(Conversaciones de Néstor Sánchez y Carlos Riccardo), Letranómada, 2012.
En su
asesoramiento, en cierta instancia espiritual, Néstor Sánchez cae de pronto
ante lo inexplicable, “el drama humano, el drama sin atenuantes por la brevedad
de la vida”. Y esto lo enfrenta a la nada, al vacío en que se estremece y desde
donde no podrá salir de ningún modo.
¿Quién era en ese
entonces Néstor Sánchez? El hombre silencioso, terminó en la casa materna de
Villa Urquiza olvidado de todo, desterrado de su propia existencia, murmurada
lentamente (como si fuera de otro tiempo su íntima desesperación), lo efímero
de su existencia extraviada. “Había sido una especie irónica de héroe, dice
Carlos Riccardo, su interlocutor y el testigo que necesita para descargar
fragmentos de su existir desolado.
En ese tiempo
estaba preparando su libro, La condición efímera, especie de augurio,
dimensión que sería la última visión de un mundo narrativo poemático “habitado
por el misterio”.
Los “toques”, el
insomnio tan temido, provocaron abruptamente la interrupción de sus charlas,
que afectaban a ese ser sufriente, dolorizado, que atravesaba su crisis de
locura con una descarnada reflexión sobre las aristas de su mutismo y
desgarramiento.
Dice Mariano
Fiszman en su presentación, que Néstor Sánchez “vivió obsesionado por la idea
de la muerte” y después vivió el desencanto y la locura, la enorme grieta que
lo aisló, y de alguna forma, lo protegió de los golpes de la vida, que sin
embargo dejaron marcas en su cuerpo. No se acordaban de Sánchez en esos años de
ostracismo, era el hombre que vuelve de una guerra interior, en la que ha sido
devastado. La iniciación de los trabajos, de las enseñanzas ocultistas de
Gurdieff, dividió su vida en dos, él que venía ya de una intensa indagación
personal, no pudo remontar esa busca hacia sí mismo y que lo llevó a frecuentar
las penurias de su trayecto hacia lo hondo de sí mismo.
“Los “toques”
eran fugas. Las más de las veces un estado ambulatorio, se iba caminando y no
volvía por varios días”. La muerte era inevitable, y esa condición inexorable
recorre todo el pensamiento de alguien acorralado por el tiempo, que lo
transforma a pesar suyo en un ambulante que no tiene posibilidad de llegar a
ningún lado.
Producir más y más
dolor como si fatalmente todo entendimiento del mundo estuviese clausurado y
forma un destino del cual no debe escapar.
La escritura: “Todo
proceso auténtico de escritura es un proceso de pérdida”. Mientras Sánchez
decide y abandona Argentina para pasar por Chile, Lima, Caracas y este proceso
se va encadenando, a medida que experimenta su paulatina entrada a ese acceso
oculto que lo hace vincularse con instructores, grupos y agentes espirituales,
su literatura crece, pero también lo deja en soledad, desfigura su propia
imagen, lo convence del sin sentido, lo despoja, y esa desmaterialización lo
hace entrar en el signo de su suicidio, como una forma de presentar el desvío y
la desorientación que ya empieza a sentir como un miedo inexplicable.
Rompe con un pasado
donde esa barra original pertenece solamente a algunos momentos barriales de su
existencia. Desarrolla en esos viajes un itinerario del que poco a poco deja de
ser protagonista para entregarse a un orden iniciático en el que otra vez lo
clandestino es la norma y van apareciendo nuevas máscaras que van poblando su
indefensión.
Descubrir los
poderes de esas significaciones logran trastabillar, y otras experiencias
espirituales lo arrancan de su negación y de su deseo incontrolable de
conocerse de una vez.
Aunque Carlos
Riccardo rechaza absolutamente todo lo que es ocultismo, cree ver en esa
búsqueda una tensión ética que se presenta como una reflexión sobre ciertas
condiciones de la escritura.
El diálogo se
desarrolla con una intensidad que procura encontrar la verdadera significación
de los interrogantes en acto, testimonian cierto contacto, y a la vez
la singularidad de la experiencia, el sinsentido de la vida
está presente en Sánchez, como un desafío y un límite.
El
“carácter ético de la escritura” visto como un ejercicio espiritual
llevará a Sánchez “a catorce años
de silencio” y a un vacío del que no podrá salir nunca, una suerte de
suicidio, donde la voluntad es no salir de sí.
Ese “compromiso
con una verdad”, como argumenta Carlos Riccardo, involucra al ser entero, en
una lucha desigual y reiterada.
El tema es muy
fuerte, casi insoportable para Sánchez, porque el amigo interlocutor,
plantea como pregunta lo que ya se desprende de las circunstancias
mismas, y ese arribar al silencio y la locura, lo conducen a preguntarse
acerca de lo misterioso de lo vivido, y en su brevedad le anuncian
el escándalo de esa comprobación.
La escritura
como fracaso, envuelve las pérdidas “de otras disyuntivas de
comprensión”.
Pero si la
escritura es un trabajo, de alguna manera emocional, que funciona como
estructura de conocimiento, porque conduce a la enfermedad y al
desgarramiento, como si en esa acción nos convirtiéramos en seres inertes, ¿no
hay una compensación de órdenes, o todo se desliza a un inevitable destino?
No lo podemos saber, hasta no haber pasado esa frontera entre los
peligros que acechan.
Hay que “aprender a
morir”, o entrar a esa zona donde los viejos se refugian en el sopor de
una rutina inmóvil .“Transformarse en nada”, en el universo de
quien asiste a la muerte y es conmocionado por esa destrucción , que es un
movimiento hacia una eclosión que lo sobrepasa, como la mirada de un niño.
La naturaleza del
horror, ante ese encierro en el dolor, está cerca de la condición de la locura,
un padecer que parece inevitable.
“Usted tiene terror
a dejar de ser” le dice Riccardo a Sánchez, y esta constatación abrumadora
hace que el camino de Néstor ante el quiebre de esa alternativa lo
sumerja en la escritura, que es una posibilidad cierta.
El fracaso en la
vida concreta lleva a escribir, entonces esto es una acechanza, que ciertas
circunstancias vitales precipitan, el proceso se vuelve persistente, y el drama
se va desencadenando como si fuera inexorable.
“Se dice que la
muerte no es la pesadilla, en todo caso es el hecho de la conciencia de morir”(
le dice Carlos Riccardo) y ante esa constancia la única respuesta de Sánchez es
la idea obsesiva del suicidio que proviene de esa conciencia
desgarrada, casi sin salida. Encuentra una estafa, una contradicción,
entre estar vivo y mejorar (pasa a un plano de iniciación perfectible).
Sánchez plantea que
hay una especie de conocimiento ontológico que lo coloca en el
discernimiento moral, en la asunción de diversas índoles y que ese estado le
llega con una relación permanente y que el no hacer, la absoluta
inmovilidad, puede ser un camino fértil, que da la clave para crecer.
Se protagoniza un
drama irresoluble, en el momento en que la conciencia de uno mismo, de la
identidad, se enfrenta con su propia condición efímera, la presencia/ausencia
de la muerte golpea, y hay un instante inesperado donde se cae, en el darse
cuenta, de lo ilusorio de la vida, de su carácter de sueño, que en Sánchez se
vincula, con el tema de la salvación y el destierro, de su disolución. Lo único
que queda ya en los dieciocho años es la literatua, que una etapa
posterior clausurará el sentido.
El descubrimiento
del mar, de la lluvia, nos une con el universo y nos deslumbra, como si
naciéramos a una vida material, a una presencia imposible, que va desanudándose
en nosotros y nos acerca a la idea de la creación, nos reparte entre las cosas
del mundo. Es cuando lo incomprensible se adueña de las intuiciones
primordiales.
Se pregunta cuál es
el drama y ve en la hipersensibilidad ante la muerte, el sendero hacia una
conciencia de la enfermedad que está en germen, y que trae, otra vez, la
imagen del desierto. Pero todo conduce al padecimiento y la escritura aparece
como la aseveración de la vida.
El signo
astral de acuario, símbolo de la abundancia, le confiere cierto don, que
desata en él, un sentido de desesperación que lo consume. La escritura la
entiende como una especie, un modo, que no es enteramente ni satisfacción
perversa, ni refugio, y en ella encuentra el humor necesario ante la
muerte, que es su salvación provisoria.
La vida fue
festejada, dice, como un milagro, sin pensar que era una maldición, como
cree entender en Freud, simplemente porque la virtualidad biológica
de vivir, como una posibilidad, y el simple azoramiento, deja una constatación:
“la inexplicabiñidad del drama humano”, “el drama sin atenuantes” debido a la
brevedad de la vida, este escándalo lo llena de miedo, y lo
aísla cada vez más.
Surge
entonces la unidad de quebranto, el silencio quejoso de la
escritura, que poco a poco se vuelve para él un asunto inmoral,
cuando avanza en sus investigaciones y desiste de escribir, y por consejo del
instructor la retoma, continúa con su novela El amhor, los orsinis, y la muerte.
El sentido del
despertar (“que está presente en diversas tradiciones”) a Sánchez se le
manifiesta como duda y pregunta, porque ese estado y la conciencia de ello, lo
relaciona con la muerte, a aquello que no se puede comprender, a una condición
efímera, que la negación postergaba.
El dolor, el
padecimiento, ya forman parte de su ser, ese sufrimiento le era inherente, y
aunque no lo quisiera, tenía que ver con la existencia.
Darse cuenta, estar
cerca de la cotidianeidad, y cuando él le habla al iniciado, y este le responde
que su preocupación es culterana, sin siquiera decirlo, le está
contestando con la eternidad que tienen por delante, como una señal
que atrae algo así, como una esperanza que está por venir.
El hombre baja la
montaña sin saber porqué. (Carlos dice: “hay una pendiente que se va bajando”,
y este descenso hace que lo haga, con las suposiciones e ilusiones, hasta
llegar al gran valle. “La búsqueda de sentido proviene de la desolación”, y
esta interperie, ese ir hacia la nada, es una suerte de transición, sin perduración posible.
Carlos le dice
que es una desilusión lúcida ese despertar, y que constituye una verdadera
paradoja, el descenso (muy bello como imagen trae esperanzas, en Don Juan, en
Gurdieff, que contradice la muerte, la tragedia que Sánchez instala como “pregunta,
que no se puede responder, porque hay que evitar”, vivir sin pensar
siempre en la muerte “limar las asperezas, limpiar el camino”.
Amarse a sí mismo,
agregar al cielo esa convicción, esa belleza amorosa, lo poco que queda
después de sentirse devastado.
La escritura
significa una pérdida, va vaciando en la búsqueda y el lector es escaso, a
veces se accede a la verdad, como imagen, comprobación de la Literatura, que es
la desaparición de aquello que se sólo se vislumbra.
Se da cuenta que
plegarse sobre sí mismo no alcanza, no sirve de consuelo, y anestesia, es sentir
ese vacío expresivo, que las palabras no pueden completar.
La búsqueda del
dolor, también es un convencimiento, agarrarse para seguir, para continuar en
el tiempo, y para vivir, obliga a encontrar otros, que ayuden ser uno
mismo.
La interperie ante
la muerte desgarra, y nos deja inermes, podrá anunciar la inmovilidad, de no
ser una carga.
Cuando uno encuentra
su desierto, ya nada es posible, y la vejez en su cotidianeidad invade todo el
mundo hasta extenuarlo.
Los suicidios,
define Carlos, son formas de desaparecer, una anulación que se
convierte en constancia. La muerte cuando entra en la conciencia, es
inexorable, y la nada es una condición y una propiedad.
El drama
consistiría en el no hallar explicación ante lo efímero, lo volátil de la
muerte, el hilo que se corta y nos deja en la más absoluta indefensión, donde
ya todo no sería verdadero, sino simplemente ilusorio, un mundo de silencio e
inmovilidad, un mundo hecho nadas más, que para ser un desierto inhóspito.
Todo llevaría a ese
centro de la auténtica inacción, a esa posibilidad cierta de pérdida, que la
escritura solamente atisba.
El golpe no se
puede atenuar, es decir disminuir, ni siquiera en su intensidad, sin la mano de
Dios, mantiene al hombre en la lucha por el dolor, hasta que este le sea
insoportable y tenaz.
Es aquello de lo
cual, al conversar, inmiscuye una conmoción, que existe como enfermedad, sin
salida necesaria, que es precedida por el aletargamiento de los sentidos, hasta
extenuar una lucidez imaginaria.
La vida como sueño,
en la que la vigilia, es un descanso provisorio, que lleva a la
transición ambulatoria, a no poder detenerse.
El valle del padecimiento:
“la vida pasa y uno tiene más años de edad, pero no hay consuelo,
consolación real en esa disyuntiva de orfandad que cae sobre la vida” N.S.
La indigencia es
extrema, no tiene atenuantes, transcurrió rápidamente, podría haberlo hecho de
otro modo, y Sánchez no sabía, ¿qué estaba buscando, acaso el hombre como
testigo sagrado, destinatario de todo ese derrumbe?
El que se declara
inocente, enfrenta la verdad, su carga, la encrucijada no es la ingenuidad probable,
hay que quedarse dormido, negar el despertar religioso, sino dormir, e ignorar
siempre el consuelo posible.
Quedan “los caminos
del corazón” , aunque la feroz lucha por la vida, tiene mucho de ficción, de
paciencia inmotivada.
Lo único real, el
enfrentamiento con la nada, tal vez es lo que existe, Carlos le inquiere
acerca de la fusión, la embriaguez, que quizás son formas del suicidio, y la mente
en blanco le formula la paradoja de que no hay consolación.
En ese sentido
“Toda religión es una neurosis, la enfermedad late, el pesimismo freudiano más
absoluto campea, la incredulidad hace aparecer el drama de vivir,
con toda su contundencia.”
Hay personas que
como los árboles, cumplen un ciclo, y no se preguntan nada, simplemente pasan,
están resignados a no interrogarse, a que todo ocurra primitivamente.
No hay nada que
explicar, no obstante hay una imposibilidad dramática, la de no hallar el
camino hacia esa constatación, que nos haría distintos.
La escritura para
Sánchez “fue un estado de gracia, que implica el conocimiento más hondo de uno
mismo” y entonces es posible pensar sin sentido, con la propia muerte, siempre
acechando.
Sánchez, en el
momento de esta conversación, ya percibe se estado como probable, y
ve algún nuevo libro suyo, signado por algo que le impide escribir, la negrura
ya se ha adueñado de su ser, y permanecerá en el silencio.
Escribió la épica
del desasosiego, del desajuste existencial, (no conviene verlo como un sujeto
trashumante) su errancia lo lleva a un tremendo dilema, que de por sí es una
extrema visión. Por eso interrumpe abruptamente estos encuentros con
Carlos Riccardo, porque todo le duele, lo conduce a la manía ambulatoria, que
lo deja perplejo, sin aliento. Ha quedado solo, ya ni siquiera puede
hablar. No hay nada que decir, está azorado, su destino está cumplido.