Textos y cuentos de Charles
Bukowski
Stephen King y Charles Bukowski son dos nombres de
la cultura popular estadounidense que suelen o solían sub-promocionarse. Desde
el punto de vista de la cultura o la literatura “alta”, desde luego. El autor
de El resplandor tuvo la mala idea
(según admiradores como Peter Straub) de comparar su tarea creativa con la
confección de hamburguesas. Mientras vivió Bukowski, por su parte, tendió no
solo a exhibir sino también a subrayar su fama de borracho, drogón, pendenciero
y gustador de las así llamadas “mujeres de la vida”.
La aparición de este grueso volumen de “relatos y ensayos inéditos (1944-1990)”
hacía temer los mismos excesos de búsqueda de “inéditos” en autores como
Roberto Bolaño o W. G. Sebald a los que nos tiene acostumbrados el sello
Anagrama. La lectura confirma sin embargo que al hacerse la selección sobre un
material mayor ya seleccionado y publicado en revistas, resulta un libro tan
sólido como otros del autor. El porcentaje de textos claramente menores no es
mayor que en otros libros suyos.
POETA Y CUENTISTA. Cuando Charles Bukowski pudo abandonar al fin el
odiado mundo del trabajo menor asalariado había producido ya incontables poemas.
Fue justamente el editor decidido a recopilar en libros más largos lo que hasta
entonces había circulado en cuadernillos, quien le propuso pagarle un sueldo
para que solo escribiera. De inmediato Bukowski se descubrió como narrador.
Tanto en la poesía como en el relato breve consiguió logros dignos de la mejor
tradición norteamericana.
El lugar común de un Bukowski dedicado a tocar solo
la samba de una sola nota de sus propias experiencias queda triturado en cuanto
se recorren sus cuentos y poemas. El bien ganado prestigio en el campo acotado
de la poesía lo consolidó ya 1969 su inclusión en un volumen de la serie
“Penguin Modern Poets”, junto a Philip Lamantia y Harold Norse. En estas
páginas de ahora no hay poemas pero sí ideas muy bukowskianas sobre la poesía.
Nada correcto políticamente, dice: “En algún momento del trayecto, en algún
momento del puto colegio, se te meten en la cabeza. Te dicen, en resumidas
cuentas, que el poeta es un maricón. Y no siempre se equivocan”. Y remacha
en otro texto: “Un hombre con el menor sentido
en la cabeza o sentimiento en el corazón no iría nunca a una universidad aunque
se lo pudiera costear. No hay nada que aprender allí salvo lo que ha ocurrido
en la historia de las cosas y él ya sabe lo que ha ocurrido en la historia de
las cosas con sólo dar una vuelta a cualquier manzana en una ciudad”. Plantea
además que la palabra escrita debiera abordarse como la pintura o el sonido. Y
apuesta sus fichas: es posible que a la larga Matisse perdure más que Van Gogh,
que el novelista O’Hara pase al olvido junto con Mailer. “D. H. Lawrence”, en cambio, “perdurará,
aunque por qué, no puedo decírtelo ahora. Mi cerebro no lo tiene; sólo los
sentidos”.
Si no hay poemas sí figuran en cambio cuentos. Uno
de ellos, “Ejercicio”, muestra hasta qué punto el directo, autobiográfico,
caótico Bukowski puede arriesgarse a experimentar con eficacia sin proclamarlo.
Ennoviado con una mujer que toma pastillas así como el bebe, van juntos a
buscar provisiones a la casa de una “dealer”.
A una velocidad feroz el encuentro degenera en una mezcla de violencia y sexo
entre las dos mujeres, con Charles B. de espectador. Como es literatura, lo que
importa es el lenguaje: sencillez, repetición al máximo, reducción al hueso.
Para redondear, más adelante se repite la visita, y la escena, aunque más corta,
vuelve a funcionar. El texto tiene un punch
que más parece oriental que estadounidense. Hay también un eficaz, veloz relato
de ciencia ficción paranoica (“Tal como ocurrió”). El más clásico y “literario”,
con el tema del doble (“El otro”) es también el menos original
MANUAL DE
INSTRUCCIONES. En
“Allucinager” describe por qué le gusta apostar: “Para mí el hipódromo es lo mismo que la plaza de toros para Hemingway:
un lugar donde estudiar la muerte y el movimiento y tu propio carácter o la
falta del mismo”. Después hace algo más técnico. En “Escoger los caballos.
Cómo ganar en el hipódromo, o al menos quedarse igual”, destila su experiencia,
en beneficio de los neófitos. Recomienda no gastar dinero necesario para otros
menesteres (alquiler, comida, gastos comunes), no prestarle atención a los
bocones que recomiendan ganadores y cómo elegir un probable ganador. Aunque
sabe que lo que hace es inútil: “La razón
de que no me importe revelar estos secretos es que conozco la naturaleza humana.
No asimilarás lo que te he dicho, creerás que es una estafa. Todo hombre o
mujer tiene que quemarse a su manera. Nada que yo te diga puede salvarte”.
El dato final es claro: “Mi mejor consejo
con respecto al hipódromo es: no vayas”.
LA LECCIÓN DEL
MAESTRO. El trabajo más extenso
y conmovedor del volumen es el perfil de John Fante (denominado “Bante” en el
texto), complejamente transmitido. Todo escritor tiene un momento de revelación
en que lee algo que es exactamente lo que él quiere lograr (le pasó como
cuentista a Roberto Fontanarrosa con Dar
la cara, de David Viñas). En el caso de Bukowski, cuando descubre a Fante
al leerlo en una biblioteca ya ha recorrido una buena cantidad de grandes
nombres clásicos. Pero lo que descubre en el texto cambia hasta la percepción
misma de la página: “¡Las palabras eran
sencilllas, concisas y hablaban de algo que ocurría aquí mismo! Hasta la letra
en la página parecía distinta”. Embalado, cree reconocer el hotel donde
ocurre el relato y sale a buscarlo. Recién años después, cuando por fin
encuentre a John Fante (hospitalizado, mutilado por su diabetes) descubrirá que
un pequeño error lo había hecho equivocarse.
El fastidio, la furia ante el estado casi terminal
de Fante se convierte en agresión: “Había
oído hablar mucho sobre Bante durante mis borracheras. Sobre cómo el mundo era
tan estúpido que no era consciente de que sus escritos existían. Cómo el mundo
era tan estúpido para honrar a tipos como Mailer y Capote y Bellow y Cheever y
Updike cuando un simple párrafo de John Bante podía decir más con una sencillez
pasmosa”. Aunque también descubre que, incluso en el deterioro, nada
reemplaza el encuentro directo: “Allí
estaba ese hombrecillo bajo su sábana. No le quedaba mucho de las piernas. Le
habían dejado los brazos, las manos. Las manos se le veían muy pálidas. Pero
tenía una cara estupenda, tenía una carita de dogo. Había mucha tenacidad en
ella. Una palabra más amable es ‘valentía’” Así como Bukowski tenía como
faro a Fante, al propio Fante le había pasado lo mismo con Sinclair Lewis (a
quien Bukowski no apreciaba en absoluto). Como Bukowski, él también lo había buscado
y conocido, para desilusionarse. Pero el contacto entre los dos escritores de
la vida de los “losers” en las calles
y los campos estadounidenses resulta mejor: se aprecian mucho. Bukowski (en ese
momento en plena fama) colabora a
reeditar la obra del maestro. Al fin asiste a su previsible entierro, y
reconoce: “Había conocido a mi ídolo. Muy
poca gente lo consigue”.
Además hay múltiples “escritos de un viejo
indecente”, un texto sobre Los Ángeles, un apoyo tenaz al viejo Ezra Pound, un
comentario sobre Artaud, e innumerables datos sobre escritores, editores,
revistillas culturales, y notas de rechazo. En el final reconoce: “Quería perdurar pese a las trampas, morir
ante la máquina con la botella de vino a la izquierda y, pongamos, Mozart
sonando en la radio a mi derecha”.
FRAGMENTOS DE UN CUADERNO MANCHADO DE VINO, de
Charles Bukowski. Anagrama, Barcelona, 2009. 360 págs.