(Entrevista)
La primera virtud de Jorge Luis Borges se
experimenta casi al mismo tiempo de entrar a ese salón incalificable de la
Biblioteca Nacional donde atiende a todos los que necesitan entrevistarlo, sin excepción
alguna; deja las manos sobre una mesa de dimensiones casi tan irreales como las del salón y, a
partir de una pausa que viene de antes, dispone de todo su tiempo: en resumidas
cuentas Borges no es un hombre ocupado.
Poco más tarde necesitará saber con qué tipo de
periodismo se topará una vez más su peligrosa inclinación al diálogo. Pero lo
cierto es que Borges necesita forzar su nueva entrevista hasta volcarla hacia
los hábitos de una entrevista ejemplar, casi una entelequia, a la que daría la impresión
de responder desde hace mucho tiempo.
Y esa sensación de tiempo detenido en el tiempo
de hablar no es la segunda virtud de Borges, a lo sumo el tono obligado de
aquella entrevista idéntica a sí misma que él reinstala con un par de
movimientos algo sonambúlicos de sus manos.
Sin embargo (a pesar del salón, y de la mesa, y
de sus manos), casi al mismo tiempo entrará en juego otro viejo compañero suyo:
aquel humor atravesado por la ironía. Y hasta parece justo que él lo sepa
justo. Entonces inicia su primera parábola basada,. aparentemente, en su
desconfianza física ante todo interlocutor desconocido. Una especie de parábola
anti-entrevistas periodísticas: “Hace
muchos años trabajé durante algunos meses en el diario Crítica –recuerda casi sorprendido-, fui sin lugar a dudas el peor
periodista del mundo. Fíjese que yo he conocido –eran los años veinte- mucha
gente que debía muertes. Claro, en aquella época en que todavía funcionaba el
cuchillo se hacían casi comunes las personas que debían dos muertes o tres; se
trataba de personas interesantes, cordiales; uno podría pasar horas con ellos y
hasta cultivar su amistad sin que las muertes pesaran en ningún momento. No
puede negarse que eran mejores que los periodistas”.
¿Quién
de los dos Borges contesta generalmente un reportaje?
Yo trato por todos los medios que sea el
primero, pero generalmente no puedo evitar que el segundo, el Borges literato,
se entrometa. Es realmente muy entrometido.
¿Antes
de identificarse con el ultraísmo, tuvo alguna oportunidad de ser influenciado
por jóvenes como Guillaume Apollinaire y Blaise Cendras?
En realidad no. Creo que en mi obra (no hay otra
manera de llamar a lo que he escrito) no hay influencias. En todo caso hay
desmedro de todo aquello que me ha tocado de cerca, que ha significado algo
para el escritor en mí.
¿Cree
que esa falta de contemporaneidad real de su juventud pueda vincularse al hecho
de que sus poemas aparezcan como de menor interés en relación con sus cuentos y
prosas de cámara?
Pienso que mis poemas y prosas no difieren
esencialmente. El verso libre es un asunto tipográfico. Todo lo que he escrito
son atributos o adjetivos míos, yo diría diversas facetas de un mismo fenómeno.
A pesar
de la notoria influencia del Eliot político en usted ¿por qué nunca habla de su
poesía?
¿Cómo sabe usted que no hablo esos temas con mis
amigos intimos?
Usted
fue incluido en el desopilante libro de Powells pero alguna vez se refirió,
entre otros, a Pedro Ouspensky. ¿Cree deberle mucho al auténtico esoterismo
occidental, desde Pitágoras a Gurdjieff?
Yo también, como mucha gente interesada en el
tema, tenía idea de que Powells no era otra cosa que un charlatán; pero cuando
lo conocí en Europa me di cuenta de que era como yo, un agnóstico.
¿Cómo
aquellos que debían dos muertes?
Mas o menos. El no estaba seguro respecto de la
cuarta dimensión, de la trasmigración, de la transmisión del pensamiento; todas
esas alternativas más allá del positivismo. Almorzando con él lo encontré muy
simpático y afín a mis dudas, incluso me habló de su “espíritu borgeano” y nos
hicimos amigos. Por otra parte puedo asegurarle que nunca pase, en estos temas,
de una actitud de curiosidad intelectual. Mi madre católica a la manera
Argentina, sin mayor fervor; mi abuela protestante; y mi padre discípulo de
Spencer, un libre pensador. El clima familiar en que me formé no pasó de una
discordia amistosa. Mi literatura, no es fantástica para asombrar al lector,
todo eso corresponde a estados del alma que he tenido. Es una literatura
fantástica pero no irreal. Incluso hay un poema mío en un puente de
Constitución que bien podría relacionarse con una búsqueda mística. Yo creo que
se trató de un estado poético, nada más.
¿Entonces
su pasión por la metafísica no fue nunca más allá de una actitud “rara”,
filológica?
Nunca. A lo sumo nunca de un modo trágico como
lo ha elegido Unamuno, por poner un ejemplo.
¿Siente
haber exagerado la figura de Macedonio Fernández?
No, creo que es el hombre más inolvidable que he
conocido a lo largo de mi vida; eso lo sentimos todos sus contertulios.
Se lo
preguntaba desde el punto de vista estrictamente literario.
Le voy a hacer nombres de muertos y vivos: Santiago Davobe,
Enrique Fernández Latour y Manuel Peyrou. Claro, la grandeza de Macedonio
estaba en el diálogo más que en lo escrito por él. Incluso se considera un
pensador, un místico, y no un escritor. Fíjese que a pesar de ser un
conversador brillante era lacónico y tímido. Si bien no desaconsejo la lectura
de sus libros tampoco puedo negar que se trata de un hombre que nunca se
entregó enteramente en ellos. Era un hombre de genio, pero su instrumento fue
el diálogo, como en el caso de Sócrates (y para poner un ejemplo que no sea
polémico). Macedonio fue amigo de Lugones, Ingenieros, J.B. Justo, Molina y
Vedia, de Jorge Borges, mi padre. Sin embargo, después de muerto empezó a
aparecer (y todavía siguen apareciendo) todo tipo de gente que asegura haber
frecuentado su amistad; y esto no favorece su recuerdo. Pero siempre pasa lo
mismo con hombres notables una vez que están muertos.
¿En
algún periodo de su vida necesitó alcanzar un aliento más riesgoso que el
cuento? ¿Lo intentó?
Nunca. Bastante trabajo me da hasta el final de
mis cuentos. En la actualidad, sin embargo, pienso en algo que va a ser menos
una novela que un cuento largo y que se va llamar El Congreso. Por supuesto que este título no tiene nada que ver con
una alusión de tipo político.
¿Lo
político entra en su concepción de lo fantástico?
No podría contestarle con exactitud.
¿Cuál es
el cuento suyo que más quiere?
¿Puedo vacilar? Bueno, hay un cuento que se
llama La intrusa, y otro El sur.
¿Y el
que menos quiere?
Sin ninguna duda El hombre de la esquina rosada, yo no lo escribí como cuento
realista y, sin embargo, todos se empeñan en leerlo como tal. Un desafío no se
hace de esa manera, un compadre auténtico no habla de esa forma. La película es
mejor que el cuento. En realidad, si publicar un libro es una gran emoción, ver
un film hecho con un argumento propio la supera con creces. Es como si se
carnalizaran un grupo de fantasmas que brotaron de uno.
¿Cree
que algún escritor argentino, alguna vez, llegó a decir algo más o menos
inteligente sobre usted y su obra?
Casi todos, argentinos y extranjeros, que han
hablado en alguna oportunidad de mi obra resultaron más inteligentes que yo: o
si prefiere mucho más imaginativos.
Por
momentos, ¿se ha sentido tan solo como su obra entre la gente de la revista
Sur?
No, nunca, ¿por qué solo? La señora Victoria
Ocampo me hizo el honor de invitarme a colaborar en su revista. La revista Sur
ha sido muy generosa conmigo, nunca me ha rechazado ningún original. No me
sentí nunca solo; la señora Victoria ha sido muy buena conmigo. A ella se debió
la idea de que yo fuera postulado como director de la Biblioteca Nacional, a
ella junto con Esther Zamborain de Torres. Cuando me lo propusieron les
contesté que jamás me iban a dar un cargo semejante, me quedaba grande. Por mi
parte, les propuse la biblioteca de Lomas de Zamora, era un sitio que siempre
me ha gustado. Sin embargo, el mismo general Lonardi, en persona, justo un 17
de octubre de 1955, me entregó el nombramiento.
Usted ha
tenido, casi siempre, conciencia de nuestro provincianismo cultural y ha
deslizado algunas bromas al respecto. Eso de que “el genio de Joyce era
puramente verbal lástima que lo gastó en la novela”, incluido en su breviario
de literatura inglesa ¿se relaciona con la misma actitud?
No es ninguna broma. Me parece que la novela no
requiere un estilo tan trabajado como el de Joyce, un estilo que ofrece tantas dificultades
de lectura. Cervantes y Tolstoi fueron grandes novelistas y no necesitaron
recurrir a tanta complejidad formal.
¿Quién
ha sido el autor de influencia más perdurable en su formación de escritor?
En primer término debo reconocer que todos los libros
leídos y todas las personas con que cambié alguna palabra han influido
decisivamente en mí. Pero comprendo que la pregunta exige una definición casi
categórica. Entonces tengo que nombrar a Chesterton, a pesar de que no profeso
sus opiniones religiosas. Y esto no significa que para mí Chesterton sea
superior a Bernard Shaw, pero en alguna medida me siento indigno de Shaw. Uno
no puede elegir a sus maestros. A Chesterton lo considero más imitable.
Sin
embargo, uno de sus libros claves, ‘Historia universal de la infamia’, rezuma
la influencia de Marcel Schwob.
A pesar de que la idea general de "Vidas
imaginarias" de Schwob, me pareció estupenda desde el primer momento,
cuando encaré su lectura atenta me sentí, si se quiere, defraudado; otro tanto
le pasó a Bioy Casares, él tampoco podía llegar al final. Sin embargo, a pesar
de que me costara tanto trabajo su lectura, la idea general del libro empezó a
interesarme vivamente. Pensé que se podía hacer algo mejor que esa idea. Sin
duda el ambiente general del libro de Schwob fue lo que motivó 'Historia
universal de la infamia’.
A los
treinta años, me parece, la idea de la muerte sólo admite una pregunta ¿Cuál es
el sentido de la vida? ¿Qué sucede a los setenta?
Hace bastante tiempo estoy tentado en escribir un
poema sobre esto. Podría hablarle, a grandes rasgos, de la serenidad que trae
la vejez, de esa apacible resignación que incluye la tristeza, pero de una
manera muy diferente. A los treinta años, eso sí, cultivaba desdicha,
necesitaba ser cada día más desdichado, más profundamente desdichado. Aquello
ya no cuenta para mí, no cuenta para nada.
Después de una pausa bastante prolongada Borges,
repentinamente jubiloso, hablará de ciertos detalles de Invasión, un film estrenado en Buenos Aires y cuyo argumento
escribiera “sobre esa misma mesa” en colaboración con Bioy Casares. En Invasión, entre otras cosas, se canta su
Milonga del condenado a muerte con
música del legendario Aníbal Troilo: “fíjese que dos días después que la
compuse, el realizador del film, me dijo que a la milonga le ponía música
Troilo; y yo le pregunté de inmediato ¿a qué milonga?, pasa que me había
olvidado, las milongas son temas populares y la métrica el octosílabo, y a mí
me salen tan fácil que una vez compuestas casi inmediatamente las olvido”.
Ahora, aparte de traducir Walt Whitman y de entregar un libro de poemas a la
imprenta, tiene en preparación otro argumento cinematográfico: “Los otros”, de
corte puramente fantástico.
Después de otro rato Borges se pone de pie y
consulta el reloj: el mundo, desgraciadamente, es real; él, desgraciadamente,
es Borges.
Tomado de: Revista Actual –Revista de la Universidad de los Andes–, n° 8-9, Mérida,
enero-diciembre 1971.
Si bien la entrevista apareció originalmente
como Borges igual a Borges en la
revista ARTiempo, n° 6, abril-mayo
1969, Buenos Aires, está es la versión más desconocida con varias
modificaciones en relación a la versión nacional.
(Nota aclaratoria de Federico Barea)