.
Y si hay una cosa que le gusta mucho a mí mamá, es
la lavandina. Mi madre adora la lavandina, la considera el principio del fin de
todos los males. Y no solo la adora, sabe usarla como nadie. Porque no es tan
fácil, si la medida y el modo utilizados no son suficientes, no sirve de nada. Si, en cambio, uno se
excede, no hay ropa blanca ni rejilla que aguante. Blanco pero como nuevito,
podría ser su lema. Y esa blancura, asociada a su sonrisa, a la disponibilidad
de su auto para trasladar a cuanta vieja de la iglesia necesite ser trasladada,
a su disposición para cuidar enfermos, ha sellado para siempre la fama de mi
madre. Las viejas del pueblo me lo dicen, si caigo de vez en cuando de visita:
–Ay, qué suerte la tuya con esa madre que te tocó,
querido, siempre limpiando o rezando, una santa hecha y derecha.
Y se van alabándola, deslumbradas por el resplandor
impecable que irradia el santísimo aura de mi madre, y olvidándose de preguntar
qué tal, querido, cómo te ha ido en todos estos años que no nos hemos visto. La
impresión que causa mi madre en las grandes devotas del pueblo es tan grande y
profunda que se les hace imposible ver a otro que no sea la santa madre que me
tocó.
Mi mamá empezó a limpiar desde muy chiquita y no
por necesidad, sino por vocación. Parece que aprovechó el último parto de mi
abuela, que además fueron mellizos, para desplegar sus talentos en cocinas,
baños y comedores. Mi abuela andaba medio distraída con tanto muchacho dando
vuelta por la casa o prendidos a sus tetas, así que, cómo no le iban a permitir
a esa muñequita hacendosa que ayudara en las rudas batallas contra el Mal de la
Roña y los Dañinos Olores. Y encima era tan fina y delicada que daba gusto
verla, tan chiquita y tan decidida, enjuagando trapos de piso, baldeando patios
enormes y barriendo la casa para que se pudieran hacer las fiestas familiares o
los velorios de los parientes más viejos que ya empezaban a morirse. Y ahí se
conoció una nueva destreza de mi precoz madre, una suprema habilidad y
organización para lavar, orear y almidonar los tremendos manteles de las
bóvedas familiares. Esa tarea llevaba casi un mes y comenzaba en octubre. Así,
para el día de los muertos y de los santos inocentes, los dos primeros días de
noviembre ya estaba todo listo para enfilar hacia el cementerio a llorar y
rezar a gusto y en familia, con los
manteles listos para la competencia con las bóvedas vecinas y aledañas. Los
parientes venían desde Buenos Aires, Bahía Blanca, Bragado y otros pueblos más
cercanos. Iban llegando y las mujeres de la familia se iban juntando en lo de
mi abuela por el asunto de los manteles. Asunto más que serio el de los
manteles bordados. Antes del día de todos los santos y el de los fieles difuntos
esos manteles tenían que haber pasado por todo el proceso de purificación,
limpieza y planchado que la tradición, la iglesia y el honor familiar exigían.
Hoy en día, mi madre es una catadora profesional de
desinfectantes de ambiente en aerosol. Experta mundial en recuperación de
trapos viejos pero limpios, de esos que son muy útiles para limpiar los
vidrios. Y en cuanto a la limpieza de los vidrios y cristales, ya que estamos,
se la ha escuchado avivar a más de una de sus nueras o sobrinas:
–Yo no uso limpiavidrios, uso vinagre y papel de
diario, no vas a comparar como te deja los ventiluces de la cocina.
Claro que mi madre, con el tiempo y los hijos y los
nietos, para que su santa limpieza perdurara, también fue perdiendo esos
moditos tan dulces, esa apariencia de princesita delicada y frágil, al menos
dentro de casa:
–Los calzoncillos con estas manchas blancas o con
palomitas los tiro, desde ya les aviso, tengan respeto por su madre, qué tanto
joder. Y hagan adentro o tiren lavandina después de mear. Son peores que su
padre.
Y acá aparece la madre del borrego. No es fácil
mantener durante años una casa y a toda una familia impecable. Y encima había
que hacerse tiempo para ir a supervisar la casa y el estado general de mi
abuelo, que por algo la llamaba La Gerenta. Y así fue que, con el correr del
tiempo, a la obsesión de mi santa madre por la higiene absoluta y la blancura
perfecta le fue apareciendo un duro obstáculo: mi padre.
Después de treinta y pico de años de vivir juntos y
con la mayoría de los hijos ya grandes e independizados, se podía oír desde el
patio después de un almuerzo, algo como esto:
–Y vos no jodas más, siempre metido acá en el medio
de la cocina, no me dejás hacer las cosas de la casa, correte, querés.
–Siempre tan cariñosa vos. Fregá tranquila, que
este cuerpito se va a poner horizontal…
–Andá a bañarte primero, estuviste en el campo todo
el día, mirate la facha… Andá al baño y dejame toda esa ropa para lavar. Y
correte que voy a baldear.
–Y pensar que eras tan fina y delicada cuando te
conocí.
–Sí, como si para mantener esta casa sirviera de
algo ser fina y delicada… ¡Y encima todos hombres alrededor mío!
–Me voy a dormir la siesta y después, capaz que me
baño…
–No me deshagas la cama grande que ya está hecha, acostate
en la cama de la pieza del fondo que está sin hacer. Ah, y lavate bien las
patas antes de acostarte que después me percudís todas las sábanas.
–Después no me andes llorando en la tumba cuando te
falte.
–Llorar, no, qué voy a llorar, voy a tener todo
bien limpito, sin que nadie me ande enchastrando todo. Y a vos también te voy a
tener impecable, más que en vida, mirá.
Y mi padre se murió nomás. Y parece cosa de
mandinga, pero en realidad debe haber sido un arreglito de mi madre con ese
dios al que ella siempre le hizo tantos favores. Porque mi viejo se murió
mientras se estaba duchando, así que ella solo tuvo que ocuparse de qué ropa
ponerle, porque ya salió limpito y derecho para el cementerio.
A mi padre lo metieron en una bóveda de la familia
que nos prestaron hasta que terminaran de construir el nicho para él. A mi
madre se le metió en la cabeza que tenía que ser trasladado a su lugar
definitivo antes de que se terminara el año en que había muerto, y que en ese
acto teníamos que estar los cuatro hijos presentes. Para su tranquilidad todos
le dijimos que sí, y el último día del año se logró que todos, hijos y nicho
terminado, coincidiéramos en el cementerio para el famoso traslado. A mí y a mis
hermanos, lo mismo que a mi viejo, nos conmovían poco esos rituales, y no nos
importaba demasiado el destino final de nuestros huesos. “A mí métanme en un
cajón de manzanas, no anden gastando al pedo”, decía siempre mi viejo. Pero no
pudimos darle el gusto: mi madre tramaba otro final para su bajada de telón.
Ese día, cuando mi madre llegó a la bóveda, estábamos
todos esperando. Ella había querido ir sola en su auto, había llegado temprano
y se demoró en la tumba de la tía, en el nicho de la prima, en las bóvedas de
fulano y mengano. Nos hizo estar a todos a las once, pero ella se fue sola a
hacer sociales con los finados de la familia hasta las once y media. Y después
llegó adonde la esperábamos todos con una bolsita de nylon blanca colgando del
brazo. Yo, en cuanto la vi, pensé: “Quiero creer que en esa bolsa no trae lo
que yo sospecho que trae.”
Mientras se hacía la que saludaba a todos, comprobó
disimuladamente que todos los parientes que prometieron acompañar el traspaso
del cuerpo al nicho estuvieran presentes. Eran más de cincuenta. Aparentemente
estaban todos, apiñados al otro lado de la veredita principal del cementerio. Y
después, de reojo, nos pasa revista a nosotros cuatro. Y acá estamos, para que
entierre este muerto de una buena vez. Hace una señal apenas perceptible y los
empleados del cementerio sacan de allá adentro el ataúd, rodando sobre un
aparejo metálico. Otra imperceptible orden de mamá hace que el catafalco se
detenga en seco. Respiración contenida de los cincuenta y pico de parientes. Mi
madre se dirige muy digna hasta el cajón.
Yo, que me tiento en los cementerios, tuve que esconderme
detrás de una tumba destartalada, adornada con unas flores de plástico, grandes
y feas. Ya no sospechaba, estaba totalmente seguro de la que se venía.
Ella se besó la mano derecha y luego tocó
ceremonialmente el ataúd, trasladándole el beso a la madera como si fuera la
frente de mi padre. Enseguida, sin mirar a nadie, abrió la bolsa blanca. En tres
segundos sacó un plumerito, dos franelas y dos tubos de lustramuebles. Sin que
nos percatemos cómo, todos mis tíos ya estaban al lado de ella. Mi tío más
grande se plumereó el féretro en menos que canta un gallo, mientras que mamá,
imponente, iba rociando el lustramuebles sobre la madera brillante de modo
metódico, de los pies a la cabeza. Los mellizos aplicaban la franela con
fervor, uno por encima y el otro tirado en el piso bajo las ruedas del
catafalco. Mamá coordinaba la acción de cada uno casi sin mirarlos. Mi tía se
había ubicado al costado de ella y le iba señalando con el dedo los puntos que
aún estaban sucios o partes que faltaban rociar con el lustramuebles.
Desde atrás de la tumba observé que finalmente el
cortejo se ponía en marcha. Me uní discretamente. Mamá iba caminando al lado
del cajón, ajustando algún detalle con la franela y el aerosol. Eran apenas
unos cuarenta metros los que había que recorrer, pero se hicieron como si
hubieran sido mil. Y a cada metro, un plumerazo al cajón.
Los sepultureros hicieron rápido, por suerte.
Metieron el féretro en el hueco del nicho sin muchas contemplaciones. A
continuación, arrodillados en el piso, se abocaron a colocar la tapa de
granito, desentendiéndose de todos nosotros.
Creo que a uno de ellos le cayó mal cuando ella le
empapó la botamanga del pantalón con el primer baldazo de agua con lavandina
que tiró sobre la lápida recién estrenada.
Te voy a tener impecable, había prometido.