Herencia
Crucé la calle
y se fue mi hogar.
Palpo lo que pudo ser y no fui
me quedé perdido, rogando una vacante,
sin nada,
ni corbata, ni saco, solo,
y mi hogar quemándose en la nada,
arrastro los pies con las llagas al
viento,
soy un hombre que cruza a pequeños
pasos la calle,
patea suavemente las hojas caídas,
mira la tierra despareja, esquiva un
pozo y saluda a otro caminante,
lo persigue una lengua muerta,
que punza, que le estrangula el habla,
entra a un baldío sin salida, poblado
de silencios,
se acomoda, se sienta sobre un cajón,
se saca las botas y se levanta las medias.
Se escarba las uñas con un palito.
Hirsuta melena enmarañada.
Su ojo izquierdo parpadea sobre el
trueno del rencor,
su ceja purpúrea está cortada,
de su lágrima brota la derrota, la
huella desnuda,
mi rabia de antaños.
Vi pasar la lenta caravana ávida de
muertos,
inútil batalla, final del motín.
Yo aprendí a gritar sin perforar los
tímpanos.
No soy más que una gota dentro de esa
caravana.
Mis palabras se derraman junto al agua
que corre en los baños públicos.
Tomo un tren para llegar a una estación
que no existe.
Cunetas profundas metro y medio de agua
estancada.
Casas sin terminar miran las luces
despellejadas del pueblo cercano,
exudan una perpetua melancolía.
Grandes yuyales, pastos amarillos
cubren siete autos abandonados.
Un perro bebe agua de la zanja,
los renacuajos huyen hacia el fondo
terroso.
Tres pibes se acercan con latas e
intentan pescar en la zanja.
Enfrente un bar, un viejo almacén de
barrio con algunas telarañas.
El hombre vive solo. Hace una pequeña
pira y se calienta un pedazo de pan.
Por las tardes entra en el bar,
una ginebra, un taco, tiza de billar.
Casi no habla, no lee.
El hombre aprendió de su padre
y su padre aprendió de su abuelo.
Murió el abuelo.
Murió el padre.
Ahora falta él.
Casa
Aún la oigo
cantar y barrer las hojas secas,
la luz ha dejado la última sombra,
esa sombra que ha ignorado la luz del
jardín,
ya no hay sombras,
hay un rimero de hojas secas.
¿Progreso?
Se parte con escarcha de suburbio,
con ahogo correoso,
con bocas de tormentas tapadas,
el oído percibe
el olor del chiflido sordo,
la canilla de cálidos veranos aún está
goteando,
me empecino en entrar.
A metros de la puerta de mi casa,
pequeñas criaturas beben la leche
cuarteada de sus madres.
A la madrugada cruzamos
al Gran Buenos Aires,
los pastos de los terrenos baldíos
están crecidos
y los perros flacos,
una vaca se inclina a lamer el moho
y una mujer panzona con sus siete niños
a un costado.
El chasquido del látigo golpeando
sobre el lomo del caballo.
Expulsada criatura
juega en los canales de desagüe.
En el portón de la ex fábrica la ex
algodonera
se amanece golpeado y meado.
Aquí se calló la voz
y calló sin convicción,
aquí se orina sin resurrección.
Pábilo aliento se desase en el puño del
deseo,
en el intento de ser un barrio.
En la casilla de madera del
guardabarrera se apagó la luz.
Los pastizales bordean las vías.
Tres vagabundos sentados se pasan la
ginebra, también el cigarrillo,
lentamente se duermen en un entramado
de pobreza.
Sobre la loza, la única loza negra de
la cuadra,
tres pibes juegan, remontan ilusiones.
Un hombre corre por el puente que cruza
el arroyo,
intenta alcanzar el tren que llega a la
estación.
Idioma
Musgo que se mete entre el empedrado,
moho que se traga aquel cielo cinéreo.
Filigrana de lágrimas
polvorientas entre desechos.
Detrás de la ciudad se siembra
ausencia.
Vasto territorio del desamparo,
tierra, tierrita que baila al compás de
la orfandad.
Abaleo provinciano arisco,
siempre en grito, en queja.
Maraña del conurbano,
zancadas remachadas en el fango
pringoso.
Tiras de cáscaras de banana,
el mate bien cortito,
una radio,
calle con pozos,
carro que arrastra destierro, maderas
rotas, cortinas, televisores,
caballo bien flaquito,
modorra de la siesta.
Piso donde muchos tropezaron.
Manco al recuerdo en un tiempo
isócrono, alado.
Mi voz tartamuda musita con el arrullo
acompasado.
Canículas, días latosos de graves
letanías.
Se germina donde se puede,
cuna o cajón.
Recuerdo
Resignado atardecer.
Cruzamos por la plaza
yo, él
rogábamos una tregua.
Adiós tapado con tierra,
adiós en el rezo,
adiós en la última pala.
De pronto una charla lo ha traído de
vuelta,
ahí viven sus palabras.
Huellas
-Yo no voy al cementerio a visitar a mi
padre,
lo vengo a ver acá -me dijo un
desconocido.
Mi padre comenzó a arder en las brasas
inglesas.
(Soy el niño sentado a su lado).
Sábado de banderas
sigo viendo lo mismo.
Mi padre sonreía con los ojos.
Siempre quise ver el dolor de su
mirada.
-Hay que rasparse las rodillas -gritó
mi padre.
Lazos que se entretejían convirtiéndose
en trenzas.
Mi pierna izquierda
aturdida, a la deriva,
deshojada del triunfo.
Esa estrella pintada de negro
(imborrable en mi infancia).
En el tablón
percibo la orquestación, no la melodía,
desde ahí se escupe la palabra viva,
desde ahí gritaba mi padre su derrota.
Urge, se expande,
arrastra un recuerdo,
olor profundo, dolor sordo,
retumba el ruido, crepita la huella.
Toma
Se propaga,
cada lote
mulla
la fámula
tufarada del amasijo.
La traza,
la línea
ilusoria
yesca la
palabra,
abreva en el
pilón pringoso.
Porosis de
un tejido que no fulgura.
Verdes
ramajes.
Siringa
oscura, ahuecada.
Luz dominical
trilla a sudor.
En un lampo
de sol se funda la ubre descartada.
Lo limítrofe
se asienta,
se macilenta
en la piel.
Región
sedienta.
En cada
poste
cuelga la
pútrida osamenta desgarrada.
Lote
Mustia de ceibos rojos carmín
que se apoyan en trípodes,
lotes lampiños,
arco iris vedado.
Llegan con voz muda,
llegan en filas,
llegan mutilados,
ojiva que los apunta,
llegan donde se dispersan los detritos.
Ladra un perro, tambores que retumban
en el horizonte,
embudo en la voces del parapeto,
final de alambique.
Tomado de: La última sombra, Ediciones La Yunta, 2015.