Siesta
de otoño
Durante
la siesta veía las filas de hormigas y hasta las imaginaba con vestidos a
lunares como en los cuentos. Hoy las veo depredadoras que se comen las hojas en
pocas horas. Y hasta identificás a las más rápidas, a las que pasan por encima
de las otras, a las más rezagadas, a las que se desvían de la fila para
curiosear y luego regresan.
Necesitás
un arsenal de productos para expulsarlas o exterminarlas. No me romantices con
su laboriosidad y persistencia. A muchas las conozco.
Con
el paso de los años las siestas son más acogedoras sin hormigas laboriosas,
siestas con el arrebujo del sol, descalza bajo una manta, mirando caer las
hojas por el ciclo de las estaciones. Es la entrada al sueño de una siesta de
otoño.
Un sueño infinito
Anoche tuve un sueño inquietante y hermoso. Soñé
que caía en el vacío y abajo no había tierra, no había fondos verdes, ni rumores
de agua. Ningún vestigio de vida animada. No recuerdo tampoco desde donde fue
el impulso para que la derivación de una vigilia se revelara en un paisaje del
firmamento solo visto en fotos.
Flotaba en un medio del color de la esfera
celeste y algo como una tromba me elevó a miles de metros. Un decir, porque el
cielo no tiene nuestra obsesión, nuestra medida. Una boca succionó mi cuerpo
que flotaba y perdí toda referencia del planeta que habito. Tuve ante mis “ojos
cerrados” la representación del universo. Era un día esplendoroso en plena
noche.
Trato de hilar. Pudo haber sido un pozo de aire,
tal vez un motor silencioso que no se sustentaba por la agitación de un sueño
anterior y que no recuerdo, una falla física mientras dormía; apnea o baja
presión.
No es fácil contar un sueño que transcurre en un
espacio casi infinito.
El
cartel
Sara
tenía un “berretín”. Ella lo contaba con actitud entre graciosa y molesta y las
anécdotas nos hacían desternillar de la risa menos a quien fuera objeto de tal
obsesión.
Vivía
en una casa grande en la calle Venezuela de la que ocupaba una parte, y en la
otra parte, vivía un matrimonio con hijos.
El ala
que habitaba Sara incluía dos cuartos inmensos de techos altos y pisos de
madera, una pequeña cocina y un baño que parecía otro cuarto. En uno de los
cuartos grandes Sara estaba todo el día menos cuando dormía. Estaba dividido
por dos biombos anchos que creaban dos espacios; el comedor diario y el taller
donde pintaba.
Un
lugar con caballetes, bastidores, pinturas y siempre un lienzo extendido con el
trazo de una obra. Una ingresaba a ese lugar con respeto y con el espíritu
abierto a los estímulos de colores que el genio de Sara hacia vibrar en figuras
geométricas. Cultora del arte abstracto vendía en la Feria de San Telmo los
fines de semana o por encargo.
El
comedor diario era otra cosa. Una mesa con varias sillas y dos sillones medio
raídos y paredes tapizadas por cuadros propios y de otros y un gato que miraba
por la ventana al que llamaba Paul (por Klee).
Era
una casa de puertas abiertas a los amigos menos a una de sus ex parejas. En la
exclusión estaba el “berretín” de Sara que restringía el ingreso a toda persona
que fuera del signo astrológico de su antiguo compañero. Incluso el derecho de
admisión se extendía a eventuales compradores de sus obras.
Así
de tajante era Sara. Nada hacía suponer tal dureza dadas las maneras graciosas
que despuntaban en una nariz respingada en equilibrio con su mirada amable.
No
obstante, el hecho de que una persona hubiera realizado la involuntaria acción
de nacer bajo ese signo, se presentara en su casa y volver de inmediato a la
puerta de entrada que ostentaba el cartel de bienvenida en diferentes idiomas,
era raro.
Sara
no estaba tan loca. Primero el saludo al que llegaba a su casa y luego la
pregunta sobre el signo del Zodiaco. Si era del signo despreciado por ella, un
gesto que apuntaba a la puerta con cartel, cancelaba el acceso a su casa.
Los
amigos tratábamos de aligerar la aversión, con explicación de conjunciones,
ascendentes, decanatos, influencia del medio o cargas genéticas, pero en eso
era absolutamente tirana. Algo sabíamos de las causas a grandes rasgos y el
mirar sin hacer foco no era egoísmo. Tan solo un acto de no escarbar demasiado
pues ella solo quería mostrar la “punta del iceberg” o la lógica de “a buen
entendedor pocas palabras”.
Sin
embargo, esa “tara” no suprimía otros aspectos generosos de su vida como la de
celebrar la venta de sus cuadros con buena comida. Cobrar una deuda también era
motivo de festejo al igual que nuestras recompensas.
Con
una amiga de andanzas emprendimos un largo viaje. Sara nos entregó direcciones
de amigos que tenía en el exterior, más algunas recomendaciones escritas. El
WhatsApp era impensable y el Poste Restante la forma de comunicación con el
destiempo del caso.
Nunca
más volvimos a verla. Al regresar después de un año fuimos a lo de Sara. En la
puerta de entrada no estaba el cartel y al preguntar por ella alguien nos hizo
una señal hacia arriba con la mano.
En
la casa no había escalera al techo por lo que la certeza sin el cartel fue
inmediata. Sentí que la falta de ese detalle se llenó de golpe con un
inequívoco significado, el de no haber sido un formal saludo de bienvenida.
Lo
que no aclaro es el signo que Sara aborrecía por la memoria de ella y por si
acaso, un eventual lector pudiera sentirse molesto.
Conversaciones inapropiadas
Hace unos meses, ante un hecho luctuoso, tuve
una conversación con el administrador de una empresa funeraria. El cepo de la
muerte a veces filtra cosas ridículas o con una lógica novedosa que mueve la
estantería de libros conocidos. De hecho, los velorios están poblados de
anécdotas para el humor negro o de salón y mejor que no llegue una persona
ebria porque la puesta de la ceremonia se transforma en parodia.
La cuestión fue que le dije a aquel hombre
enjuto de riguroso negro, que cuando se contrata el servicio de cremación es
ocioso utilizar un ataúd pues a las horas será incinerado y son carísimos. Los
cajones que otorga la obra social PAMI son
destinados para la sepultura del cuerpo, pero no para la cremación. Le dije,
además, que el uso de bolsas con cierres, como las que hemos visto tristemente
durante la pandemia, podrían ser adecuadas para el menester.
El empleado con cara acorde a la situación,
movía apenas la boca bordeada por unos bigotes finos. Contestó con una pregunta
apelando a un proceso de cocción, y subió el calor a mi cara. Creo, me puse
roja para no ponerme verde después.
“¿Señora, ¿cómo lleva usted un pollo para asar?
Debe utilizar una fuente o una parrilla. Lo mismo hace si lo lleva a la mesa”.
El “Todo bicho que camina va a parar al asador” se cumplía, y más explicativo,
porque incluía los enseres de cocina. Conclusión, estaba prohibida la cremación
del cuerpo sin ataúd.
El argumento no absurdo –en lo culinario– sumaba
al absurdo de la existencia cuando un hecho como la muerte puede derivar en esa
comparación. Algo de mala fe también en tanto su función de empleado. ¿Pero
tenía otra alternativa el pobre empleado a la de expresar las normas impuestas
que lo configuran para la representación del rol?
Cumplía con el trabajo desde el minuto uno que
ingresó a la antesala de los anfitriones del final. O vaya a saber si a esa
hora no tenía hambre y veía pollos asados en todo lo que lo rodeaba.
Anochecía, y de regreso, con el peso de trámites
tristes y engorrosos, miré mi reloj pulsera. Las agujas oscuras marcaban las
ocho y veinte de la noche y resaltaban sobre la caja blanca como ángulo obtuso.
Eran como bigotes del reloj. Me pareció un emoticón de la cara del empleado de
la funeraria.
El
mar es llanura
“Cuando
invertís la llanura, el cielo es verde esmeralda y lo llano se convierte en un
mar azul o gris, quieto o tempestuoso” dice Iván al señalar un cruce de caminos
rurales de la pampa.
¿Cómo
es esto?
Un
límite difuso divide al narrador del escritor o viceversa.
Como
si narrar fuera la acción de un vitalista cazando patos a lo Ernest Hemingway y
el otro un solitario escriba que se calza trajes de mago, detective, inmigrante,
amante…
Escribir
una experiencia de primera mano o escribir porque el proceso inconsciente no es
elusivo.
Néstor
Sánchez un ejemplo del primer oficio. Jorge Luis Borges un ejemplo del segundo.
No obstante, ambos abrevan de la vastedad del lenguaje –aun cuando la
puntillosidad gramatical sea diferente– para construir un texto literario.
Lo
precedente es definición aproximada y no tiene otro objetivo que ponerle
márgenes a un sentido, a un significado y hacer inteligible el meollo. Todo
tipo de meollos. También necesaria para empezar a organizarnos y conversar.
Aunque algunos dicen que conversando se entiende menos la gente.
Bueno,
podemos aventurarnos y escribir. Aunque nada garantiza el entendimiento. Escribir
es un acto de libertad y más si te olvidás del exterior que rodeará a ese
puñado de páginas entre dos tapas: la publicación, los lectores, la aceptación
o no del libro, los ingresos, bla, bla, bla. Ese modo “free lance” es
comparable al dibujo de un niño que con lápices empieza a cubrir la hoja: una
línea, un árbol, un camino, un molino, un barrilete, mamá y papá, los hermanos…
Una es consciente que surgen cantinelas, las del propio escritor y las de sus
cercanos y desconocidos. La cantinela primera es la del propio exilio. Tal vez
las horas de dedicación, el mate, el café, la inspiración, la idea, el trabajo,
el aislamiento que se busca, causen cierta extrañeza.
Ser un extraño frente a una construcción
desconocida, recién hecha. Un texto. Algo que no estaba ahí y como un
nacimiento cambia las cosas. Y si el fastidio va por mal atajo, con “Narcisos a cuesta”, el escritor se
convierte baremo que mide la validación de su obra. Sí, claro, tampoco se puede
soslayar tal práctica, pero de ahí a que duerma con un ojo abierto para la
constatación permanente es motivo de autorreproche.
El
hecho de escribir textos construye una persona extraña para sí misma y para los
amigos que lo descubren diferente “¿Es verdad lo que contás? Nunca supe que una
víbora te picó en la selva misionera”. Cantinela ajena.
El
escritor retoma la suya en una actitud de Perogrullo invertido, sin dar mucha
explicación sobre lo que el eventual lector toma como verdadero. Más allá de
que el del oficio tenga una espinita pues los inquisidores sobrevuelan lo que
escribe. O ni siquiera lo leen: solo movidos por una curiosidad a ver si el
dilecto amigo los ha recordado en alguna línea.
No
importa todo esto querido escritor, escritor autor, narrador, poeta, ensayista,
biógrafo, no importa. Hay un lugar durante el día, con ojos cansados, pies
hinchados, manos con cosquilleos que es una trinchera que defiende la libertad
de poder escribir algo aunque para eso a veces te convierta en excavador de tu propia mierda.