22.12.25

La ciudad de los vivos en el Cementerio de El Cairo, por Cecilia Bainotto

  

Siesta de otoño

Durante la siesta veía las filas de hormigas y hasta las imaginaba con vestidos a lunares como en los cuentos. Hoy las veo depredadoras que se comen las hojas en pocas horas. Y hasta identificás a las más rápidas, a las que pasan por encima de las otras, a las más rezagadas, a las que se desvían de la fila para curiosear y luego regresan.

Necesitás un arsenal de productos para expulsarlas o exterminarlas. No me romantices con su laboriosidad y persistencia. A muchas las conozco.

Con el paso de los años las siestas son más acogedoras sin hormigas laboriosas, siestas con el arrebujo del sol, descalza bajo una manta, mirando caer las hojas por el ciclo de las estaciones. Es la entrada al sueño de una siesta de otoño.

 

 

Un sueño infinito

Anoche tuve un sueño inquietante y hermoso. Soñé que caía en el vacío y abajo no había tierra, no había fondos verdes, ni rumores de agua. Ningún vestigio de vida animada. No recuerdo tampoco desde donde fue el impulso para que la derivación de una vigilia se revelara en un paisaje del firmamento solo visto en fotos.

Flotaba en un medio del color de la esfera celeste y algo como una tromba me elevó a miles de metros. Un decir, porque el cielo no tiene nuestra obsesión, nuestra medida. Una boca succionó mi cuerpo que flotaba y perdí toda referencia del planeta que habito. Tuve ante mis “ojos cerrados” la representación del universo. Era un día esplendoroso en plena noche.

Trato de hilar. Pudo haber sido un pozo de aire, tal vez un motor silencioso que no se sustentaba por la agitación de un sueño anterior y que no recuerdo, una falla física mientras dormía; apnea o baja presión.

No es fácil contar un sueño que transcurre en un espacio casi infinito.

 

 

El cartel

Sara tenía un “berretín”. Ella lo contaba con actitud entre graciosa y molesta y las anécdotas nos hacían desternillar de la risa menos a quien fuera objeto de tal obsesión.

Vivía en una casa grande en la calle Venezuela de la que ocupaba una parte, y en la otra parte, vivía un matrimonio con hijos.

El ala que habitaba Sara incluía dos cuartos inmensos de techos altos y pisos de madera, una pequeña cocina y un baño que parecía otro cuarto. En uno de los cuartos grandes Sara estaba todo el día menos cuando dormía. Estaba dividido por dos biombos anchos que creaban dos espacios; el comedor diario y el taller donde pintaba.

Un lugar con caballetes, bastidores, pinturas y siempre un lienzo extendido con el trazo de una obra. Una ingresaba a ese lugar con respeto y con el espíritu abierto a los estímulos de colores que el genio de Sara hacia vibrar en figuras geométricas. Cultora del arte abstracto vendía en la Feria de San Telmo los fines de semana o por encargo.

El comedor diario era otra cosa. Una mesa con varias sillas y dos sillones medio raídos y paredes tapizadas por cuadros propios y de otros y un gato que miraba por la ventana al que llamaba Paul (por Klee).

Era una casa de puertas abiertas a los amigos menos a una de sus ex parejas. En la exclusión estaba el “berretín” de Sara que restringía el ingreso a toda persona que fuera del signo astrológico de su antiguo compañero. Incluso el derecho de admisión se extendía a eventuales compradores de sus obras.

Así de tajante era Sara. Nada hacía suponer tal dureza dadas las maneras graciosas que despuntaban en una nariz respingada en equilibrio con su mirada amable.

No obstante, el hecho de que una persona hubiera realizado la involuntaria acción de nacer bajo ese signo, se presentara en su casa y volver de inmediato a la puerta de entrada que ostentaba el cartel de bienvenida en diferentes idiomas, era raro.

Sara no estaba tan loca. Primero el saludo al que llegaba a su casa y luego la pregunta sobre el signo del Zodiaco. Si era del signo despreciado por ella, un gesto que apuntaba a la puerta con cartel, cancelaba el acceso a su casa.

Los amigos tratábamos de aligerar la aversión, con explicación de conjunciones, ascendentes, decanatos, influencia del medio o cargas genéticas, pero en eso era absolutamente tirana. Algo sabíamos de las causas a grandes rasgos y el mirar sin hacer foco no era egoísmo. Tan solo un acto de no escarbar demasiado pues ella solo quería mostrar la “punta del iceberg” o la lógica de “a buen entendedor pocas palabras”.

Sin embargo, esa “tara” no suprimía otros aspectos generosos de su vida como la de celebrar la venta de sus cuadros con buena comida. Cobrar una deuda también era motivo de festejo al igual que nuestras recompensas.

Con una amiga de andanzas emprendimos un largo viaje. Sara nos entregó direcciones de amigos que tenía en el exterior, más algunas recomendaciones escritas. El WhatsApp era impensable y el Poste Restante la forma de comunicación con el destiempo del caso.

Nunca más volvimos a verla. Al regresar después de un año fuimos a lo de Sara. En la puerta de entrada no estaba el cartel y al preguntar por ella alguien nos hizo una señal hacia arriba con la mano.

En la casa no había escalera al techo por lo que la certeza sin el cartel fue inmediata. Sentí que la falta de ese detalle se llenó de golpe con un inequívoco significado, el de no haber sido un formal saludo de bienvenida.

Lo que no aclaro es el signo que Sara aborrecía por la memoria de ella y por si acaso, un eventual lector pudiera sentirse molesto.

 

 

Conversaciones inapropiadas

Hace unos meses, ante un hecho luctuoso, tuve una conversación con el administrador de una empresa funeraria. El cepo de la muerte a veces filtra cosas ridículas o con una lógica novedosa que mueve la estantería de libros conocidos. De hecho, los velorios están poblados de anécdotas para el humor negro o de salón y mejor que no llegue una persona ebria porque la puesta de la ceremonia se transforma en parodia.

La cuestión fue que le dije a aquel hombre enjuto de riguroso negro, que cuando se contrata el servicio de cremación es ocioso utilizar un ataúd pues a las horas será incinerado y son carísimos. Los cajones que otorga la obra social PAMI son destinados para la sepultura del cuerpo, pero no para la cremación. Le dije, además, que el uso de bolsas con cierres, como las que hemos visto tristemente durante la pandemia, podrían ser adecuadas para el menester.

El empleado con cara acorde a la situación, movía apenas la boca bordeada por unos bigotes finos. Contestó con una pregunta apelando a un proceso de cocción, y subió el calor a mi cara. Creo, me puse roja para no ponerme verde después.

“¿Señora, ¿cómo lleva usted un pollo para asar? Debe utilizar una fuente o una parrilla. Lo mismo hace si lo lleva a la mesa”. El “Todo bicho que camina va a parar al asador” se cumplía, y más explicativo, porque incluía los enseres de cocina. Conclusión, estaba prohibida la cremación del cuerpo sin ataúd.

El argumento no absurdo –en lo culinario– sumaba al absurdo de la existencia cuando un hecho como la muerte puede derivar en esa comparación. Algo de mala fe también en tanto su función de empleado. ¿Pero tenía otra alternativa el pobre empleado a la de expresar las normas impuestas que lo configuran para la representación del rol?

Cumplía con el trabajo desde el minuto uno que ingresó a la antesala de los anfitriones del final. O vaya a saber si a esa hora no tenía hambre y veía pollos asados en todo lo que lo rodeaba.

Anochecía, y de regreso, con el peso de trámites tristes y engorrosos, miré mi reloj pulsera. Las agujas oscuras marcaban las ocho y veinte de la noche y resaltaban sobre la caja blanca como ángulo obtuso. Eran como bigotes del reloj. Me pareció un emoticón de la cara del empleado de la funeraria.

 

 

El mar es llanura

“Cuando invertís la llanura, el cielo es verde esmeralda y lo llano se convierte en un mar azul o gris, quieto o tempestuoso” dice Iván al señalar un cruce de caminos rurales de  la pampa.

 

 

¿Cómo es esto?

Un límite difuso divide al narrador del escritor o viceversa.

Como si narrar fuera la acción de un vitalista cazando patos a lo Ernest Hemingway y el otro un solitario escriba que se calza trajes de mago, detective, inmigrante, amante…

Escribir una experiencia de primera mano o escribir porque el proceso inconsciente no es elusivo.

Néstor Sánchez un ejemplo del primer oficio. Jorge Luis Borges un ejemplo del segundo. No obstante, ambos abrevan de la vastedad del lenguaje –aun cuando la puntillosidad gramatical sea diferente– para construir un texto literario.

Lo precedente es definición aproximada y no tiene otro objetivo que ponerle márgenes a un sentido, a un significado y hacer inteligible el meollo. Todo tipo de meollos. También necesaria para empezar a organizarnos y conversar. Aunque algunos dicen que conversando se entiende menos la gente.

Bueno, podemos aventurarnos y escribir. Aunque nada garantiza el entendimiento. Escribir es un acto de libertad y más si te olvidás del exterior que rodeará a ese puñado de páginas entre dos tapas: la publicación, los lectores, la aceptación o no del libro, los ingresos, bla, bla, bla. Ese modo “free lance” es comparable al dibujo de un niño que con lápices empieza a cubrir la hoja: una línea, un árbol, un camino, un molino, un barrilete, mamá y papá, los hermanos… Una es consciente que surgen cantinelas, las del propio escritor y las de sus cercanos y desconocidos. La cantinela primera es la del propio exilio. Tal vez las horas de dedicación, el mate, el café, la inspiración, la idea, el trabajo, el aislamiento que se busca, causen cierta extrañeza.

Ser un extraño frente a una construcción desconocida, recién hecha. Un texto. Algo que no estaba ahí y como un nacimiento cambia las cosas. Y si el fastidio va por mal atajo, con “Narcisos a cuesta”, el escritor se convierte baremo que mide la validación de su obra. Sí, claro, tampoco se puede soslayar tal práctica, pero de ahí a que duerma con un ojo abierto para la constatación permanente es motivo de autorreproche.

El hecho de escribir textos construye una persona extraña para sí misma y para los amigos que lo descubren diferente “¿Es verdad lo que contás? Nunca supe que una víbora te picó en la selva misionera”. Cantinela ajena.

El escritor retoma la suya en una actitud de Perogrullo invertido, sin dar mucha explicación sobre lo que el eventual lector toma como verdadero. Más allá de que el del oficio tenga una espinita pues los inquisidores sobrevuelan lo que escribe. O ni siquiera lo leen: solo movidos por una curiosidad a ver si el dilecto amigo los ha recordado en alguna línea.

No importa todo esto querido escritor, escritor autor, narrador, poeta, ensayista, biógrafo, no importa. Hay un lugar durante el día, con ojos cansados, pies hinchados, manos con cosquilleos que es una trinchera que defiende la libertad de poder escribir algo aunque para eso a veces te convierta en  excavador de tu propia mierda.