26.7.14

Un fauno en las filas militantes, por Marcos Apolo Benítez




Fui el escarnio bacán de las vulvas combativas. Un infiltrado en la vagina. Un conchudo gonorreico. El bichito fisurador de los penes entrelazados. La tijera. El corazón satírico. La supuración maldita. La farsa de lo clandestino. La risa corneante. La causa eyaculada...
Al fin y al cabo desorganizar al partido no fue nada fácil. ¡Pero qué grato!
Propagarles el virus no era tarea simple. Muchas veces no se dejaban: que les pasaba esto, que les pasaba lo otro; que mejor no hacerlo ahora sobre la tumba de su compañero hace poco trincado; que no es momento de lluvia dorada con champagne en momentos de crisis financiera del partido; que cómo traicionar al jefe haciendo una partuza con su mujer e hijitos. Y así…
Habitualmente se deprimían y había que consolar y soportar pucheritos y caprichos. Pero eso no era nada comparado con la tarea de inteligencia de franquear su puritanismo, su adoctrinamiento erótico, su fiscalización del amor, romperles el cerco de su himen ideológico, desvirtuarle el recto y arrancarles el frenillo.
Hasta ese momento su educación sentimental basculaba entre la fidelidad y la traición. Bueno, el típico dilema entre monoteísmo y paganismo de los amantes. Yo maté su paraíso y su infierno siendo el hereje leal; el Judas del amor. A sus pactos insulsos, a su secretismo paranoico, a sus claves afásicas, a sus juramentos onanistas y su abnegación para revelar a Dios, yo les interpuse el guiño tramposo, los demonios del rumor, la cita a ciega, el engaño dichoso, las malas lenguas y las babas del diablo. Les introduje el contra-secreto a tope, bien al fondo para que a su debido momento les salte y salpique a la cara. Felonía y lealtad lacteadas. Cósmico lecherío.
Muchos, mientras gemían empernados, me decían: «y pensar que yo estoy acá por la memoria de mis padres que lucharon por nuestro futuro en libertad». Entonces yo, casi compungido y súpercachondo por esa inocencia escabrosa, dele que te dele les metía el perro bien adentro hasta que un aullido comenzaba a resonar en la caverna animal. Y empezaban a andar en cuatro patas, y a arrastrarse húmedos, y a torcer su retórica de césped cortado parejito por revuelcos de extraños sonidos en malezas de bosques y selvas. Entonces caía la vagina o pito adoctrinado y asumía en su lugar una vulva o tronco rabioso. Y justo ahí era el momento donde yo sonreía e inseminaba mi fiel traición.

Al tiempo, comenzaban a descreer del ídolo y, en breve, éste dejaba de ser su modelo ejemplar para deformarse en un flojo muñeco nihilista y chillón. Así fui esterilizando a sus jefes.
Por supuesto, al final me colgaron públicamente ahorcándome la verga; tanto fue el peso que ésta se desprendió y rodó ensangrentada por la tarima. El impacto del desprendimiento fue tan insoportable que la organización se desbarató en pánico.  Un espectáculo tan desnudo para todos  que nadie resistió verlo. El secreto salpicado  —tal como fue previsto. Pues, no hay mejor maniobra de desbande que la de no dejar títere con cabeza.