7.11.21

Bumba meu Boi, por Carlos Rosendo Quiroga

 


El Atelier del Mestre Lua queda a media cuadra del corazón del Pelourinho, en San Salvador de Bahía, sobre una callecita lateral que desemboca en una plaza seca (hay tantas plazas como iglesias en Bahía). Llegué hasta allí viajando, había estimado en cuatro meses el tiempo necesario para recorrer los más de ochocientos kilómetros que separan la ciudad de Recife, en el estado de Pernanbuco, con la ciudad de San Salvador de Bahía, la capital del estado de Bahía, desde donde tenía el vuelo de vuelta, viajaría sentido al sur. Ir de pueblo en pueblo, de playa en playa y sin ningún itinerario establecido era todo el plan. Si la estaba pasando bien me quedaba y si no seguía viaje. El centro de la Ciudad de Bahía y el Pelourihno son destinos obligados para cualquier viajero que pase cerca y que tenga tiempo. Fue así que me encontré recorriendo sus callejuelas laberínticas y sus becos, sintiendo el calor abrasador del sol en la suela de las ojotas que se me derretían bajo la planta de los pies, sobre los adoquines calientes. No recuerdo exactamente qué fue lo que me llevó a entrar al atelier del Mestre Lua, pero entré. Quizás me llamó la atención que se tratase del taller de un Luthier de instrumentos de percusión, estaba lleno de ellos, quizás solo buscaba refugio del sol, lo cierto es que entré. Luego descubriría que Mestre Lua era mucho más que un luthier. Durante un buen rato miré los instrumentos colgados en las paredes y nadie vino. Materiales vírgenes por doquier, maderas, hierros, flejes de acero enrollados, rollos de cuero. Materias primas, pensé. Se destacaba la variedad de pandeiros, los había con parches de cuero de vaca, de reptil, con aros de madera, lisos, grabados, con chin chines dorados o chin chines negros. También había tumbadoras de varios tamaños y diámetros, congas y requintos por todos lados. No toqué ninguno, solo imaginaba como sonarían. Pasado un buen rato seguía solo y como estaba cómodo e interesado no me importó. Creo que cuarenta minutos después apareció desde atrás de una cortina un flaco, alto, desgarbado, de pelo muy corto, de modales temblorosos y mal quemado por el sol, que en un dubitativo portuñol intentó venderme algo.

–Hablo español. Lo interrumpí.

–Ah, bueno, ven vámonos, ¿Cómo andas? Soy Mosquinha. Se presentó y  me dio la mano.

–Vamos a tomar una pinga al bar do Guma, ahora Mestre Lua está encerrado trabajando y no hay que molestarlo.

Hasta ese entonces solamente conocía las pocas manzanas que rodean la entrada al Pelourinho y los alrededores de la estación del ascensor Lacerda. Mosquinha empezó a caminar para el lado contrario, bajando la ladera, alejándose de la ciudadela, en dirección al mar. El Pelourinho está arriba de un morro, es por eso que hay que tomar un ascensor comunitario de una sola estación que transporta a la gente desde el nivel del mar, donde se halla casi toda la ciudad de Bahía, hasta la ciudadela colonial en la cima, el Pelourinho. En los alrededores viven mayoritariamente quienes trabajan en este circuito turístico. Desde los empleados de hoteles y restaurantes hasta guías  personales o traductores ocasionales a la pesca de alguna oportunidad. La situación me inquietó, no es recomendable caminar por lugares desconocidos, en país ajeno y recién llegado, pero la confianza de Mosquinha me animó a seguir. Caminábamos rápido y de cabeza gacha, casi no hablamos en todo el trayecto hasta llegar al bar, otro bar más en Brasil, pero en este nos recibieron con los brazos abiertos. Por la forma en que Mosquinha saludó a todos hacía tiempo que se conocían.

–Hace casi dos años pasé por acá y me quedé trabajando para el Mestre Lua –me dijo, y se tomó el primer trago de un sorbo. Tomábamos pinga (cachaça) cortada con un chorrito de Martini. De una y sin sal. Yo necesité tres o cuatro sorbos para terminar el mío. Se siente cómo el alcohol recorre el esófago por dentro y lo va quemando mientras baja hasta el estómago,  genera una contracción en los músculos del cuello y escalofríos en la nuca. Pero a Mosquinha no parecía causarle el mismo efecto. Después supe que para él era la cuarta ronda del día antes de planificar lo que haría a la noche.

Nos llevamos bien de entrada. Hablamos largo y tendido mientras atenuábamos el sacudón del Rabo de galho con cerveza fría.

–Tenés que conocer Arembepe. ¡Flipante!

Le hice caso y fui, pero esa es otra historia.

Me contó sus viajes y yo los míos, que eran menos y mucho menos interesantes. Había nacido en Barcelona pero hacía bastante tiempo que no volvía a España. Así, sin arraigo en ningún lado, se dedicaba a viajar por el mundo. O por esta parte del mundo. Estaba cómodo y ocupado en el Pelourinho trabajando para Mestre Lua y con eso que ganaba alquilaba una pieza a pocas cuadras del bar.

–Cuánto más te alejas del centro, más barato es el hospedaje –me decía.

Quedamos en vernos al otro día en el taller para ayudarlo con el trabajo que Mestre Lua le había encomendado.

Amanecí con dolor de cabeza, mucho dolor de cabeza, tanto que me costó más de lo habitual recuperarme. Llegué justo al mismo tiempo que Mosquinha salía para la calle de las telas a comprar retazos o cualquier cosa que sirviera para darle vida y color al toro. Sin más preguntas lo seguí, antes de llegar hicimos una parada táctica en lo de Guma. Conseguimos unas bolsas con retazos de Lycra de colores brillantes y unos apliques de fantasía con espejitos dorados y miniaturas de ángeles y santos, todo finamente engarzado en una cadenita de plata. Con todo eso encima volvimos al taller, pasamos directamente al fondo y vimos que Mestre Lua había salido hacía poco, el barril de aceite donde templaba los aros de acero de los tambores todavía humeaba.

–Ya volverá. Venga tío, vamos a trabajar.

               

En el centro del taller se erguía un gran Toro que dominaba toda la escena, estaba construido con el cuerpo de un viejo sillón de mimbre, una calabaza seca con dos pedazos de cuero a los costados que hacían de orejas, dos zanahorias de cotillón como cuernos y un rabo de tela desflecada. El trabajo consistía en hacer pasar un hilo entre la trama del mimbre y atarle tiritas de tela sujetas desde una punta y repetir esta acción todo alrededor del cuerpo, de modo que al moverse bruscamente de un lado a otro, generara un efecto de movimiento solapado. Los espejitos, los colores brillantes de la Lycra y el sonido de los Chin Chines de chapa completaban la ilusión.  Pasamos toda la tarde tomando cerveza y atando tiritas de tela y cadenitas de fantasía al cuerpo del toro. Le hicimos una montura de cartón y cuero, cubrimos la parte de abajo con una esterilla de mimbre para que no se vieran los pies de quien lo guiaba.  Llegó la hora de irnos al bar, pero esta vez nos fuimos con la conciencia tranquila de haber terminado el trabajo para Mestre Lua. Esa noche entendí que en realidad habíamos hecho un trabajo para toda la comunidad. Pedimos otro Rabo de galho y lo tomamos de un sorbo. Esta vez sí pude. Hacía cuatro días que estaba en Bahía y todavía no conocía la playa.

Es el día de Bumba meu boi y todo está listo. Una cachaça, una cerveza y Mosquinha se perdió para siempre bajo el toro. Salimos del taller. En la puerta un nutrido grupo de gente nos esperaba, turistas, curiosos, varios con tambores, birimbau o simplemente cotillón. Ni bien vieron asomar los cuernos del toro los niños comenzaron a correr alborotados alrededor, orgullosos de poder desafiarlo, saltando y esquivando los embistes. Había empezado. Entre cantos y plegarias recorrimos durante horas las calles del Pelourinho, dando vueltas, pasando varias veces por el mismo lugar, riendo, cantando y esquivando las embestidas de un toro que no se cansaba en sus intentos de conseguir cornear a alguien. Mosquinha soportó estoico toda la noche hasta que paramos en una plaza y se armó una ronda. Cantos de Birinbau, temblores de Caxixi, la danza de los que luchan. Así como lo hicieran siglos atrás los habitantes negros del Recóncavo Bahiano, con Besouro como guía y un infierno en sus espaldas curtidas a cuero y planazos.

La ronda siguió toda la noche, y probablemente toda la mañana siguiente, pero yo me fui a dormir. Cuando me acerqué a despedirme de Mosquinha le dije que había decidido irme a Arembepe, decisión que festejó y me invitó a beber una vez más. Antes de irme, alguien me tomó del brazo y me dijo al oído en un susurro:

Lembre desta noite, vai levar con você a Exu a vida toda.

No alcancé a verlo del todo, sólo un reflejo de luna sobre la frente y los hombros. Se mezcló entre los capoeiristas que cantaban y reían mientras se tiraban patadas forzadas e imposibles de descifrar.

Y me fui.