7.9.11

Serguei Dovlatov - La camisa de poplín

Fuera de la propia lengua se pierde la posibilidad de ironizar y de bromear –dice Doblatov en un relato. Serguei Dovlatov es un escritor ruso emigrado en los 80's a E.E.U.U. que escribió obras como Los nuestros, muchos cuentos y el registro singular de su exilio en El oficio. Todos ellos nos tocan, nos sacuden, silenciosos y fuertes, de modo semejante a como lo hace Chejov. Bajo una superficie de aparente simpleza, leemos el horror. Presentar y explicar a Doblatov es inútil, que lo entienda el que pueda –como escribió un autor argentino. Un frío, blanco, terrible realismo es imposible de mostrar con otras palabras que con las del propio autor. Esta traducción de Irina Bogdachevski es parte de un proyecto mayor que incluye la edición del libro El oficio del mismo Dovlatov y un ensayo de J. Brodsky a la muerte del autor.

Laura Estrin




Mi mujer dice:
–Es una locura – vivir con un hombre que no se va sólo porque tiene pereza... Mi mujer siempre exagera las cosas. Aunque es cierto que yo trato de evitar las preocupaciones innecesarias. Prefiero comer cualquier cosa. Me corto el pelo sólo cuando pierdo el aspecto humano. Pero me lo corto al ras, para no tener que cortarme por otros tres meses.
Hablando bien y pronto, no tengo ganas de salir de casa. Quiero que me dejen tranquilo...
Tuve en mi infancia una niñera, Luisa Genrijovna. Ella hacía todo sin prestarle mucha atención, porque tenía miedo de ser arrestada. Una vez Luisa Genrijovna me puso pantalones cortos y metió mis dos piernas en el mismo pernil. Como resultado, anduve de esa manera todo un día.
Tenía cuatro años y recuerdo bien este caso. Yo sabía que no me vistieron correctamente. Pero me quedé callado. No quería cambiarme de ropa.
Ahora tampoco lo quiero.
Recuerdo muchas historias parecidas. Desde mi niñez soy capaz de aguantar cualquier cosa con tal de evitar trajines inútiles…
Hubo épocas en que bebía bastante. Y por eso vagaba por los lugares más insólitos. Eso hacía pensar a mucha gente que era muy comunicativo. Pero bastaba que me pusiera sobrio para que se esfumara toda mi sociabilidad.
Con todo esto, tampoco quiero vivir solo. No recuerdo dónde quedan guardadas las cuentas de luz. No sé lavar ni planchar. Y lo más importante, – estoy ganando poco.
Prefiero estar solo, pero al lado de alguien…
Mi mujer siempre exagera todo:
–Ya sé por qué sigues viviendo conmigo. ¿Lo digo?
–Y bueno, ¿por qué?
–¡Te da pereza, simplemente, salir a comprar un catre!
Como respuesta, yo podría alegar:
–¿Y tú? ¿Por qué no te compraste un catre? ¿Por qué no me has abandonado en los momentos más duros? ¡Tú, – la que sabe zurcir, lavar, aguantar a la gente desconocida, y lo más importante – ganarte el sueldo!...
Nos conocimos veinte años atrás. Hasta recuerdo que era un domingo. El dieciocho de febrero. El día de las elecciones.
Los propagandistas visitaban las casas. Trataban de convencer a los habitantes de ir a votar lo más temprano posible. Yo no me apuraba. En realidad, no había votado más que unas tres veces. Además, no fue por razones de disidencia. Más bien, por el odio a las actividades sin sentido.
Y de pronto se oye el timbre. En el umbral aparece una joven mujer vestida de campera. Con el aspecto de una maestra escolar, es decir, – un poco de solterona. Es cierto, que sin los lentes, pero con un cuaderno de tapas duras en la mano.
Ella miró en el cuaderno y pronunció mi apellido. Yo dije:
–Entre. Caliéntese un poco. Tome el té.
Me deprimían mis pies que se asomaban por debajo de la bata. En nuestra familia esta es la parte menos expresiva del cuerpo. Además, la bata estaba llena de manchas.
–Elena Borisovna –se presentó la muchacha– vuestra propagandista. Usted no ha votado todavía…
Esto no era mera pregunta, sino un discreto reproche.
Yo repetí:
–¿Quiere tomar un té?
Agregando por razones de decencia:
–Allí está mi mamá…
Mi madre estaba acostada, tenía una fuerte jaqueca. Lo que no le impidió dar un grito bastante alto:
–¡No se atrevan a comer mi turrón!
Yo dije:
–Tenemos aún tiempo para votar.
Y he aquí que Elena Borisovna pronunció un discurso totalmente inesperado:
–Yo sé que esta votación es una absoluta profanación. Pero, ¿qué puedo hacer? Debo llevarlos a su puesto de votación. Si no, no me dejarán irme a casa.
–Está claro, –dije– pero tenga cuidado. No la van a felicitar por semejantes palabras.
–Se puede confiar en usted. Yo lo entendí en seguida. Ni bien vi el retrato de Solzhenitzin.
–Es Dostoievski. Pero a Solzhenitzin también lo respeto.
Después desayunamos modestamente. Mamá de todos modos nos cortó un pedazo de turrón.
La conversación, naturalmente, tocó el tema de literatura. Si Elena nombraba al escritor Gladilin, yo repreguntaba:
–¿Tolia Gladilin?
Si se hablaba de Shukshin, yo especificaba:
–¿Vasia Shukshin?
Y cuando se habló de Ajmadulina, exclamé no muy alto:
–¡Bellochka!
Luego salimos a la calle. Los edificios estaban adornados con banderas. En la nieve se encontraban tirados los envoltorios de los caramelos. El portero Grisha se lucía con su sobretodo de paño.
Yo no quería votar. Y no porque tenía pereza, sino porque me gustaba Elena Borisovna. Ni bien terminemos todos de votar, la van a dejar volver a casa.
Fuimos al cine, a ver “La Infancia de Iván”. La película era suficientemente buena como para que yo reaccionara con condescendencia.
En aquella época yo alababa sólo películas detectivescas. Porque ellas me permitían aflojar mis tensiones.
Y a las películas de Tarkovski las elogiaba con indulgencia. Además, haciendo entender que Tarkovski ya hace como seis años espera de mí un guión nuevo.
Desde el cine nos dirigimos a la Casa del Literato. Estaba seguro que me encontraría con alguna celebridad. Podía contar con el amistoso saludo de Goryshin. Y con los abrazos ebrios de Wolf. Con las palabras pasajeras de Efimov o de Konetski. Si yo era, así llamado, “escritor joven”. Hasta Granin me conocía de cara.
Hubo tiempos en que en Leningrado había muchas celebridades. Por ejemplo: Chukovski, Oleinikov, Zoshchenko, Harms. etc. Después de la guerra quedaron pocos. Algunos fueron fusilados por algo, otros se mudaron a Moscú…
Subimos al restaurante. Pedimos vino, sandwiches, masas. Pensaba pedir un omelette, pero cambié de idea… Mi hermano mayor me decía siempre:
“Tú no sabes comer comida multicolor”…
Conté el dinero sin sacar la mano del bolsillo.
La sala estaba casi vacía. Sólo cerca de la puerta estaba sentado el condecorado Reshetov leyendo un libro. Por su aspecto tan fascinado se deducía que esta era su propia novela. Podría apostar que el título de la novela era: “¡Voy hacia vosotros, gente!”
Tomamos una copa, conté tres anécdotas de la vida de Evtushenko, que sucedieron, literalmente, ante mis ojos.
Sin embargo, las celebridades no aparecían. Aunque había cada vez mayor cantidad de visitantes. Se dirigió hacia la ventana el novelista Gorianski, crujiendo con sus prótesis. En el mostrador del bar se ubicaron los poetas Chikin y Steinberg. Chikin decía:
–Lo que mejor te sale, Boris, son tus agregados filosóficos.
–Y a ti, Dimitri, tus monólogos interiores, –reaccionaba Steinberg…
Ambos, Chikin y Steinberg, no pertenecían a las celebridades. Gorianski se hizo famoso por haber ahorcado a un guardia en el campo de concentración alemán.
Pasó cerca de nosotros el crítico Jalupovich, bastante famoso. Él estuvo observándome largo rato, y luego dijo:
–Disculpe, lo he tomado por Leva Melinder…
Pedimos doscientos gramos de coñac. Quedaba poco dinero, pero las celebridades no aparecían.
Parecía que Elena Borisovna no se enteraría al final de que soy un literato prometedor.
Y he aquí que se asomó al restaurante el escritor Danchkovski. Con ciertas reservas se le podría llamar celebridad.
Hace años vinieron a Leningrado desde Shklov dos hermanos, que se llamaban Saveli y Leonidas Danchikovski. Ellos empezaron a probar sus fuerzas en trabajos literarios, inventaban canciones, cuplés, intermedios.
Al principio escribían juntos. Después, cada uno por separado.
En un año sus caminos se separaron más radicalmente aún.
El hermano menor decidió acortar su apellido. Ahora él firmaba Danch, pero seguía siendo un judío.
El mayor actuó de otro modo. Él también acortó su apellido, pero sólo por una letra – la “i”, firmando ahora como Danchkovski. Pero en lugar de ser judío, se transformó en un polaco rusificado.
Poco a poco entre los hermanos surgió una fuerte desavenencia nacional. Ellos peleaban ahora a cada rato como consecuencia de su hostilidad racial.
–¡Apóstata! –gritaba Leonidas– ¡vagabundo, goy!
–¡Cierra el pico, jeta de judío inmundo!– respondía Saveli.
Pronto comenzó la persecución de los cosmopolitas, arrestaron a Leonidas. Para esa época Saveli terminó sus estudios en la Facultad de Marxismo-Leninismo.
Él empezó a publicar sus trabajos en gordas revistas literarias. Salió su primer libro. Los críticos comenzaron a hablar de él.
Poco a poco se transformó en un “leninista”. Es decir, se hizo creador de una interminable, incontenible saga “leniniana”.
Primero escribió el libro “La infancia de Volodia”, después un relato: “El muchacho de Simbirsk”. Luego publicó en dos tomos la novela “La juventud ardiente”. Y finalmente una trilogía: “¡Levántate, marcado por la maldición!”
Después de haber agotado la biografía de Lenin, Danchkovski se dedicó a temas cercanos. Escribió el libro “Lenin y los niños”. Luego “Lenin y la Música”, “Lenin y la Pintura”, y también “Lenin y la Agricultura”. Todos estos libros fueron traducidos a muchos idiomas.
Danchkovski se enriqueció, recibió la condecoración “Distinción de Honor”. Para esta época su hermano había recibido ya su rehabilitación póstuma.
Danchkovski me conocía muy bien, porque durante más de un año dirigía nuestra asociación literaria.
Y era él, quien apareció en el restaurante.
Yo, bajando la voz, le susurré a Elena Borisovna:
–Preste atención, es Danchkvski en propia persona. Un éxito rabioso. Candidato al premio de Lenin…
Danchkovski se dirigió hacia el rincón alejado de la caja automática musical.
Pasándonos, él aminoró su marcha. Yo con familiaridad levanté mi copa.
Danchkovski sin saludar pronunció con claridad:
–Leí su humorada en “Aurora”. Según mi opinión, es una mierda.
Nos quedamos en el restaurante hasta las once. El colegio electoral ya se había retirado hacía tiempo. Después se cerró el restaurante. Mamá seguía acostada con su jaqueca. Nosotros paseábamos aún por la costanera de la Fontanka.
Elena Borisovna me asombraba con su sumisa resignación. Más bien no con resignación, sino con indiferencia con respecto al lado real de la vida. Como si todo lo que sucedía, transcurriera fugazmente en una pantalla.
Ella se olvidó de su sección electoral. Trató con desdén sus obligaciones. Como se aclaró luego, tampoco había votado.
¿Y todo esto por qué? A causa de unas poco claras relaciones con un hombre que escribe no muy logradas humoradas.
Yo, evidentemente, tampoco voté. Yo también menosprecié mis obligaciones civiles. Pero en general soy un hombre especial. ¿Pues, acaso, nosotros dos nos parecemos?
A nuestras espaldas están los veinte años de matrimonio. Veinte años de mutuo aislamiento e indolencia con respecto a la vida.
Con todo esto, yo tengo el estímulo, la meta, la ilusión, la esperanza. ¿Y que tiene ella? Tiene sólo una hija y su indiferencia.
No recuerdo que Lena objetara algo o se pusiera a discutir. No creo que haya dicho alguna vez un “sí” sonoro y seguro, o un pesado y severo “no”.
Su vida transcurría como en la pantalla del televisor. Cambiaban los personajes, los rostros, las voces; el bien y el mal corrían en el mismo enganche. Pero mi amada, mirando de vez en cuando hacia lugar donde se encontraba la pantalla, se ocupaba de las cosas más importantes…
Pensando que mi madre ya se había dormido, me dirigí a mi casa. Hasta no le dije a Elena Borisovna: “Vamos a mi casa”. Tampoco la tomé de la mano.
Simplemente, nos encontramos en mi domicilio. Esto sucedió hace veinte años.
En estos años se enamoraban, se casaban y se divorciaban nuestros amigos. Ellos escribían sobre estos temas versos y novelas. Se mudaban de una república a la otra. Cambiaban toda clase de ocupaciones, costumbres, convicciones. Se transformaban en disidentes, o en alcohólicos. Atentaban contra los bienes ajenos, o en contra de su propia vida.
Alrededor surgían y se caían con estrépito bellos, misteriosos mundos. Como cuerdas tensadas al máximo se rompían las relaciones humanas. Nuestros amigos renacían y volvían a morir buscando la felicidad.
¿Y nosotros? A todas las tentaciones, a todos los horrores de la vida nosotros contraponíamos nuestro único don – la indolencia. Uno se pregunta – ¿qué puede ser más perenne que un castillo edificado en la arena? ¿Qué es más sólido y firme en la vida familiar que la mutua falta de carácter? ¿Qué puede ser más afortunado para dos países en pugna, que ser incapaces de defenderse?...
Yo trabajaba en un diario de gran tiraje. Cobraba unos cien rublos mensuales.
Como plus, recibía unos pequeños cobros adicionales. Así recuerdo los cuatro rublos mensuales extra “por la adquisición de los métodos más perfectos de administrar la economía”.
Como la mayoría de los periodistas, soñaba con escribir una novela. Y sin parecerme a la mayoría de los periodistas, me dedicaba al trabajo literario.
Pero mis manuscritos fueron rechazados por las revistas literarias más progresistas.
Ahora esto me tiene que alegrar solamente. Gracias a la censura mi aprendizaje se prolongó hasta los diecisiete años. Los cuentos que quise publicar en aquellos años me parecen ahora totalmente desvalidos. Ya es lo suficiente que uno de los cuentos llevara el título de “El Destino de Faína”.
Lena no leía mis cuentos. Yo tampoco se los ofrecía. Y ella no quería mostrar la iniciativa.
Tres cosas puede hacer la mujer por un escritor ruso. Ella puede nutrirlo. Ella puede creer sinceramente en su genialidad. Y finalmente, ella puede dejarlo en paz. A propósito, lo tercero no excluye la presencia de lo primero y de lo segundo.
Lena no se interesaba por mis cuentos. No estoy seguro de que ella se diera bien cuenta dónde yo estaba trabajando. Sabía sólo que estaba escribiendo.
Sobre ella mis conocimientos estaban igualmente limitados. Al principio mi mujer trabajaba en una peluquería. Después de la historia con las elecciones la dejaron cesante. Entonces se hizo correctora literaria. Después, inesperadamente para mí, terminó los estudios en el Instituto Poligráfico Nacional. Se empleó, si no me equivoco, en una Editorial de Deportes. Ganaba dos veces más que yo.
Es difícil entender qué era lo que nos unía. Conversábamos casi siempre de asuntos pendientes. Cada uno tenía sus propios amigos. Y hasta leíamos libros diferentes.
Mi mujer abría siempre el libro que se encontraba más cerca de ella. Y empezaba a leer desde cualquier página.
Al principio esto me hacía rabiar. Luego me convencí que le tocaban siempre buenos libros. No como a mí. Si yo abro cualquier libro, este va a ser seguro “Tierra virgen arada” de Sholojov...
¿Qué era lo que nos unía? ¿Y cómo, en general, nace la cercanía entre dos seres? Todo esto no es tan simple.
Yo tengo, por ejemplo, tres primos. Los tres son borrachos y canallitas. A uno lo quiero, el segundo me es indiferente, al tercero directamente lo desconozco.
Así vivíamos nosotros. Uno al lado del otro, pero por separado. Intercambiábamos regalos en casos muy aislados. A veces yo decía:
–Habría que regalarte, para la risa, algunas flores.
Lena contestaba:
–Yo tengo todo.
Yo tampoco esperaba regalos. A mí esto me convenía.
Si no, yo conocía una familia, donde el marido trabajaba desde la mañana hasta la noche. La esposa miraba la televisión e iba de compras. Diciendo:
“Le compré a Marik para su cumpleaños una cortinas de tul –¡como para desmayarse!”
Así vivimos cuatro años. Luego nació nuestra hija –Katia. En esto se percibía la inesperada seriedad y la sensación de un milagro. Éramos dos, y de pronto apareció otra persona, –caprichosa, ruidosa, exigiendo atenciones.
A nuestra hija casi no la educamos, sólo la amábamos. Con mayor razón, porque ella se enfermaba a menudo, desde sus cinco meses.
En una palabra, después del nacimiento de nuestra hija se hizo evidente que estábamos casados. Katia sustituyó con su presencia el certificado de casamiento.
Recuerdo que fui una vez con el cochecito a la redacción de la revista “Aurora”. Me correspondía allí un pequeño pago. La empleada abrió la lista:
–Firme aquí.
Y agregó:
–Dieciséis rublos hemos restado por la falta de hijos.
–Pero –dije– yo tengo una hija.
–Debe usted presentar la documentación correspondiente.
–Sírvase.
Saqué del cochecito el paquete rosado. Lo coloqué cuidadosamente en la mesa del contador principal. De esta manera conservé los dieciséis rublos...
Las relaciones con mi mujer no han cambiado. Más bien, casi no han cambiado. Ahora a nuestra indolencia personal se contraponían las preocupaciones comunes. Por ejemplo, bañábamos juntos a nuestra hija… Una vez Lena se fue al trabajo. Y yo me demoré en casa, empecé, como siempre, a buscar los papeles necesarios. Si no me equivoco, la copia del contrato con la editorial.
Revolvía los armarios, abría uno tras otro los cajones del escritorio. Hasta me metí dentro de la mesita de luz.
Allí, debajo de un montón de libros, revistas, viejas cartas, encontré un álbum. Era un pequeño álbum de fotos, casi de bolsillo. Unas quince páginas de grueso cartón con la imagen en relieve de una paloma en la tapa.
Lo abrí. Las primeras fotografías eran amarillentas, con fisuras. Algunas sin las puntas. En una – la pequeña niña acariciaba al perro, más bien, lo rozaba apenas. El perro peludo apretaba las orejas En otra – la niña de unos seis años abrazaba una muñeca de fabricación casera. Ambas tenían un aspecto triste y perplejo.
Después vi una foto familiar: la madre, el padre y la hija. El padre vestía un largo capote y un sombrero de paja. De las mangas se asomaban apenas las puntas de los dedos. Su mujer vestía un saco de abrigo con hombreras altas, tenía rulos y una chalina de gasa. La niña se dio vuelta tan bruscamente al costado, que volaron los faldones de su abrigo de otoño. Algo que estaba fuera de foco había llamado su atención. Quizás algún perro vagabundo.
Detrás, entre los árboles se veía la fachada del Liceo de Tsarskoie Selo. Luego había fotos de los parientes con sonrisas forzadas y falsas. Un hombre entrado en años, con el uniforme del ferroviario, una señora al lado del busto de Lenin, un joven en motocicleta. Luego apareció un marino, más bien un cadete. Hasta en la foto se podía observar con qué esmero él se había afeitado. Al cadete lo miraba fijamente a la cara una señorita con el ramito de muguets en la mano.
Toda una hoja ocupaba la gran fotografía colegial, muy lustrosa. Cuatro filas de asustadas, tensas fisionomías congeladas. Ni un alegre rostro infantil.
En el centro – un grupo de maestros. Dos de ellos con condecoraciones, eran posiblemente ex–combatientes de la guerra. Entre otros estaba la instructora de la clase, que era fácil de reconocer. Ella abrazaba a dos alumnas de sonrisas afectadas. A la izquierda, en la tercera fila, estaba mi mujer. La única que no miraba al aparato fotográfico.
Yo la reconocí en todas las fotos. En una pequeña entre el grupo de esquiadores. En una microscópica foto hecha al lado de la biblioteca aldeana. Y hasta en la demasiado expuesta foto, en la muchedumbre, entre los apenas distinguibles participantes del coro juvenil.
Yo reconocía la ceñuda muchacha con zapatos de tacones torcidos, una turbada señorita de traje de baño barato debajo de una atrevida inscripción “Evpatoria”. A la estudiante con un pañuelo en la cabeza, al lado de la biblioteca aldeana. Y en todas partes mi esposa parecía la más triste de todos.
Hojeé unas cuantas páginas más. Vi a un muchacho joven con una gorra hexaédrica, a una anciana que se tapaba los ojos con la mano, a una bailarina desconocida.
Encontré la foto del actor Iakovlev. Exactamente, una tarjeta con su imagen. Abajo, con una escritura caligráfica, estaba escrito: “¡Lena! Se necesita toda la persona, entera, para servirle al arte. Rafik Abdullaiev.”
Abrí la última página. Y de pronto, se me cortó la respiración. Realmente no sé qué fue lo que me asombró tanto. Pero sentí cómo se enrojecían mis mejillas.
Vi una fotografía cuadrada, un poco más grande que una estampilla. Una frente angosta, la barba descuidada, el aspecto de un matador que ha perdido su capacidad profesional.
Era mi fotografía. Si no me equivoco, sacada de la tarjeta de identidad del año pasado. En el ángulo blanco se veían las huellas del sello de la fábrica, en cuyo diario yo trabajé.
Quedé inmóvil por unos tres minutos. En el pasillo de entrada se oía el tic-tac del reloj. Detrás de la ventana se oía el rumor del compresor del aire acondicionado. Se distinguía el tintineo del ascensor. Y yo seguía sentado sin moverme.
Aunque, si lo analizamos, ¿qué ha sucedido? Pues, nada especial. La esposa colocó en su álbum la foto de su esposo. Era algo normal.
Pero, no sé por qué yo experimenté una inquietud enfermiza. Me resultaba difícil concentrarme para aclarar las causas de esta inquietud. Quiero decir que todo lo que sucedía era muy en serio. Si yo lo sentí recién por primera vez, ¿entonces cuánto amor he perdido durante estos largos años?
No me alcanzaban las fuerzas para reconsiderar lo que estaba sucediendo. Yo no sabía que el amor podía alcanzar este pico de potencia y agudeza.
Yo pensé: “¿Si ahora me tiemblan así las manos, qué es lo que pasará más tarde?”
Finalmente, me preparé y me fui a trabajar...
Pasaron unos seis años. Comenzó la emigración. Los judíos empezaron a discutir sobre su patria histórica.
Antes, a un hombre cabal le hacían falta sólo la pelliza de cuero curtido y el rango de profesor. Ahora se le agregó la invitación a Israel.
Con ella soñaba todo intelectual. Aunque no estuviera dispuesto a emigrar.
Quería tener por si acaso una citación así.
Primero se iban los judíos auténticos. Tras ellos se iban los ciudadanos de origen dudoso. Un año más tarde empezaron a dar el permiso de emigrar a los rusos. Entre ellos con documentos israelíes se ha ido un conocido nuestro, el padre Mauricio Rykunov.
Y he aquí que mi mujer decidió emigrar. Y yo decidí quedarme.
Es difícil explicar por qué he decidido quedarme. Aparentemente es porque no he llegado aún al límite fatal. Todavía quería agotar ciertos indeterminados recursos. O quizás, inconscientemente aspiraba a la represión. Cosas así suceden. Poco valor tiene el intelectual ruso que no ha pasado por una cárcel…
Me asombraba la firme decisión de ella. Si Lena parecía tan dependiente y sumisa. Y de repente tan seria, de categórica firmeza.
Aparecieron entre sus cosas unos papeles del extranjero con sellos rojos. La visitaban los severos, barbudos renunciantes. Dejaban las instrucciones escritas en papelitos de seda. Miraban hacia mi lado con desconfianza.
Pero yo no creía en todo esto hasta el último momento. Todo parecía demasiado inverosímil. Como un viaje a Marte.
Juro, que no lo creí hasta el último minuto. Sabía, pero no creía. Así sucede la mayoría de las veces.
Y ha llegado este maldito momento. Los documentos estaban legalizados, la visa recibida. La hija Katia repartió entre sus amigas pequeños presentes y estampillas. Quedaba sólo comprar los pasajes de avión.
Mi madre lloraba. Lena estaba enfrascada en trajines necesarios. Me habían apartado hacia el último plano.
Tampoco antes tapaba yo a nadie los horizontes. Pero ahora ella no tenía simplemente tiempo para mí.
Y he aquí, que Lena se había ido a buscar los pasajes. Volvió trayendo una caja.
Se acercó a mí y me dijo:
–Me quedó algo de dinero. Esto es para ti.
En la caja había una camisa de poplín importada. Si no me equivoco, made in Rumania.
–Bueno, pues, gracias –le dije. –Es una camisa modesta y de buena calidad.
¡Que viva el camarada Chauchescu!
Sólo que ¿adónde iría vestido con esta camisa? ¡Realmente, ¿adónde?!




Serguei Dovlatov. De La valija.

Traducción: Irina Bogdaschevski.