Fui
el escarnio bacán de las vulvas combativas. Un infiltrado en la vagina. Un
conchudo gonorreico. El bichito fisurador de los penes entrelazados. La tijera.
El corazón satírico. La supuración maldita. La farsa de lo clandestino. La risa
corneante. La causa eyaculada...
Al
fin y al cabo desorganizar al partido no fue nada fácil. ¡Pero qué grato!
Propagarles
el virus no era tarea simple. Muchas veces no se dejaban: que les pasaba esto,
que les pasaba lo otro; que mejor no hacerlo ahora sobre la tumba de su
compañero hace poco trincado; que no es momento de lluvia dorada con champagne
en momentos de crisis financiera del partido; que cómo traicionar al jefe
haciendo una partuza con su mujer e hijitos. Y así…
Habitualmente
se deprimían y había que consolar y soportar pucheritos y caprichos. Pero eso
no era nada comparado con la tarea de inteligencia de franquear su puritanismo,
su adoctrinamiento erótico, su fiscalización del amor, romperles el cerco de su
himen ideológico, desvirtuarle el recto y arrancarles el frenillo.
Hasta
ese momento su educación sentimental basculaba entre la fidelidad y la
traición. Bueno, el típico dilema entre monoteísmo y paganismo de los amantes.
Yo maté su paraíso y su infierno siendo el hereje leal; el Judas del amor. A
sus pactos insulsos, a su secretismo paranoico, a sus claves afásicas, a sus
juramentos onanistas y su abnegación para revelar a Dios, yo les interpuse el
guiño tramposo, los demonios del rumor, la cita a ciega, el engaño dichoso, las malas lenguas y las babas del
diablo. Les introduje el contra-secreto
a tope, bien al fondo para que a su debido momento les salte y salpique a la
cara. Felonía y lealtad lacteadas. Cósmico lecherío.
Muchos,
mientras gemían empernados, me decían: «y pensar que yo estoy acá por la
memoria de mis padres que lucharon por nuestro futuro en libertad». Entonces
yo, casi compungido y súpercachondo por esa inocencia escabrosa, dele que te
dele les metía el perro bien adentro hasta que un aullido comenzaba a resonar
en la caverna animal. Y empezaban a andar en cuatro patas, y a arrastrarse
húmedos, y a torcer su retórica de césped cortado parejito por revuelcos de
extraños sonidos en malezas de bosques y selvas. Entonces caía la vagina o pito
adoctrinado y asumía en su lugar una vulva o tronco rabioso. Y justo ahí era el
momento donde yo sonreía e inseminaba mi fiel traición.
Al
tiempo, comenzaban a descreer del ídolo y, en breve, éste dejaba de ser su
modelo ejemplar para deformarse en un flojo muñeco nihilista y chillón. Así fui
esterilizando a sus jefes.
Por
supuesto, al final me colgaron públicamente ahorcándome la verga; tanto fue el
peso que ésta se desprendió y rodó ensangrentada por la tarima. El impacto del
desprendimiento fue tan insoportable que la organización se desbarató en
pánico. Un espectáculo tan desnudo para
todos que nadie resistió verlo. El
secreto salpicado —tal como fue
previsto. Pues, no hay mejor maniobra de desbande que la de no dejar títere con
cabeza.