Tocamos timbre en el portero
eléctrico del departamento de la calle Pasteur y solo se escuchó el vacío. La cita
la habíamos concertado por teléfono, pero evidentemente se trataba de un encuentro
imposible. Un amigo librero me lo presentó a Correas hace años, y varias veces lo
vi en su casa de entonces, cerca de la Plaza Lorea en Congreso. Una vez me llevé
de allí una gran bolsa con los manuscritos dactilografiados de Arlt literato, que luego fue publicado en
una versión más reducida por iniciativa de Germán. Siempre Correas parecía un sujeto
desesperado, con una sonrisa-mueca, y la angustia a flor de piel. Tocamos el portero
otra vez y una voz apagada nos respondió como si estuviera lejos. Bajamos del ascensor
y llegamos hasta la puerta que se encontraba entreabierta, nos invitó a pasar y
sentado, sudoroso, las muñecas en el escritorio, estaba Correas, vestía un traje
gris metalizado que despertaba curiosidad. Calzando zapatillas desentonaba. Enseguida
nos dimos cuenta que permanecía allí, porque su borrachera no le permitía estar
de pie, hablaba pastosamente y simulaba ser ocurrente. La luz de un ventanal
alcanzaba su espalda y la estrecha habitación rebozaba de libros apilados. Nos quisimos
ir, como escapando de una escena familiar. Había vuelto a frecuentar a los travestis
del Once. Rápidamente lo entrevistamos y bajamos luego hasta la calle por las escaleras.
En verdad este último encuentro
nunca se dio, y el resultado de la visita fue previsible.