11.8.11

Tapa de sol (Mayo 2010 – Mayo 2011, fragmento), por Laura Estrin






Son mías las palabras:
cuánto cuesta un verso, una frase.
A veces una pulsera de eslabones de acero
o el centro de una mano.

Días que se tragan los días.

Y yo los veo vivir: corren el dolor
cuando la calle lastima,
“una sociedad de caras”
–como dice Correas–.

Más rubia, o más colorada,
como una lengua de partida
–como una vez hablamos con Savino–
o una obra como una confesión sin tregua.

Ver de afuera un hombre
o es la vida que da la vuelta completa
como un anillo de tachuelas,
trasiego.

Y cuando no queda más:
una carta, una frase, una última forma de dar,
ejercicio de un diario,
viento de invierno:
el que nadie siente porque en las veredas
se confunde con el frío.

Un continuo de lo que se tiene,
sol que está arriba
o levanta el día: qué es la vida,
abismo a los pies,
silencio que no puede,
dos rusas muy rusas: Perla y yo.

Una mañana,
un perfume que trae retazos de angustia
que es amor
que es arreglar una cartera para salir.

Lou… y no Laura,
un anillo que gira
que nunca se explica
vida de sala de espera.

¿Por qué tan oscuro, tan negro?
y yo tenía una pollera azul acero,
larga,
y una remera negra
y era un encuentro de viajes.

La vida se había puesto del lado de la luz.
Mirar a otro es subir
y ver que se quiere seguir subiendo.

Es lo que tenés,
salir es ver, robar,
usar un anillo grande,
yo sobre mí,
voy ahí, sin ponerme
más que yo misma,
escasos adornos implacables.

“Yo sobreponiéndome a todo,
con ayuda divina”
–entonces lo sigo a Fijman–;
que estaba agotado, poseído
por la vigilia perpetua.

Y obligado a seguir,
a seguir siempre
–Tsvietáieva y Fijman,
demasía que soy para los otros–.

Las palabras son compuestos
como las del idish,
las palabras shlep de mazl
digo que arrastran la suerte,
la de siempre.

Otra vez, el cuerpo de un hombre,
medida es cantidad continua.
–ningún loco, para hoy, para mí–.

Y la lluvia de esta mañana, y ahora que aclara,
y todas las cosas del mundo.

Poner palabras para sacarlas
como un alemán que baja a Italia
como las cosas que nos amparan y nos salvan,
un día como otro
que vuelve
que vuelve.

Fuerza escribir y no escribir,
vivir en dos pero con la cuerda de la unidad.
Ruedan:
“mi atento padre incomprensivo” –de Marina Tsvietáieva
“un corazón busca un hombro” –un refrán idish…

Cuidar un secreto
o abrir la casa.
La campana de un tajo en un vestido,
la mujer perdida, desasida,
en zozobra.

Un día, el sol sube por la pared
como aliento tibio,
deseos de inviernos tranquilos
–como en Olivari…

Tapa de sol luna zarca:
uno es lo que lee.
Puedo ser la tristeza de los ojos castaños:
pero para la tristeza tejo una cuerda:
infortunio peligroso
–sigue Olivari…

No hay pleno,
la tinta más líquida,
es alegría de sol de sábado.

Un poema largo.
Fleje cerval.
Poemas honestos o lírica que es temperamento.

Las figuras de Remo Bianchedi miran ausencias –él lo anota–
como el dolor conserva lo que ya no está
–y eso lo decía Nicolás Rosa
y Libertella jugaba al lugar que no está ahí.

Todo es lo que uno siente:
retiemblo.
“No poseer nada para no perder nada”
–de una carta a Mastronardi–
–de una mujer a Mastronardi,
la poeta de las mejores cartas–.

Un zumbido adentro,
en el pecho, endurece, va igual.

Cada uno en lo suyo
pero ningún juego
cada uno solo en lo suyo.

Y uno se viste, para esperar
alguien puede no venir
que por supuesto llega después que yo
al bar manso que elijo.

El sol hace seguir el día.

Y vos crees que puedo mirarte
Y puedo mirarte
cuando nunca podré hacerlo
y quisiera mostrarte estos versos
como te muestro un álbum de fotos.

Hueco, agujero. Y no es Jarabe de Pico
–como escribió Perla– o sí
Sí siempre.

Hermoso reloj negro de París,
París altanero, enloquecido,
de un solo callejón, el Marais,
las vidrieras judías,
mi saquito de terciopelo
naranja y azul.

Nombrar,
parece que es molesto nombrar.
Lo único que hace la poesía,
nombrar.

Horas más largas que para unos:
el tiempo hace lo que quiere
y la belleza siempre es otra cosa,
como la música
que arde, duele,
entre los dedos del viento y de la casa.

Alguien, a veces, me perdona el dolor
Javier Fernández miente-sabe de qué hablo.

(Hago un pequeño friso social,
que tampoco se perdona).
Pirata –me dijo–
y fue hermoso, una sonrisa inquieta, honda.

Otra vez, los objetos son un consuelo,
mañana voy a estar tan linda…

El dolor, doble autopista,
doble avenida,
que se recuerda
(aunque raspe la tinta y lo que es nuestra sangre
no se lave nunca –oculto, Zelarayán o Lautréamont van ahí–).

Y amor:
juego cierto.

Escribir no duele,
duele hablar feroz grieta-agujero de la boca
inoportuna.

Overo,
saludan valientes palabras,
palabras que salen
de ojos no brillantes
y de algunas noches que sí lo están.

Desdicharme por la pérdida irremediable
y a ver. Del tiempo.
Y no es el cuerpo.
Y no es la sombra:
a ellos pueden no gustarle nuestras cosas
pero sí nosotros mismos y al revés,
como parece.

Releo los versos y releo lo vivo.