Era tan vulgar como para decir que un escritor es un
orfebre que se ensucia las manos con palabras moldeando y encorsetándose en una
forma a la triste espera de algo. Se consolaba, sumiso, con un auditorio universitario.
Creía en lo que pensaba. Sin la más mínima posibilidad de una tristeza
artística. Y eso que la aristocracia también puede estar en hablar mal o en que
se entienda poco. Pero la pobreza intelectual está ahí, a la vista de todos. Es
cosa de letrados, no de lectores empedernidos. Los alacranes universitarios
suelen buscar apóstoles. Mueren por un poco de fama y relevancia en un medio
que les cerró sus puertas, están condenados a aburrir y a aburrirse.
La memoria se volvía ahora. Un largo volverse ahora por
parte del pasado. El otro día estaba frente a unos bosques, como un pedófilo de
pasatiempos, viéndome vivir. Había unos patos furiosos alineados de cara al
lago. Era una mañana de sol con olor a mar en el aire viciado de otras curiosidades
tóxicas. Las palabras se humedecían de sólo pensarlas. Solamente quedan, a
falta de máscaras, las voces descascaradas del orfebre que me confía sus primeras
impresiones. Como quien va y se sienta en el último asiento libre del
colectivo.
Dijo que la novela de Alberdi, Luz del Día,
ofrece un punto de vista programático sobre la cultura y la política argentina:
la alegoría vuelve siempre, insiste década a década y una y otra vez a ser
rechazada, expulsada. Nunca hubo semejante indiferencia para un personaje. Eran
momentos tensos, Buenos Aires se había convertido en Estado independiente y
gravaba los productos de la confederación con los mismos aranceles que a los
extranjeros. Luz del Día es hija de la Europa de las luces y viene a ver lo que
pasa en estos pagos. En el fondo busca al buen salvaje de Rousseau, fantasía
europea si las hay. Pero se encuentra con Sarmiento. Ni bien comienza el
diálogo, el sanjuanino se excita y sin bazucar la salsa, crear un clima con un
batuque o un fandango en tres tiempos, sexo en presencia de cualquiera. Luz del
Día tiene un problema, no es una mujer de carne y hueso sino una alegoría de la
razón: no tiene sexo. Pero como la imaginación gobierna al mundo, Sarmiento
entonces sin tomarse un segundo para respirar se vuelve pedagógico, le propone
hacer con ella una campaña educativa como para demostrar a la posteridad que
hombres educados eran los de antes.
Luces, faroles, lumbreras, sombras. Malos presagios y
buenos augurios. Laderas inferiores. Labios leporinos. Monstruitos. Y monstruos
de verdad. Aguantar las embestidas. Amortiguar las caídas. Destruir la matriz.
Espolear, escapar. No huir. O sí. Escapar. No dar la espalda en el magnetismo
de la noche. Allá ellos. En el atardecer, allá ellos. En retaguardia de sol.
Anochece. Grúas amarillas se empiezan a iluminar por faroles. La vida es este
empedrado.
El sol en la cara es la estrofa de hoy día. Inaugura el
café con leche matinal con diatribas. No claudicar al destino, se dice. Todo en
la córnea se deforma. Zancadillas de la mañana. Diezmarme. La letra se
trasluce. Fuera de mi acústica. Me pongo en la vereda de la sombra. Cruzo
misivas, cartas. Dejo al orfebre de lado. Es para señoras.
Llega el día gris furgón de los grises y justo hoy a la
mañana la resaca de la pasta dental que es de las cosas más tristes que hay en la
vida. La vida es una zanja. Las palomas corcovean y pasan caminando como
transeúntes del ocaso. Si llegara el fin del mundo, seguro que la única especie
sobreviviente serían las palomas. Siempre fueron acusadas de boludas y de
idiotas. Y sería una paradoja universal porque todos saben que son idiotas pero
que conspiran en contra de la raza humana.
Orfebre hasta la muerte, el viento sigue soplando en contra. Directorio
y Larrazabal, un vaso de agua se cae y se derrama en parte del libro. Y pensar
que yo era el orgullo de todas sus decepciones. Así me exhibía. Los peligros de
dar latitudes, coordenadas. Nada de eso. Que sea la última. Matar al mensajero.
La taquígrafa furiosa y sentimental escribió un gran libro pero después se puso
a plagiar frases ajenas sin conocimiento de causa. Lo único que no cansa es el
fracaso. La taquígrafa se hechó a perder. En un casi braile para videntes.
Le escribo una no-carta al Orfebre. Él también lee braile
y con el agravante de poder leer jeroglíficos egipcios en una época de
pirámides con otras formas y otros códigos binarios. Mañana nos juntamos a
cartografiar nuevas guerras. Paz imposible. Tinta de café. Córneas blancas.
Pupilas dilatadas. Estábamos (a)porreados por un afán de conspiración casi
digno de un despecho amoroso. Nos tuvimos que poner de manifiesto. Nos tuvimos
que poner en contacto. Con lo que eso implica. Con lo que nos duele. Y tampoco
somos enemigos. Los minuteros. Los segunderos. ¿A
dónde nos va a llevar este destino de mesadas en cajas para armar? Los alineamos en las no-cartas y en los bares
siderales donde nos juntamos. Las arañas
tejen la tela de la no-tela. Tejen sin
saber lo que están tejiendo. Son las diez de la mañana en este café con leche y
mientras tanto, una caterva de palomas pardas se pelean por un pedazo de pan. Vivimos
en tiempos oscuros donde el predicado está a punto de ser asesinado por un
sujeto casi invisible. Del sujeto solo quedarían resabios, vestigios. Autómatas
que sólo saben dónde queda la estación de tren o la parada del colectivo para
ir y venir del trabajo. El significante empieza a asumir un papel secular,
secante. Y no existe el hasta cuándo. Ya no hay por dónde empezar. Hay
empalizadas, hay cadalso, hay acantilados, mazmorras. Hay la sopa de calabaza
de la frustración. Hay lava y ceniza volcánica en el aire, mucho escombro y
todo mezclado al óleo de una guerra que se está cartografiando en la palma de
nuestras manos como destinos cruzados. Esta no-correspondencia es esa
cartografía lenta. A los otros se les arrugaron las palabras y no pueden
escribir. Están afectados. El apresto se les volvió veneno. Esos perros por
palabras y frases sueltas. Pero el orfebre no pensaba demasiado, o lo que es
mejor, no creía demasiado en lo que pensaba.