Estas palabras nacen de un lugar extraño: el de quien,
sin pretender representatividad alguna, se siente conminado a responder. Porque hay en nuestro presente una
herida urgente. Ese nuestro debe leerse con entonación rusa, la que lleva
a Marina Tsvetáieva a decir: los míos son
aquellos –y yo soy de esos– que no son ni vuestros ni nuestros. La herida
es el estruendo de AMIA. Hoy resuena en muchas bocas; no siempre por las
mejores razones.
La escena es inquietante, de una densidad oscura: está
el acuerdo con Irán, sus riesgos evidentes, su pequeña luz de esperanza, apenas
un resquicio. El peligro está a la vista: la posible manipulación, la anulación
de las alertas rojas que penden sobre los imputados, el eventual callejón sin
salida. Sin embargo, una cosa es cierta: se ha roto el hielo. Y lo ha quebrado
el único gobierno que, desde el 18 de julio de 1994, ha prestado verdadera
atención a la causa. Las denuncias año a año en las Naciones Unidas lo validan.
Ahora este acto quizás deba leerse como apuesta: el riesgo es innegable,
corresponde reconocérselo a un gobierno que se enfrenta a un futuro político
complicado. Entiendo que se abre una oportunidad –aún si lejana e improbable–
de relanzar la investigación y avanzar en el descubrimiento de culpables y
encubridores. Quizás, en su precariedad, no sea poco ante la alternativa:
naturalizar la parálisis y rendirse a la impunidad. No parece caber otra
respuesta que acompañar el gesto con angustiada expectativa, como quien
contiene la respiración ante una cantidad de condicionales: si se realizan las indagatorias, si se respeta el código procesal
argentino, si los imputados se
avienen a declarar, si…
Con todo, la cuestión excede los fáciles titulares con
que nos obsequian a diario. No se trata de disputas entre bandos enfrentados
–donde resuenan voces absolutamente atendibles junto a otras, rastreras,
oportunistas–, sino de un debate profundo, tan necesario como relegado. En su
mismo centro está la palabra judío,
cifra de su condición trágica. Apenas un detalle que no es un mero detalle: la
palabra ni siquiera aparece en la denominación oficial de la mutual judía
volada por los aires, que optó por llamarse a sí misma Asociación Mutual Israelita Argentina. Hay mejores y
peores razones para ello; cualquiera puede consultar la bibliografía, pero la trama
en juego no es mera etimología. Para nada.
Judío es la palabra que
un senador nacional opone hoy a argentino. Y me apresuro a agregar:
entiendo las razones que dio el aludido en su descargo: no fue un ánimo
discriminatorio el que lo llevó a diferenciar entre “argentinos de religión
judía” y argentinos argentinos”. Fue –él mismo lo dice y le creo– tan sólo el
calor del debate. Precisamente allí está el problema: al calor del debate la
que gobierna, irrestricta, es la lengua; y la
que establece esa inquietante diferencia es, precisamente, la lengua que
hablamos, esa diferencia es su síntoma, el nuestro.
¿De qué otra cosa que de judío se trata cuando, para avanzar en tan grave causa, es preciso
establecer negociaciones con un gobierno, declaradamente antijudío? Su
vociferante odio –malamente barnizado de antisionismo– llegó a incomodar ya no
a los integrantes de “la entidad sionista”, sino a la propia Autoridad
Palestina (cuya causa ese gobierno manipula para sus propios fines): fue el
propio Mahmud Abbas quien, hace muy poco –en ocasión de su visita a Egipto en
coincidencia con la de Ajmadinejad– lo encaró públicamente para que simplemente
abogue por la creación de un estado palestino y no por la aniquilación del estado de Israel. Que la prensa
argentina –hegemónica o no– haya declinado prestar a esto la morbosa dedicación
que brinda a ciertos actos del gobierno israelí no deja de ser parte de nuestro
debate.
Se trata de judío
cuando hace falta negociar con un gobierno cuya única hipótesis alternativa
a lo sostenido por la justicia argentina es la obscena proposición de un
“autoatentado”. Un gobierno que proclama, contra la historia, un inaceptable
negacionismo de la Shoah; inaceptable, repito; lo que quiere decir que no hay
discusión posible al respecto. Quizás, como sostuvo un sutil periodista, cuyas
meditaciones suelo leer con interés –sobre todo por su tono–, esto no sea
relevante en el ámbito de las relaciones internacionales. Sin embargo, el
recurso del negacionismo como modo de deslegitimación de la existencia de un
estado soberano –Israel– si lo es.
Por otra parte, ¿acaso hace falta ir a Irán para
investigar las conexiones del estado argentino
con el atentado y su encubrimiento? Nuevamente, ¿no es judío una piedra en el zapato que se abstiene de transitar ese
camino?
Se trata de judío
cuando se habla de un tercer atentado. ¿O acaso alguien lo supone en, digamos,
el Centro Montañés o en la cancha de Boca? ¿Qué son los pilotes que pueblan las
ciudades argentinas sino una representación urbana –de las peores– de la
palabra judío? La posibilidad de un
tercer atentado obedece meramente al razonamiento de la impunidad: nada impide
que un crimen impune vuelva a cometerse. Sin embargo, convertirlo –por judío– en argumento ofrendado a una
oposición oportunista es, por decir lo menos, irresponsable. Y, a su vez, reclamarle a quien lo hace que
“revele sus fuentes” no está a la altura de quien está decidido a jugarse su
prestigio apostando a destrabar la investigación.
Se trata de judío
cuando quienes nunca se interesaron en lo más mínimo por la causa AMIA se
rasgan públicamente las vestiduras en la acera del Museo del Holocausto junto a
un señor que como rabino representará, seguramente, a su congregación, pero que
se pretende autorizado para acercarse en nombre de “los judíos” a quien cobija
en su entorno a implicados directos en el encubrimiento y en el acoso a los
familiares de las víctimas, el mismo que se quiere “alcalde” de una ciudad que
produjo su propio pogróm.
Se trata de judío
cuando la misma institución atacada invita al mencionado “alcalde” como
orador de su más reciente cena anual y le da la oportunidad de celebrar la
“despolitización” del acto de homenaje que se realiza todos los años en la
calle Pasteur. “Despolitizar” quiere decir, en este caso, la concreta exclusión
de las asociaciones de familiares de las víctimas del podio. Permítaseme
señalar, desde mi modesto conocimiento de la tradición judía, que el culto
fascinado, obsecuente o interesado del poder no deja de ser un modo de uno de
los peores pecados que existen para el judaísmo: la idolatría. Y si digo
pecado no es por afán
teológico, sino por lo que tiene de reclamo ético.
Se trata de judío
en una escena en la que muchos de los que así se denominan se apresuran a
disculparse diciéndose “no religiosos” cuando quieren decir “no retrógrados”. Y
sin embargo, ¿qué significa judío para
quienes la expresión “judaísmo laico” algo dice, aunque no necesariamente
porque “judaísmo religioso” no requiriera debate? Otra vez, la lengua nos guía: no hay en
hebreo una palabra que signifique “religión” en el sentido occidental y
cristiano del término, que es el que comanda su uso. Lo que suele traducirse
por tal cosa es dat, palabra llegada del
persa que significa ley. Lejos de
transmitir el religare latino que
rige la comunión de los creyentes, dat
nombra la ley judía que, mediante concretos preceptos, rige la vida del pueblo.
En este sentido, dat se desentiende
de la creencia en un Juez Supremo, pero nos carga con un oscuro saber: nuestros actos inciden en nuestro destino,
lo que hacemos “cuenta” de una manera profunda, insondable. Y eso es algo
que ningún judío –creyente o agnóstico, piadoso o escéptico– puede desatender.
Se trata de judío
cuando hay quien cree necesario disculparse por su condición de portador de ese
nombre, invocando una ristra de próceres de la humanidad que –de Spinoza a
Freud, pasando por Heine y Mendelssohn (¿Félix o Moisés?)– mitigarían, como
gloriosas excepciones exculpatorias, la implícita condena que porta la palabra, a la que otorga
una carga teológico-genética (sic) –la ley de la transmisión materna– como
criterio de exclusión destinado a declarar una supuesta supremacía. No es el
ánimo de estas líneas el de desilusionar a nadie, pero esta ley no se remonta a
los inubicables tiempos oscuros que supone el contrito escriba, sino que surge
en una situación histórica precisa: las Cruzadas. La transmisión materna surgió
de la necesidad de incluir en la grey
a los nacidos de las violaciones perpetradas por tanto guerrero piadoso que
marchaba a Jerusalén a liberarla de manos infieles.
Se trata de judío
cuando intervenciones reveladoras de políticos lúcidos se ven matizadas con
acusaciones de deicidio y de acumulación de riquezas; cuando la palabra
atraviesa, inquietante, el tejido de metáforas políticas: los adjetivos pueden
variar –“espiritual” o “traidor”–, el nombre es el mismo. Lo es incluso
cuando todavía hay quien supone zanjar la cuestión con la displicente erudición
sobre la vieja cuestión. Lo es cuando
tanto profesor insiste –con pasión digna de mejor causa– en profesar
ignorancias deplorando las religiones en general y la que le estaba destinada
en especial. Como dijo alguien que nunca se quiso profesor, la religión empieza
cuando no se leen los textos.
Se trata de la palabra judío cuando tantos que la portan se ven obligados –como pasaporte
para su aceptación en ciertos ámbitos– a tildar de “nazi” al gobierno israelí,
un gobierno indudablemente de derecha. Sin embargo, sólo en el caso de Israel es
esta circunstancia argumento para deslegitimizar la existencia misma del
estado. (Subrayo: el estado, no su gobierno). No lo fue ni siquiera durante la
dictadura argentina. En ese momento, el estado –exterminador confeso– era considerado malversado, usurpado por mano
vil, pero nunca le fue cuestionada su legitimidad al punto de convertir en expresa
propuesta política su lisa y llana abolición.
Se trata de judío
cuando hay quien define a la DAIA como “sede argentina del lobby sionista”
y sus “planes siniestros”. ¿Nuevamente habrá que decir lo mismo? ¿Que el
movimiento sionista surgió al calor de los despertares nacionales en el siglo
XIX; que es un movimiento de autodeterminación nacional, que alberga un arco
político muy variado, que su fin era lograr un estado donde los judíos pudieran
gobernarse a sí mismos como lo aspira cualquier nación? Pero entonces, también
hay que decir lo obvio, el objetivo expreso –no el “oscuro designio”– del
sionismo es la creación de un Estado de Israel. Y éste ya existe. Y es cierto que la relación de los judíos del mundo
–sionistas o no– con el Estado de Israel es innegable. El atentado contra la
AMIA (que siguió, no lo olvidemos, al perpetrado contra la Embajada de Israel,
donde sí fueron alcanzados ciudadanos
israelíes junto a los argentinos) es un modo criminal de ponerlo en evidencia.
Siglos de una cultura, su memoria y sus herencias de todo tenor son, en cambio,
modos legítimos de una trama entrañable y compleja que excede las lógicas
binarias y en pantalla dividida de los opinólogos de turno.
Hay quien aún escucha el estallido. Mi recuerdo, en
cambio, se despliega en un silencio profundo, como de pecera: una extraña película muda de calles borroneadas
tras una cortina de polvo. Fue el día más largo de mi vida. En algún momento
pensé: es imposible decir nada. Es con ese silencio a cuestas y desde esa
imposibilidad que digo estas palabras.