1.
Sí, lo sé, debería comprarme una Mac. Desde mis años
de facultad todos, compañeros, profesores y boletines digitales apestando mi
casilla de correo electrónico una vez por semana aseguraban que era la mejor
opción para llevar a cabo, con precisión, el tipo de trabajo que tengo.
Soy diseñador gráfico free lance. Trabajo desde mi
casa. Virginia, mi mujer, es licenciada en relaciones del trabajo. Es empleada
en el sector de recursos humanos de una reconocida empresa que fabrica puertas
blindadas. Yo aún debo algunos finales para obtener mi título de grado. Supongo
que esa deuda se conserva latente en los archivos de los morosos incobrables de
la culpa, esperando su momento de ser desempolvada para perseguirme hasta
debajo de la cama al bramido de: pagá, colgado.
2.
Disfruto estar en casa, operar mi PC y darle forma
visual a packagings de clavos y tornillos o volantes de gimnasios o carteles
exteriores de lavaderos de autos o remiserías. Cranear isologotipos para marcas
de ropa que recién empiezan o flyers para las fiestas que organiza mi amigo
Mauricio.
Estar acá, amparado entre mis cosas, retrasa la
velocidad de mi vejez. Al menos eso creo, me digo cada tanto, principalmente
cuando los números no cierran y Virginia vuelve a iniciar su gimnasia de
sugerencias, primero sutiles, luego explícitas: ¿por qué no te buscás un laburo
en alguna empresa y te dejás de joder?
Estar acá, junto a la ventana y ver la porción de
tierra con pasto con jazmines con helechos que siempre soñamos, desde que
éramos novios, me hace sentir feliz.
También, escuchar la música leve de las mañanas, el
concierto noise de motores de colectivos que piden clemencia durante los
mediodías, el murmullo impalpable a la hora de la siesta.
3.
Lionel, nuestro bebé de diez meses, duerme en el
cuarto de arriba. Hasta que empiece la guardería lo cuido yo. Esa es otra
ventaja de trabajar desde casa, para no tener que pedir favores a nadie.
Vivimos en una vivienda sencilla pero bastante grande
ubicada en Villa Pueyrredón. Cuando me había ido a vivir solo, caí en un
departamento de Villa Crespo. Y mucho antes, desde que nací hasta que tomé la
decisión de independizarme, viví en Villa Martelli. Parece una estupidez, pero
hay algo ahí, prefijos que me repiten.
4.
Mientras muevo el mouse, y tomo decisiones en la
pantalla acerca de colores y formas, me encuentro algo alerta a mi terminal del
intercomunicador que me permite escuchar qué sucede en la habitación de Lionel.
Por ejemplo ahora duerme, respira lento, a veces chisporroteos de llantos que
no se consolidan, la exteriorización de sus pesadillas infantiles.
5.
Aún es media mañana y tomo un sorbo de mi segundo
café. Haber pensado en Villa Martelli me permite recrear un episodio que
sucedió en el umbral que separa la niñez de la adolescencia.
La postal es la siguiente: Coco, Mauro, Julián y yo
agazapados en la vereda de enfrente, tras un montículo de escombros, a una casa
que tenía una puerta de madera celeste cuya pintura estaba erosionada por las
sucesivas oscilaciones del tiempo y la desidia de su dueño.
Allí vivía Don Carmelo. También conocido, en los
radiopasillos del barrio, como “El Sátiro de Villa Martelli”.
6.
Es más sagaz que el Hombre
Gato, más peligroso que cualquier loco suelto, más atrevido que el Hombre de la
Bolsa, hay que tener mucho cuidado, solía repetir mamá durante las cenas, antes de
servir la comida a papá, a mi hermana Candela y a mí. Su mensaje, era evidente,
estaba teledirigido, como un proyectil de su propia paranoia, hacia mí. Mi
viejo llegaba a casa tarde y no tenía mucho para ofrecer a la perversión de
nadie; Candela era muy bebé; yo callejeaba con mis amigos durante las horas de
siestas estivales y para ella daba con el perfil de Don Carmelo. Entraba en su
target depravado.
7.
La cuestión es que los cuatro permanecíamos ocultos
tras desechos de construcciones de casas que estaban siendo reformadas en algún
tipo de sentido, con gomeras, piedras, palos con clavos que habíamos fabricado
con cierta ingeniería precaria, y piedras. Muchas piedras. Grandes, medianas y
pequeñas. Esperando a que la puerta celeste se abriese para darle su merecido, repetíamos
susurrando.
8.
Ahora observo por la ventana que nuestro gato, llamado
Miguel Mateos ZAS, en el jardín del fondo, intenta atrapar a un pájaro cuya
especie desconozco. Es amarillo y bravucón. Es decir, que se acerca y se aleja
del gato como si lo desafiara.
De este lado del vidrio, junto a la computadora, ojeo
la leyenda escrita en una tipografía cursiva, dorada, sobre el pequeño gabinete
de plástico: Premium Baby Call. Sus orificios largos y horizontales, que
sugieren la idea de un parlante oculto, escupen los llantos de un bebé. Es
cerca del mediodía con lo cual la irrupción del sonido pareciera haberse sumado,
como un instrumento más, al coro mecánico de las unidades de los colectivos 169
que pasan por la puerta de mi casa. Pero no. Es Lionel que llora. Debe tener
hambre.
9.
Preparo la mamadera con cierta velocidad y grito
inútilmente mirando en dirección hacia la escalera: ahí va, Lionel. Sus lloriqueos, transmitidos vía Premium Baby Call,
se hacen cada vez más intensos. Cierro la tapa y subo las escalera trotando.
10.
Es extraño. Estoy asomado a su habitación -decorada
con una estética de ensueño, paredes como un cielo azul con nubes, algunos arco
iris diseminados aleatoriamente, muñequitos en dos dimensiones que yo mismo
ilustré dispersos, frases de amor- y veo que Lionel duerme profundamente.
Parece que nada ni nadie supo alterarlo en horas, con una seguridad en su
dormir que hace inverosímil la posibilidad del llanto emitido por el
intercomunicador. Entonces vuelvo sobre mis pasos, en puntas de pie, para no
alterar el orden de las cosas, y cierro la puerta con mucho cuidado. Bajo las
escaleras.
11.
Mamá nos contó en la mesa, una noche que había
cocinado pollo salteado con cebollas y morrones y ajos, que una vez Don Carmelo se quedó esperando a la
salida de la escuela que vas vos vestido con un sobretodo sentado sobre la
tapia de una casa de enfrente. Vos seguro no te acordás, eras muy chico, pero a
las doce y media, cuando empezaron a salir todos, se acercó hasta la esquina
esperando al malón de chicos que iban para sus casas. En eso, el muy
hijodeputa, se abrió el sobretodo y abajo no tenía nada. ¿Cómo que no entendés?
¿Vos sos tarado? Estoy diciendo que estaba desnudo abajo del sobretodo. Les
mostró sus partes a los chicos que salían de la escuela. Claro, los chicos se
reían a carcajadas, me contó una vez una madre, y las nenas estaban aterradas
por ver esa cosa peluda de este sátiro. ¿Entendés ahora por qué te digo que es
peligroso? ¿Y por qué tenés que tener cuidado y nunca, pero nunca, pases por la
puerta de su casa?
12.
Confieso que en ese momento no entendía mucho de lo
que hablaba mamá. Pero claro, ahí había algo que ofuscaba a todos los adultos,
empezando por ella. Esa misma noche, antes de poder dormirme, traté de
conjeturar acerca de las razones.
¿El sobretodo? No, no creo, papá tiene uno y nadie se alarma por eso.
¿Qué haya estado sentado en la tapia frente a la escuela? No, no creo, muchos padres y madres solían hacer guardia para interceptar y abrazar a sus hijitos a la salida de la escuela.
¿Qué abajo no tuviera nada? No, no creo, si todos nos conocemos cómo somos cuando estamos desnudos y nos bañamos, y cuando nos cambiamos de ropa.
¿El sobretodo? No, no creo, papá tiene uno y nadie se alarma por eso.
¿Qué haya estado sentado en la tapia frente a la escuela? No, no creo, muchos padres y madres solían hacer guardia para interceptar y abrazar a sus hijitos a la salida de la escuela.
¿Qué abajo no tuviera nada? No, no creo, si todos nos conocemos cómo somos cuando estamos desnudos y nos bañamos, y cuando nos cambiamos de ropa.
Y, según decían en la parroquia que todos somos imagen
y semejanza de dios, entonces, ¿cuál era el problema?
13.
Todo eso pensaba hasta que mi amigo y compañero de
aula Mauro, que era algo más despierto que yo, quizá por tener tres hermanos
mayores, me explicó que estaba mal lo que hacía y, ahora puedo recordar con un
registro bastante difuso, armó una teoría del mal y de cómo habría que
erradicarlo, cualquiera fuera su peso específico, mediante la violencia. Justicia por mano propia; hay que hacer
algo; hay que darle su merecido: tres eslóganes que repetía con
insistencia. Y como tanto Coco, Julián y yo éramos bastante manipulables le
seguimos la corriente.
14.
A nuestro gato le pusimos de nombre Miguel Mateos ZAS
porque Virginia es fanática, aún hoy, de ese músico y de su primera banda con
la cual sacó cinco discos, uno en vivo y un ep.
Antes de conocerla, nunca le presté demasiada atención
a su trabajo.
En Martelli éramos más ricoteros, algo de Sumo, V8 o
Pappo´s Blues.
Y como nunca me interesó abrir las posibilidades de mi
discografía por fuera del rock con mayúsculas, conocer a Mateos fue algo nuevo
en mi vida.
Una de las tantas cosas que cambiaron desde mi
convivencia con ella.
15.
Sí, debería comprarme una Mac, definitivamente. Es que
a veces me mandan archivos que no puedo abrir, a pesar de tener casi todos los
programas de diseño. Claro, algunos no están del todo actualizados. Pero bueno,
para las pedorradas que me piden que haga creo que está bien. Si algún día me
contrata alguna multinacional para que diseñe cosas más importantes, calculo
que podría tomar la decisión de ahorrar y cambiar de máquina. Me gustaría hacer
un curso de diseño web o de Flash o HTML5. No sé, algo que me permita trabajar
mejor.
16.
Pero es difícil tomar la iniciativa. A veces no tengo
ganas de salir de casa ni para comprar leche para Lionel. Lo hago en casos de
fuerza mayor, cuando no queda otra. Porque, eso sí, gracias a mi hijo pude
descubrir que soy responsable, que puedo hacerme cargo y comprometerme con lo
importante de la vida.
Cuando nos juntamos con Coco y Julián hablamos de
estas cosas.
Coco tiene dos, se separó, pero los ve los fines de
semana. La mujer de Julián está embarazada y me dice que tiene miedo. Es
lógico. Pero las experiencias hay que vivirlas para saber de qué se tratan. En
cambio Mauro, sigue en la misma: organiza fiestas, sigue en la joda, no quiere
parar el carro nunca. Allá él.
17.
Como dije antes, le seguimos la corriente. Y
planificamos una embestida precaria pero contundente. Días antes nos habíamos
turnado para estudiar sus movimientos cotidianos. Y sabíamos que a las tres y
media de la tarde, Don Carmelo frecuentaba salir de su casa con una bolsa de
hacer los mandados y caminar hasta Laprida, enfilar en dirección a la plaza,
sentarse un rato, alrededor de una hora, cerca del arenero donde estaban las
hamacas y los subibajas. Luego solía entrar caminando por la diagonal, dar un
paseo aleatorio por las calles de adentro, para desembocar en Laprida hasta la
calle que, doblando, lo dirigía a su casa.
18.
Esa tarde de verano hacía demasiado calor. Por un
momento, ahora recuerdo, coqueteé por primera vez con la idea de la injusticia:
tener que estar muriéndome de calor, agazapado tras los restos de cascotes y
fierros que antes constituían el esqueleto de hogares felices, o no, para darle
un escarmiento a alguien a quien jamás había visto ni sabía con precisión cuál
era su Infracción.
19.
Sin embargo, advertí en mí una fuerza superior que nunca
había sentido en mis mañanas y tardes de parroquia, ni en las cenas con mamá,
papá y Candela, ni en la dirección de la escuela cuando rompimos el vidrio del
salón de actos, ni viendo los programas de televisión que veía. En esa espera
con mis tres amigos, enfrente de la vereda donde estaba la puerta de Don
Carmelo, tras los escombros, intuía el devenir de una acción novedosa,
adrenalina, una vaga posibilidad de que el mundo fuera menos macabro. Entonces
le arrebaté a Coco su gomera, agarré unas cuantas piedras pequeñas y medianas,
plausibles de lanzar con mi nuevo artefacto y me posicioné como un
francotirador, estirando la goma unos cuantos centímetros hacia atrás,
apuntando entre los fierros que formaban una V algo irregular, calculando los
efectos de la tensión como si hubiera sido entrenado para ello antes de salir
al mundo del vientre de mamá, que seguro en ese momento estaría en casa
cuidando a Candela, hablándole con una voz finita y atormentadoramente tierna: hola Cande, mirá este muñequito que te trajo
papá, ¿te gusta? Vos sos una nena buena, no como tu hermano. Pero él ya va a
aprender, hay que darle tiempo, Candelita… ¿no, hermosura…?
20.
Hay un murmullo impalpable. Es la hora de la siesta.
Villa Martelli, Don Carmelo, Mauro, Coco y Julián, mamá y Candela, como una
maqueta en cuatro dimensiones que en este momento interfieren entre la PC y mi
atención, no me permiten terminar el isologotipo que empecé la semana pasada.
Se trata de un nuevo bar que están por inaugurar unos amigos de unos conocidos
míos en una de las calles más transitadas de Villa Pueyrredón, a pocas cuadras
de casa. Vanguardia quieren llamarlo
y me encargaron el trabajo de generar la imagen visual. Me cuesta mucho
trabajar en el asunto, debido a que me parece bastante ridículo tal nombre para
un bar y porque sus dueños fueron bastantes ratas a la hora de arreglar el
precio de mis honorarios. ¡Vanguardia las pelotas!
21.
Premium Baby Call logra atravesar, de modo centrípeto,
otro anillo de mi desconcentración. Lionel arriba comenzó a llorar, esta vez
con mayor ímpetu. Corro hacia la cocina, caliento la mamadera que había
preparado hace algunas horas atrás, vuelvo a gritar sin sentido: ahí va, Lionel. Ya la temperatura es la
adecuada y mientras subo las escaleras, el intercomunicador estalla en
sollozos, no parecen humanos, son demasiado inflamados, me parece oírlos en
estéreo. Sigo subiendo.
22.
Es más que extraño. Es el fin del mundo. De mi mundo,
al menos. Dejo caer la mamadera sin querer rebota estalla salpica de leche
sintética mis piernas mis ojotas el piso de madera de la habitación. Lionel no
está en su cuna. Al lado de la cuna, sin embargo, continua estático el Premium
Baby Call. En el piso de abajo, junto a mi PC, la otra terminal del
intercomunicador, logro escucharla desde acá arriba, sigue disparando aullidos
de bebé, los llantos de mi hijo. Pero mi hijo no está donde debería estar.
23.
Pánico. Miseria. Convulsiones. Desamparo. Culpa.
Horror. Sinsentido. Muerte.
24.
No lo puedo explicar. No puedo decir absolutamente
nada. Busco por toda la habitación, dentro del ropero, detrás de los muebles.
Quito las carcasas de los interruptores de luz. En el baño de arriba investigo
el inodoro, las rejillas, abro todas las puertas posibles, quito las tapas de
los desodorantes. Vuelvo a la habitación de Lionel y saco con desesperación
todas las prendas y sábanas de la cajonera que está en el rincón opuesto a su
puerta de entrada. Me acerco a la ventana, la abro, miro hacia abajo, hacia
arriba, hacia los costados. Y nada. Le quito las pilas AA al intercomunicador,
lo arrojo contra el suelo de madera y veo que el pequeño gabinete de plástico
se resquebraja. Sin embargo, desde abajo se siguen escuchando los llantos
desesperados de Lionel, transmitidos desde no se sabe dónde ni de qué manera a
la terminal de Premium Baby Call que reposa sobre mi mesa de trabajo, en la
planta inferior, junto a la taza casi vacía, de mi tercer café del día.
25.
Entonces salgo afuera. Dejo la puerta de la casa
abierta. Me paro en medio de la calle. A unas dos cuadras puedo ver la
contextura de un colectivo de la línea 169 que se aproxima hacia mí. Hago un
paneo desesperado en 360 grados mientras grito. Me arrodillo secándome las
lágrimas desesperadas y de reojo observo que el 169 ya está a una cuadra.
Un
recuerdo me atraviesa como una lanza: esa tarde con los chicos, detrás de los
escombros; cuando Don Carmelo apenas se asomó por la puerta celeste de su casa,
con la gomera, le acerté un piedrazo bastante irregular, y filoso, bajo su
frente, en medio de sus ojos.Tomado de: 380 voltios, Pánico al pánico, 2011