11.12.24

La fiesta de San Giacomo que no pudimos ver, por Gustavo Calandra

 

 

 

Nos van a echar a cañonazos. Y si afirmo algo tan difícil de creer es porque literalmente tuvimos que dejar Capizzi debido a los disparos de un cañón, al tercer día de habernos instalado en la casa que nos dio Nino, el ragazzo del bar Milenium y que me había prometido, una noche, cuando vino a Sant Agata con su familia a cenar.

 Ya habían comenzado en los primeros días de julio con los cañoncitos y, ahora, que estábamos en la semana de fiesta, cada vez que terminaba una misa especial dada por curas importantes de la zona, hacían temblar el paese con nosotros adentro. Nunca vi desde dónde tiraban ni calculé el calibre de las piezas de artillería. No era muy lejos de donde se realizaba la ceremonia religiosa y tenía participación militar debido a que la Orden de Santiago como cofradía de nobles caballeros había peleado contra los moros en antiguas disputas. Supongo una explanada que daba al vacío de las colinas del emplazamiento. La cosa es que Chicha se cagó toda. Con el primer estruendo quedamos sorprendidos los dos y yo, que ya había leído un folleto en el bodegón donde almorzamos con Daniel ese domingo al mediodía, nuestro primer mediodía, digo que el folleto hablaba de una de las formas de representación militar y el uso de la pólvora cuál droga que se quema, al toque, me avivo y trato de desviar su atención. Pongo la radio en el celular, al palo. Pero es tarde ya: Chicha acaba comprender que eso es una forma de amenaza sonora mucho peor que los fuegos artificiales, parientes lejanos de las armas, que ella conoce. Poco tardé en aceptar que estábamos frente a un problema y que ése era el principio.

 Creí ver la silueta de la parca que acechaba. Los ojos se me llenaron de sombra.

 Hablé con algunas personas, con Nino, su mujer tedesca, el otro pelado de anteojos que está en el bar desde que fui en 2011, y sí, parte de los festejos serán cañonazos y en cantidad progresiva.

 Podrían meterse en el sótano, dice ella, le dice a él pero como para autorizar una propuesta absurda que así y todo, terminaré poniendo en práctica ese mismo día, a las 18, porque estaban anunciados más cañonazos

 El sótano parecía un refugio antibomba de la Segunda Guerra. Paredes de ladrillo ocre y telas de araña prehistóricas. Tenía un baño en cual nos encerramos de humedad, FM Kiss Kiss para animar la velada, y vamos mi gorda que no pasa nada. Y si pasó no escuchamos. ¿Seguro que era a las seis de la tarde?

 Salgo en cuero medio chivado a la puerta. Hay una pibita sentada en su zaguán pétreo, Le consulto acerca de la hora de los cañonazos. Siete y media, se asoma celoso el novio con respuesta cortante.

 Repetimos la escena a la hora señalada y salimos ilesos, creía, de aquella guarida subterránea, en busca de oxígeno. Una vez en el balconcito ya se respiraba bien el fresco del ocaso. Lejos, el bravo Etna se fumaba unas secas de bocanada volcánica.

 Decidí ir a comprar agua mineral, pues apenas me había stockeado. Eran trescientos metros, un mercado de pueblo, con su cartel que anuncia bagatelas en venta. No alcancé a leer la segunda de las ofertas mientras avanzaba a paso decidido, cuando otro cañonazzo  me sacó de órbita. Otra vez hacían fuego.  Estuve a punto de girar, acalorado, sobre mis talones y emprender una vuelta vertiginosa hacia la casa pero recordé que tuve ocho clavos de titanio en la tibia y tobillo derecho: me fui enfriando resignado, a paso largo.

  El saldo: dos sillas volcadas y un pis en la cama de abajo, a partir de ese momento, clausurada para mi estadía. Por suerte en la planta alta hay otra pieza donde durmió Daniel la primera noche.

 Habíamos llegado a la hora de los fideos y hacia allí dirigimos nuestro horizonte. Daba la sensación que solo los girosos quedaban en las mesas de los bares de Capizzi. Nino era uno. Que había tenido que ir al aeropuerto, que el bar no cierra nunca, que me voy a dormir y cuando me levante, veremos el tema de tu casa.

 Ejemplares masculinos bastante rudos, detrás de vasos de cerveza calentita, gruñen saludos. Estaban en mesas de plástico que habían agregado, en la vereda, los muchachos del bar, extendiendo su dominio a la calle de enfrente. Era obvio que el evento místico aumentaba la presencia de los pobladores en las calles, sobre todo, la gente que pertenecía a la congregación de San Giacomo.

 De pronto, dopo pranzo el pueblo había enmudecido. No quedaba nadie afuera. Decidimos dar una vuelta por el Nebrodi y pasar la tarde en Cerami, otra comarca amable, a ocho kilómetros, y con la diferencia, positiva, de poseer una gran plaza con pasto y árboles, sencillo accidente geográfico que Capizzi adolece.

 Ya de noche, los padres de Nino me dan la llave de la casa en Capizzi, a dos cuadras de donde se realiza el milagro, lo que significa derribar la pared prediseñada que el próximo viernes, luego de la procesión, de pasear al santo por todo el pueblo, de tomar aliento, de tomar cerveza, de tomar carrera, de tomar vitaminas, en carrera propulsora, los más fuertes conducirán, en ataque frontal, con las puntas del pabellón como lanzas, abatiendo ese muro de los pecadores.

 Por la mañana, por esas calles cortas que siguen caprichosos rumbos adoquinados, pasa la orquesta alegrando el despertar de los vecinos. Era el inicio de la fiesta de San Giacomo que no pudimos ver.

 Tampoco podré ver al Michael Jackson siciliano que se anuncia con pompas y, menos aún, se me ocurriría presenciar el final de la celebración a todo cohete.

 Seguiré el consejo de mi amigo Robert, desde Barcelona: festejos religiosos habrá muchos; perra, una sola. No debo someterla a mi capricho, la está pasando mal. Otro sitio que deviene hostil para mi Chicha. Tengo los huevos llenos. Si hasta me sugieren estos “parientes” lejanos, dejar a mi perra sola en un campo a varios kilómetros, con una cucha, llevarle comida… E si muore, facciamo un buco e la mettiamo li, di dove è la tua famiglia… Andatealareputísimamadrequeteremilparió. Menos mal, que tengo línea directa con Daniel que puede venir a rescatarnos, atravesar todo el bosque, sortear toda clase de peligros y dejarnos, de vuelta, en la estación de Sant Agata, para enganchar algún tren y desandar el camino de regreso a Napoli. Sentía, en ese instante, el filo de una guadaña que nos perseguía.

 No sé por qué, pero el Intercity, el tren que cruza sobre un ferri, de Sicilia al continente, no estaría funcionando estos días. La viejachotamalaonda de la ventanilla me puede dar del Regionale solo para llegar a Messina y, de allí, tomar el traghetto que cruza el stretto, pero también pone en dudas que me dejen subir con Chicha y vacila en vender el ticket del barquito. Trato de hacerle entender que Chicha sí puede viajar pero ella no lo sabe, nunca lo hizo y por las dudas hasta consulta por teléfono con otra estúpida igual a ella y que tampoco sabe. Véndemelo igual, dale, como te crees que vinimos, pelotuda.

 Cuanto más nos vamos acercando a la península y más nos alejamos del centro de Sicilia, atrás va quedando, también, ese pequeño cortometraje sobre Giacomo, San Giacomo, los Calandra y horas de filmación sin editar que se me presentan inconclusas.

 Cruzamos el Tirreno y ya, pisando tierra firme, intenté un último manotazo de ahogado: sabía que podría contactar a alguna familia de la ‘Ndrangheta en los parajes de Gioia Tauro. Era la posibilidad de reunir fondos para proseguir con mi proyecto cinematográfico.

 No resultará este paraje de Calabria muy amistoso. La hostilidad de algunos de sus habitantes desmiente la apariencia de aldea tranquila: en el primer paseo, cuando bordeábamos el estadio municipal, de una casa rotosa, salió un ser monstruoso, de apariencia rotosa, fofo, con pliegues de grasa asomando por un vestido descolorido, rodeado de niños y niñas desnudos, de edades diferentes, con mugre para repartir. Nunca supe si era la madre, la abuela o un ogro que los tenia cautivos. Me amenazó con envenenar a la perra si llegaba a cagar en su vereda. Le dimos la espalda y la dejamos injuriando o, tal vez, regurgitando alguna alimaña tragada hacía poco, y embroncadísima porque la mandé a limpiar, primero, la basura apestosa de su pueblito. Puzza!

 De golpe lo oía al flaco Skay cantando “La oda a la sin nombre”. Escuché una sirena.

 Del encuentro con los picciotti, descendientes refugiados de Tommasso Buscetta, no diré mucho.

 Seguimos camino pero tuvimos que aguantar dos días más en Scalea por un accidente ferroviario en el sur de la Campania. Los gritos y alborotos de los veraneantes napolitanos nos acercaban ya al mundo partenopeo. El verano no daba tregua. Jornadas agobiantes. Playas privadas vacías y amontonamientos en las públicas los pomeriggios sofocantes.

 Julio sucumbía. Precipitamos el regreso a Napoli como avecillas que vuelven a su nido en busca de cobijo. Un nido con volcán que, en agosto, se vacía de habitantes y se llena de turistas, que transpira en los muros del centro histórico su invasión.

 La literatura me lleva a que esta aventura se trasmute en ideal, que ya no pueda suceder. Fabricar con palabras una trampa para no ser afectados por el tiempo y la muerte.

Escuché un millón de voces en esta tierra. Oí tu silencio al partir. Escuché un susurro que me decía

"Ella baila siempre detrás”.