4.6.15

El sátiro de Villa Martelli, por Esteban Castromán



1.
Sí, lo sé, debería comprarme una Mac. Desde mis años de facultad todos, compañeros, profesores y boletines digitales apestando mi casilla de correo electrónico una vez por semana aseguraban que era la mejor opción para llevar a cabo, con precisión, el tipo de trabajo que tengo.
Soy diseñador gráfico free lance. Trabajo desde mi casa. Virginia, mi mujer, es licenciada en relaciones del trabajo. Es empleada en el sector de recursos humanos de una reconocida empresa que fabrica puertas blindadas. Yo aún debo algunos finales para obtener mi título de grado. Supongo que esa deuda se conserva latente en los archivos de los morosos incobrables de la culpa, esperando su momento de ser desempolvada para perseguirme hasta debajo de la cama al bramido de: pagá, colgado.

2.
Disfruto estar en casa, operar mi PC y darle forma visual a packagings de clavos y tornillos o volantes de gimnasios o carteles exteriores de lavaderos de autos o remiserías. Cranear isologotipos para marcas de ropa que recién empiezan o flyers para las fiestas que organiza mi amigo Mauricio.
Estar acá, amparado entre mis cosas, retrasa la velocidad de mi vejez. Al menos eso creo, me digo cada tanto, principalmente cuando los números no cierran y Virginia vuelve a iniciar su gimnasia de sugerencias, primero sutiles, luego explícitas: ¿por qué no te buscás un laburo en alguna empresa y te dejás de joder?
Estar acá, junto a la ventana y ver la porción de tierra con pasto con jazmines con helechos que siempre soñamos, desde que éramos novios, me hace sentir feliz.
También, escuchar la música leve de las mañanas, el concierto noise de motores de colectivos que piden clemencia durante los mediodías, el murmullo impalpable a la hora de la siesta.

3.
Lionel, nuestro bebé de diez meses, duerme en el cuarto de arriba. Hasta que empiece la guardería lo cuido yo. Esa es otra ventaja de trabajar desde casa, para no tener que pedir favores a nadie.
Vivimos en una vivienda sencilla pero bastante grande ubicada en Villa Pueyrredón. Cuando me había ido a vivir solo, caí en un departamento de Villa Crespo. Y mucho antes, desde que nací hasta que tomé la decisión de independizarme, viví en Villa Martelli. Parece una estupidez, pero hay algo ahí, prefijos que me repiten.

4.
Mientras muevo el mouse, y tomo decisiones en la pantalla acerca de colores y formas, me encuentro algo alerta a mi terminal del intercomunicador que me permite escuchar qué sucede en la habitación de Lionel. Por ejemplo ahora duerme, respira lento, a veces chisporroteos de llantos que no se consolidan, la exteriorización de sus pesadillas infantiles.

5.
Aún es media mañana y tomo un sorbo de mi segundo café. Haber pensado en Villa Martelli me permite recrear un episodio que sucedió en el umbral que separa la niñez de la adolescencia.
La postal es la siguiente: Coco, Mauro, Julián y yo agazapados en la vereda de enfrente, tras un montículo de escombros, a una casa que tenía una puerta de madera celeste cuya pintura estaba erosionada por las sucesivas oscilaciones del tiempo y la desidia de su dueño.
Allí vivía Don Carmelo. También conocido, en los radiopasillos del barrio, como “El Sátiro de Villa Martelli”.

6.
Es más sagaz que el Hombre Gato, más peligroso que cualquier loco suelto, más atrevido que el Hombre de la Bolsa, hay que tener mucho cuidado, solía repetir mamá durante las cenas, antes de servir la comida a papá, a mi hermana Candela y a mí. Su mensaje, era evidente, estaba teledirigido, como un proyectil de su propia paranoia, hacia mí. Mi viejo llegaba a casa tarde y no tenía mucho para ofrecer a la perversión de nadie; Candela era muy bebé; yo callejeaba con mis amigos durante las horas de siestas estivales y para ella daba con el perfil de Don Carmelo. Entraba en su target depravado.

7.
La cuestión es que los cuatro permanecíamos ocultos tras desechos de construcciones de casas que estaban siendo reformadas en algún tipo de sentido, con gomeras, piedras, palos con clavos que habíamos fabricado con cierta ingeniería precaria, y piedras. Muchas piedras. Grandes, medianas y pequeñas. Esperando a que la puerta celeste se abriese para darle su merecido, repetíamos susurrando.

8.
Ahora observo por la ventana que nuestro gato, llamado Miguel Mateos ZAS, en el jardín del fondo, intenta atrapar a un pájaro cuya especie desconozco. Es amarillo y bravucón. Es decir, que se acerca y se aleja del gato como si lo desafiara.
De este lado del vidrio, junto a la computadora, ojeo la leyenda escrita en una tipografía cursiva, dorada, sobre el pequeño gabinete de plástico: Premium Baby Call. Sus orificios largos y horizontales, que sugieren la idea de un parlante oculto, escupen los llantos de un bebé. Es cerca del mediodía con lo cual la irrupción del sonido pareciera haberse sumado, como un instrumento más, al coro mecánico de las unidades de los colectivos 169 que pasan por la puerta de mi casa. Pero no. Es Lionel que llora. Debe tener hambre.

9.
Preparo la mamadera con cierta velocidad y grito inútilmente mirando en dirección hacia la escalera: ahí va, Lionel. Sus lloriqueos, transmitidos vía Premium Baby Call, se hacen cada vez más intensos. Cierro la tapa y subo las escalera trotando.

10.
Es extraño. Estoy asomado a su habitación -decorada con una estética de ensueño, paredes como un cielo azul con nubes, algunos arco iris diseminados aleatoriamente, muñequitos en dos dimensiones que yo mismo ilustré dispersos, frases de amor- y veo que Lionel duerme profundamente. Parece que nada ni nadie supo alterarlo en horas, con una seguridad en su dormir que hace inverosímil la posibilidad del llanto emitido por el intercomunicador. Entonces vuelvo sobre mis pasos, en puntas de pie, para no alterar el orden de las cosas, y cierro la puerta con mucho cuidado. Bajo las escaleras.

11.
Mamá nos contó en la mesa, una noche que había cocinado pollo salteado con cebollas y morrones y ajos, que una vez Don Carmelo se quedó esperando a la salida de la escuela que vas vos vestido con un sobretodo sentado sobre la tapia de una casa de enfrente. Vos seguro no te acordás, eras muy chico, pero a las doce y media, cuando empezaron a salir todos, se acercó hasta la esquina esperando al malón de chicos que iban para sus casas. En eso, el muy hijodeputa, se abrió el sobretodo y abajo no tenía nada. ¿Cómo que no entendés? ¿Vos sos tarado? Estoy diciendo que estaba desnudo abajo del sobretodo. Les mostró sus partes a los chicos que salían de la escuela. Claro, los chicos se reían a carcajadas, me contó una vez una madre, y las nenas estaban aterradas por ver esa cosa peluda de este sátiro. ¿Entendés ahora por qué te digo que es peligroso? ¿Y por qué tenés que tener cuidado y nunca, pero nunca, pases por la puerta de su casa?

12.
Confieso que en ese momento no entendía mucho de lo que hablaba mamá. Pero claro, ahí había algo que ofuscaba a todos los adultos, empezando por ella. Esa misma noche, antes de poder dormirme, traté de conjeturar acerca de las razones.
¿El sobretodo? No, no creo, papá tiene uno y nadie se alarma por eso.
¿Qué haya estado sentado en la tapia frente a la escuela? No, no creo, muchos padres y madres solían hacer guardia para interceptar y abrazar a sus hijitos a la salida de la escuela.
¿Qué abajo no tuviera nada? No, no creo, si todos nos conocemos cómo somos cuando estamos desnudos y nos bañamos, y cuando nos cambiamos de ropa.
Y, según decían en la parroquia que todos somos imagen y semejanza de dios, entonces, ¿cuál era el problema?

13.
Todo eso pensaba hasta que mi amigo y compañero de aula Mauro, que era algo más despierto que yo, quizá por tener tres hermanos mayores, me explicó que estaba mal lo que hacía y, ahora puedo recordar con un registro bastante difuso, armó una teoría del mal y de cómo habría que erradicarlo, cualquiera fuera su peso específico, mediante la violencia. Justicia por mano propia; hay que hacer algo; hay que darle su merecido: tres eslóganes que repetía con insistencia. Y como tanto Coco, Julián y yo éramos bastante manipulables le seguimos la corriente.

14.
A nuestro gato le pusimos de nombre Miguel Mateos ZAS porque Virginia es fanática, aún hoy, de ese músico y de su primera banda con la cual sacó cinco discos, uno en vivo y un ep.
Antes de conocerla, nunca le presté demasiada atención a su trabajo.
En Martelli éramos más ricoteros, algo de Sumo, V8 o Pappo´s Blues.
Y como nunca me interesó abrir las posibilidades de mi discografía por fuera del rock con mayúsculas, conocer a Mateos fue algo nuevo en mi vida.
Una de las tantas cosas que cambiaron desde mi convivencia con ella.

15.
Sí, debería comprarme una Mac, definitivamente. Es que a veces me mandan archivos que no puedo abrir, a pesar de tener casi todos los programas de diseño. Claro, algunos no están del todo actualizados. Pero bueno, para las pedorradas que me piden que haga creo que está bien. Si algún día me contrata alguna multinacional para que diseñe cosas más importantes, calculo que podría tomar la decisión de ahorrar y cambiar de máquina. Me gustaría hacer un curso de diseño web o de Flash o HTML5. No sé, algo que me permita trabajar mejor.

16.
Pero es difícil tomar la iniciativa. A veces no tengo ganas de salir de casa ni para comprar leche para Lionel. Lo hago en casos de fuerza mayor, cuando no queda otra. Porque, eso sí, gracias a mi hijo pude descubrir que soy responsable, que puedo hacerme cargo y comprometerme con lo importante de la vida.
Cuando nos juntamos con Coco y Julián hablamos de estas cosas.
Coco tiene dos, se separó, pero los ve los fines de semana. La mujer de Julián está embarazada y me dice que tiene miedo. Es lógico. Pero las experiencias hay que vivirlas para saber de qué se tratan. En cambio Mauro, sigue en la misma: organiza fiestas, sigue en la joda, no quiere parar el carro nunca. Allá él.

17.
Como dije antes, le seguimos la corriente. Y planificamos una embestida precaria pero contundente. Días antes nos habíamos turnado para estudiar sus movimientos cotidianos. Y sabíamos que a las tres y media de la tarde, Don Carmelo frecuentaba salir de su casa con una bolsa de hacer los mandados y caminar hasta Laprida, enfilar en dirección a la plaza, sentarse un rato, alrededor de una hora, cerca del arenero donde estaban las hamacas y los subibajas. Luego solía entrar caminando por la diagonal, dar un paseo aleatorio por las calles de adentro, para desembocar en Laprida hasta la calle que, doblando, lo dirigía a su casa.

18.
Esa tarde de verano hacía demasiado calor. Por un momento, ahora recuerdo, coqueteé por primera vez con la idea de la injusticia: tener que estar muriéndome de calor, agazapado tras los restos de cascotes y fierros que antes constituían el esqueleto de hogares felices, o no, para darle un escarmiento a alguien a quien jamás había visto ni sabía con precisión cuál era su Infracción.

19.
Sin embargo, advertí en mí una fuerza superior que nunca había sentido en mis mañanas y tardes de parroquia, ni en las cenas con mamá, papá y Candela, ni en la dirección de la escuela cuando rompimos el vidrio del salón de actos, ni viendo los programas de televisión que veía. En esa espera con mis tres amigos, enfrente de la vereda donde estaba la puerta de Don Carmelo, tras los escombros, intuía el devenir de una acción novedosa, adrenalina, una vaga posibilidad de que el mundo fuera menos macabro. Entonces le arrebaté a Coco su gomera, agarré unas cuantas piedras pequeñas y medianas, plausibles de lanzar con mi nuevo artefacto y me posicioné como un francotirador, estirando la goma unos cuantos centímetros hacia atrás, apuntando entre los fierros que formaban una V algo irregular, calculando los efectos de la tensión como si hubiera sido entrenado para ello antes de salir al mundo del vientre de mamá, que seguro en ese momento estaría en casa cuidando a Candela, hablándole con una voz finita y atormentadoramente tierna: hola Cande, mirá este muñequito que te trajo papá, ¿te gusta? Vos sos una nena buena, no como tu hermano. Pero él ya va a aprender, hay que darle tiempo, Candelita… ¿no, hermosura…?

20.
Hay un murmullo impalpable. Es la hora de la siesta. Villa Martelli, Don Carmelo, Mauro, Coco y Julián, mamá y Candela, como una maqueta en cuatro dimensiones que en este momento interfieren entre la PC y mi atención, no me permiten terminar el isologotipo que empecé la semana pasada. Se trata de un nuevo bar que están por inaugurar unos amigos de unos conocidos míos en una de las calles más transitadas de Villa Pueyrredón, a pocas cuadras de casa. Vanguardia quieren llamarlo y me encargaron el trabajo de generar la imagen visual. Me cuesta mucho trabajar en el asunto, debido a que me parece bastante ridículo tal nombre para un bar y porque sus dueños fueron bastantes ratas a la hora de arreglar el precio de mis honorarios. ¡Vanguardia las pelotas!

21.
Premium Baby Call logra atravesar, de modo centrípeto, otro anillo de mi desconcentración. Lionel arriba comenzó a llorar, esta vez con mayor ímpetu. Corro hacia la cocina, caliento la mamadera que había preparado hace algunas horas atrás, vuelvo a gritar sin sentido: ahí va, Lionel. Ya la temperatura es la adecuada y mientras subo las escaleras, el intercomunicador estalla en sollozos, no parecen humanos, son demasiado inflamados, me parece oírlos en estéreo. Sigo subiendo.

22.
Es más que extraño. Es el fin del mundo. De mi mundo, al menos. Dejo caer la mamadera sin querer rebota estalla salpica de leche sintética mis piernas mis ojotas el piso de madera de la habitación. Lionel no está en su cuna. Al lado de la cuna, sin embargo, continua estático el Premium Baby Call. En el piso de abajo, junto a mi PC, la otra terminal del intercomunicador, logro escucharla desde acá arriba, sigue disparando aullidos de bebé, los llantos de mi hijo. Pero mi hijo no está donde debería estar.

23.
Pánico. Miseria. Convulsiones. Desamparo. Culpa. Horror. Sinsentido. Muerte.

24.
No lo puedo explicar. No puedo decir absolutamente nada. Busco por toda la habitación, dentro del ropero, detrás de los muebles. Quito las carcasas de los interruptores de luz. En el baño de arriba investigo el inodoro, las rejillas, abro todas las puertas posibles, quito las tapas de los desodorantes. Vuelvo a la habitación de Lionel y saco con desesperación todas las prendas y sábanas de la cajonera que está en el rincón opuesto a su puerta de entrada. Me acerco a la ventana, la abro, miro hacia abajo, hacia arriba, hacia los costados. Y nada. Le quito las pilas AA al intercomunicador, lo arrojo contra el suelo de madera y veo que el pequeño gabinete de plástico se resquebraja. Sin embargo, desde abajo se siguen escuchando los llantos desesperados de Lionel, transmitidos desde no se sabe dónde ni de qué manera a la terminal de Premium Baby Call que reposa sobre mi mesa de trabajo, en la planta inferior, junto a la taza casi vacía, de mi tercer café del día.

25.
Entonces salgo afuera. Dejo la puerta de la casa abierta. Me paro en medio de la calle. A unas dos cuadras puedo ver la contextura de un colectivo de la línea 169 que se aproxima hacia mí. Hago un paneo desesperado en 360 grados mientras grito. Me arrodillo secándome las lágrimas desesperadas y de reojo observo que el 169 ya está a una cuadra.
Un recuerdo me atraviesa como una lanza: esa tarde con los chicos, detrás de los escombros; cuando Don Carmelo apenas se asomó por la puerta celeste de su casa, con la gomera, le acerté un piedrazo bastante irregular, y filoso, bajo su frente, en medio de sus ojos.


Tomado de: 380 voltios, Pánico al pánico, 2011