Hablar con Jorge Quiroga siempre
fue, para mí, hablar de literatura. Libros y autores ocupaban el centro de
nuestras conversaciones. Aunque era un lector incansable y minucioso, nunca lo pensé como un intelectual indefenso detrás
de un escritorio, sino como alguien atravesado por la acción. Las agitaciones de la vida
social lo interpelaban. No es casual que en la solapa biográfica de El que
recuerda, libro que reúne su obra poética, destaque su intensa vida gremial
y política y su participación en la fundación de CTERA en 1973. Organizar
lecturas y ciclos, armar revistas y promover debates eran, para él, formas de saberse parte de una trama
colectiva.
Más de una vez Jorge me contó lo que hoy reconozco
como un relato de iniciación. De chico escribió un poema y se lo mostró a su
maestra. Ella lo leyó y le dijo: “Está muy bien. Seguí escribiendo”. Ese matiz
—ni elogio desbordado ni comentario neutro— le permitió imaginarse escritor,
quizá también docente. En esa escena cifraba un permiso inicial, un gesto que
lo empujó a persistir. Es posible que la calle Corrientes de los años sesenta,
con su clima de bohemia y efervescencia intelectual, haya terminado de modelar
su sensibilidad. A ese episodio sumaba otro: la noche en que, a los 22 años,
leyó Operación masacre de un tirón y sintió que allí comenzaba su
militancia.
Su entusiasmo por ciertos
autores era inconfundible. Hablaba de Arlt, Macedonio Fernández, Rodolfo Walsh
o los hermanos Tuñón con el conocimiento que viene de una insistencia lenta y placentera.
Decía que Borges impostaba siempre una dimensión erudita; en cambio, Arlt, para
él, era el único capaz de decirlo todo. Hablaba con precisión sobre los poetas
del tango: consideraba a Homero
Expósito y a Discépolo poetas políticos; de Julián Centeya decía que, de no
haber sido un errante y un glosador de tangos, hoy se lo compararía con
Beckett. Con el mismo fervor evocaba a Gardel y a la dupla Troilo–Fiorentino.
Las anécdotas se
multiplicaban cuando hablaba de Carlos Correas, sus borracheras, sus cuarenta pares de zapatos, el
bolso con el ensayo sobre Arlt que ninguna editorial aceptaba, Oscar Masotta en
sus últimos años, a ginebra y sin comer, o Néstor Perlongher en Brasil. Jorge Quiroga me parecía
un reservorio inagotable de historias de la literatura.
Hablaba de sus proyectos y yo sentía que habría
necesitado varias vidas para concretarlos. Entre ellos, la idea de cambiar el
Día del Escritor para que, en lugar de conmemorar el nacimiento de Lugones, se recordara
el de Roberto Arlt. Alguna vez me contó que escribía un Diario de la vejez. Sabía que escribía un texto sobre
Jesualdo Sosa. Ojalá algún día podamos leerlos.
En nuestras charlas no eludía las disputas
literarias.
–Cuando un tipo no es conocido, se vuelve un
miserable para los demás –me dijo una vez.
No se consideraba central en el asunto Osvaldo Lamborghini, pero tampoco ahorraba críticas. Al preguntarle qué hacía en los años sesenta, respondió con ironía:
–En medio de un delirio revolucionario y argentino yo era antipopulista. Trataba de burlarme de esa gesta heroica. En contra de la alusión estricta. Sin confesión.
Esa desconfianza hacia los
discursos heroicos y las identidades fijas fue constante en su manera de pensar
la literatura.
Su voz, grave, gruesa,
rasposa y jovial, tenía algo del tono misterioso de sus poemas.
Había en Jorge una nostalgia dulce, una inclinación por lo fugitivo, por los oficios desaparecidos, por lo que está en al borde de extinción: el carrero, el tranviero, el mayoral, el último tranvía. También un tesoro de la lengua, que resguardaba con palabras como “bufoso” o “asonada”, y voces del lunfardo usadas con naturalidad, como “percanta”, “piringundín”, “compadrito”. No eran exotismos: les devolvía la fuerza del lenguaje vivo. Unos versos de Las otras historias condensan esa sensibilidad:
Donde hubo una casa hay una puerta desvencijada
que oculta narraciones huidizas.
Esa atención a lo que
se pierde atraviesa también la Biografía imaginaria de Nicolás Olivari.
Jorge Quiroga escribió alguna vez, sobre la obra de
Ricardo Zelarayán, que su literatura “evoca la fragilidad del recuerdo, que no
es un pensamiento fijo sino una ensoñación diferida”. En su propia escritura
esa idea se vuelve método: historias interrumpidas, fragmentos de una memoria
mayor.
En esta Biografía
imaginaria de Nicolás Olivari convergen el tango, la literatura argentina,
la bohemia y la figura del poeta como destino. A lo largo de su vida escribió
estampas dedicadas a distintos autores, y en cada perfil buscó una mezcla de
cercanía afectiva y reflexión.
Su obra está atravesada por
la idea del recuerdo inexacto. En su libro La
memoria infiel, dice: «En un cuaderno anotó todos los detalles de esos
días, ahora no puede encontrar en los papeles ningún rastro que le permita
decir, que ellos existieron, los nombres se borran y los recuerdos son
inhallables».
Una voz hecha de historias,
de dudas, de interrupciones y de brillos oblicuos. Esta Biografía imaginaria lleva al límite esa tensión entre memoria,
olvido e invención. «¿Cómo reconstituir la
biografía de alguien? Si uno no recuerda su propia vida.»
Como en un juego de
espejos, lo fáctico se confunde con lo conjetural y el recuerdo aparece como
una forma de ficción. Quizás porque, como escribió, «lo único verdaderamente
cierto es lo que uno cree recordar».
«Inventar, imaginar una biografía, conceptos
dispersos e improbables, es lo que nos queda, la ciudad está cambiando a pasos
que de tan imperceptibles ni se ven.» propone Jorge Quiroga. Esta Biografía
imaginaria no solo prolonga ese mundo, sino que nos permite seguir escuchando
su voz.