17.8.11

H 1425, por Ariel Clerice






Son las once de la mañana y algo cansado, dentro de la cama por mi legendaria falta de voluntad, sordo a los incentivos de la existencia, veinte años después, oigo, somnoliento, la inocente cortina de Clave de Sol en Volver. Nunca tuve del todo claro qué hago de mi vida. Las celebridades reciben premios; yo, este fantasma accidental, hablo poco, sueño mucho, camino solo. Veo, señalo situaciones, efluvios imprecisos, intercambios ligeros, aéreos, efectos vestidos por el peso invisible de los hábitos. La especulación analógica extrae de manera indirecta cosas que de otro modo pasarían inadvertidas, corresponde al orden de lo privado. No es un espectáculo. Al tratarse de reconstrucciones azarosas, en el secreto azul de los canales la sangre del tejido aquél desarrolla lo suyo intransferible. Magnetizados por el arroyo subterráneo, los peregrinos invitan a levantarse, dejar la tele, adoptar la fluencia lustral de céfiras corrientes alisias, seguir la vía más allá del feroz banco de brumas, caer, extraviado, en el revuelto abismo. Luego de largas paredes de arbustos y un par de rejas oxidadas escuchar con detenimiento, anticipar los flashes de linternas vigilantes, merodear esquinas iluminadas por focos amarillos. Medir las pisadas, permanecer alerta. Reabastecer las copas de papel bajo un frondoso túnel de árboles alineados. Con el aire rengo de un perro fugitivo toreando las ruedas del escaso tránsito bajo la lluvia dar con la casa de chocolate, pedir café, escribir el informe, recordar que no existen momentos ordinarios ni horas vacías ni tiempo congelado, sino esta complejidad maravillosa, renovada entre voces, con manos serenas al rayar del alba. Cuando desde la oscura noria de una calesita cercana a la estación un Bart mal dibujado sigue la escena. Un hechicero de la zona le enseñó a leer los labios. La reconocida torpeza del trazo lo delata, expone su disimulado horror. La figura registra las conversaciones, el pulso del vecindario intervenido. Inquieto, el Bart silba entre dientes, quiere joderte y no está solo. Por cada vuelta consagrada a la fatalidad la voz sin boca del brujo susurra, a través suyo, imágenes mudas que transmiten las cenizas sonámbulas de amargos arrepentimientos, la futura, abundante consumación de inevitables, expansivas infamias, prevaricaciones, no sólo dentro de la cabeza de los niños, hipnotizada a causa del arrojo maligno y el balanceo arcaico de la sortija, tristes, los monótonos giros del espiral mecánico, el radio movedizo de ondas a la redonda contiene los bordes inhóspitos de esa oferta predicada sobre las calles del enervado suburbio, matriz de curiosas variaciones fisiológicas, de inanimadas, odiosas contorsiones, con cada vuelta dispara, reproduce visiones temblorosas, móviles de acción alucinada que paralizan las ramas nerviosas de una legión en apariencia dominante. Pero si el Bart no está solo, vos tampoco. Primera noche de quietud. El viento sopla, las hojas crujen, el círculo de ilusiones tenebrosas terminará rompiéndose lo suficiente para modificar el curso de los eventos. A la sombra del agua perdida la tarde irradia su esplendor, llega a su término, se retira unos segundos, suspendida vertical horizontal de transparentes reflejos divinos sueña con el rayo verde. Sueña con las cartas de ruta a los inviolables confines del olvido, polariza esa brújula rota que señala lo único que deseás en este mundo, un tren dirigido a lo largo del invierno, donde aunque la admisión no depende sólo de la gracia por encima de la razón los recuerdos esperan intactos en algún lugar del tiempo. 2046. Con su red infinita de carriles desembocando del pasado en el futuro el sistema de las viejas carreteras despliega un ahora continuo de sublimes realidades, pista interminable, la cita más dulce, el conductor que cambia de carril cambia de futuro. Sin embargo, por colapsados que estén los espacios, volviéndose funcionales a ellos, gesticulando muecas transfiguradas con perversidad común, muchos encallan la superchería de orgullosas exhortaciones bajo el cielo plegado de la ausencia. Demora letal. Negociando un reducido margen sin estrellas a la descomposición del contorno y el ensombrecimiento progresivo de las fases terminadas, los haces de la máquina capturan el íntimo rumbo de las historias, rodean, circundan y tuercen la dirección esencial de los caminos, convirtiéndolos en transportes de sobremesa, el humo cortesano del sentido, fluidos al servicio profesional de la Corona, la mano invisible del directorio que avanza rapaz, obsesionada por el control de los mares ocultos tras las partes incompletas del mapa.