8.5.14

Clemencia en el Paintball, por Esteban Castromán






Habíamos arreglado para encontrarnos a las cinco de la tarde en la puerta, pero nunca aparecieron. Esperamos más de media hora y finalmente decidimos entrar de todos modos. Nos dijeron que perdimos nuestro turno y que deberíamos pagar de nuevo, aunque como era nuestra primera vez el empleado decidió cobrarnos tan solo el 50 % del abono. Tuvimos suerte porque uno de los equipos de las seis también había fallado y pudimos entrar a jugar con ellos. Sino no hubiese sido posible.

Habíamos arreglado para encontrarnos a las cinco de la tarde en la puerta con los del Departamento de Capacitación de la empresa donde trabajamos. Nosotros somos de Cuentas a Pagar. La idea surgió porque uno de los chicos de la oficina ya había ido y le pareció una experiencia alucinante. Durante meses estuvimos amagando para hacerlo, diseñando los posibles equipos e incluso deliramos proponer a Recursos Humanos la organización de un campeonato interno como actividad recreativa con los empleados de la compañía.

Ya en el vestuario, reemplazamos camisas, pantalones de vestir y zapatos por uniformes militares, coderas, rodilleras, chaleco con un sensor -o algo así- y una pantallita de cristal líquido con números rojos. Los cinco coincidíamos en que los de Capacitación eran unos pelotudos y unos cagones.

Martín dijo que los de Capacitación eran unos pelotudos y unos cagones.
Adrián agregó: sí, tal cual, pero bueno… a divertirse de todos modos.
El Colo gritó desbocado: ¡ahora hay que salir a mataaaar…!
Yo dije: bueno, bueno es tan solo un juego, pero sí, claro, salgamos a ganar.
Claudio no dijo nada, seguía concentrado en los cordones de sus botas.

Me pareció extraño que los otros cinco que serían nuestros adversarios en el campo de juego no estuvieran cambiándose con nosotros. Luego me enteré de que por cuestiones profilácticas en relación con la violencia cada equipo utiliza un vestuario distinto y geográficamente opuesto.

Salimos a un pasillo. Un hombre obeso que vestía una remera de Motörhead nos iba entregando a cada uno fusiles de plástico y máscaras de un material sólido, con una especie de visor a la altura de los ojos. Les recomiendo que se tapen el cuello, sugirió. Al parecer, mis compañeros estaban al tanto de este detalle ya que habían llevado bufandas, cuellos polar y otros elementos por el estilo. Pero yo no, con lo cual activé un sistema mental de alerta para evitar ser interceptado en esa zona sensible.

Los seis salimos afuera del pasillo. En la antesala al bosque (a esa hora bañado por el reflejo anaranjado del atardecer), el hombre obeso que vestía una remera de Motörhead deslizó algunas instrucciones y consejos que no llegué a escuchar. Yo estaba un poco apartado del grupo, aunque no tanto, pero sí desconcentrado y claustrofóbico, debido a la suma de máscara, uniforme y chaleco. Decidí seguir a los demás, imitando -cual mono de laboratorio- sus maniobras. Nos ubicamos detrás de un árbol grande. Mediante un handy, el hombre que vestía una remera de Motörhead intercambió algunas palabras con otro y nos informó que el juego acababa de comenzar.

Entonces Martín ordenó: ustedes dos vayan por la derecha. Ustedes, ábranse camino por el otro lado, avancen formando un semicírculo. Yo le doy derecho por acá, en línea recta.  Les pido a los cuatro que me cubran, ¿estamos de acuerdo?

Asentí al igual que los demás, sin saber muy bien la razón. La cuestión es que de repente El Colo empezó a trotar medio agazapado y lo seguí. Pasamos sobre unos yuyos y nos tiramos cuerpo a tierra detrás de una planta bastante alta y frondosa con flores. A pesar del silencio de voces humanas, podían escucharse el crujir de la gramilla quemada y amarillenta debajo de casi una decena de botas, tronquitos quebrarse, ramas alterar su posición original por el impacto con cuerpos que las mecían.

Luego de flotar unos minutos en esa frecuencia paranoica, algo fuera de lo ordinario parecía estar ocurriendo a pocos metros sobre nuestro lado izquierdo: corridas, susurros, puteadas por lo bajo, imágenes veloces atravesando el campo visual fragmentario, estampidas secas que seguramente fueran las bolitas de pintura impactando sobre uniformes o sensores de los primeros participantes descalificados. Al fin y al cabo de eso se trata, conjeturé.

Sin embargo, el revoloteo entre las ramas se amplificó y ahora había gritos y puteadas teledirigidas y pasos firmes y veloces y golpes y más gritos y el sonido de un disparo mucho más intenso que el de los rifles de plástico y el atardecer le estaba dando paso a la nochecita y un hombre enorme apareció detrás nuestro y nos dimos vuelta aterrados y vimos que su uniforme era negro con el efecto camuflado en azul de distintos tonos y recordé la vulnerabilidad de mi cuello y El Colo empezó a llorar debajo de la máscara y podía escucharlo y ver el interior empañado de su visor plástico salpicado por gotitas pequeñas y el hombre nos apuntó con su rifle que no parecía ser de plástico o quizá era una imitación perfecta y dejé mi arma a un costado y formé una equis con los brazos para protegerme y dije por favor no me haga nada sólo vine acá a jugar y el hombre me respondió con una pregunta ¿te parece que esto es un juego? y asentí y el hombre empezó a oscilar su cabeza de atrás hacia adelante como riendo a carcajadas dentro de un archivo punto zip hasta que se quitó la máscara y pude ver su cara desenfundada y se trataba del hombre obeso con la remera de Motörhead que nos había entregado las armas y los uniformes y El Colo seguía llorando desconsolado y yo expulsé un chorro de pis que quedó sepultado bajo la tela del uniforme y el hombre cargó su arma y le apuntó al cuello descubierto de El Colo que a esa altura ya se había despojado tanto de la máscara como de la bufanda y el hombre disparó y un algo que no era pintura se clavó en la zona de sus amígdalas y los ruidos a nuestra izquierda a la distancia se hicieron más intensos y escuché más gritos y corridas y golpes y entonces me apuntó a mí y dijo ¿sabés porque no te disparo a vos? porque sos una gallina muy putita ¿sabés? y dramatizó un gesto violento como para pegarme un culatazo en el pecho pero se detuvo a pocos centímetros de mi cuerpo y se rió a carcajadas y murmuró estos pelotudos caretones progre… y dio la vuelta sobre su propio eje y caminó riendo en dirección a la zona de los vestuarios hasta que su cuerpo se esfumó entre la vegetación y entonces yo -a diferencia de El Colo que yacía paralizado- pude articular un plan B respecto a la idea de muerte y derrocar la monarquía íntima del vértigo y recobrar cierto equilibrio frágil en mi sistema cardíaco.





Este relato forma parte de Cablerío, publicado en la tercera tanda de Exposición actual de la narrativa rioplatense.