El Atelier del Mestre Lua queda a media cuadra del corazón
del Pelourinho, en San Salvador de Bahía, sobre una callecita lateral que
desemboca en una plaza seca (hay tantas plazas como iglesias en Bahía). Llegué
hasta allí viajando, había estimado en cuatro meses el tiempo necesario para
recorrer los más de ochocientos kilómetros que separan la ciudad de Recife, en
el estado de Pernanbuco, con la ciudad de San Salvador de Bahía, la capital del
estado de Bahía, desde donde tenía el vuelo de vuelta, viajaría sentido al sur.
Ir de pueblo en pueblo, de playa en playa y sin ningún itinerario establecido
era todo el plan. Si la estaba pasando bien me quedaba y si no seguía viaje. El
centro de la Ciudad de Bahía y el Pelourihno son destinos obligados para
cualquier viajero que pase cerca y que tenga tiempo. Fue así que me encontré
recorriendo sus callejuelas laberínticas y sus becos, sintiendo el calor
abrasador del sol en la suela de las ojotas que se me derretían bajo la planta
de los pies, sobre los adoquines calientes. No recuerdo exactamente qué fue lo
que me llevó a entrar al atelier del Mestre Lua, pero entré. Quizás me llamó la
atención que se tratase del taller de un Luthier de instrumentos de percusión,
estaba lleno de ellos, quizás solo buscaba refugio del sol, lo cierto es que
entré. Luego descubriría que Mestre Lua era mucho más que un luthier. Durante
un buen rato miré los instrumentos colgados en las paredes y nadie vino.
Materiales vírgenes por doquier, maderas, hierros, flejes de acero enrollados,
rollos de cuero. Materias primas, pensé. Se destacaba la variedad de pandeiros,
los había con parches de cuero de vaca, de reptil, con aros de madera, lisos,
grabados, con chin chines dorados o chin chines negros. También había
tumbadoras de varios tamaños y diámetros, congas y requintos por todos lados.
No toqué ninguno, solo imaginaba como sonarían. Pasado un buen rato seguía solo
y como estaba cómodo e interesado no me importó. Creo que cuarenta minutos
después apareció desde atrás de una cortina un flaco, alto, desgarbado, de pelo
muy corto, de modales temblorosos y mal quemado por el sol, que en un
dubitativo portuñol intentó venderme algo.
–Hablo español. Lo
interrumpí.
–Ah, bueno, ven vámonos,
¿Cómo andas? Soy Mosquinha. Se presentó y
me dio la mano.
–Vamos a tomar una pinga
al bar do Guma, ahora Mestre Lua está encerrado trabajando y no hay que
molestarlo.
Hasta ese entonces
solamente conocía las pocas manzanas que rodean la entrada al Pelourinho y los
alrededores de la estación del ascensor Lacerda. Mosquinha empezó a caminar
para el lado contrario, bajando la ladera, alejándose de la ciudadela, en
dirección al mar. El Pelourinho está arriba de un morro, es por eso que hay que
tomar un ascensor comunitario de una sola estación que transporta a la gente
desde el nivel del mar, donde se halla casi toda la ciudad de Bahía, hasta la
ciudadela colonial en la cima, el Pelourinho. En los alrededores viven
mayoritariamente quienes trabajan en este circuito turístico. Desde los
empleados de hoteles y restaurantes hasta guías
personales o traductores ocasionales a la pesca de alguna oportunidad.
La situación me inquietó, no es recomendable caminar por lugares desconocidos,
en país ajeno y recién llegado, pero la confianza de Mosquinha me animó a
seguir. Caminábamos rápido y de cabeza gacha, casi no hablamos en todo el
trayecto hasta llegar al bar, otro bar más en Brasil, pero en este nos
recibieron con los brazos abiertos. Por la forma en que Mosquinha saludó a
todos hacía tiempo que se conocían.
–Hace casi dos años pasé
por acá y me quedé trabajando para el Mestre Lua –me dijo, y se tomó el primer
trago de un sorbo. Tomábamos pinga (cachaça) cortada con un chorrito de
Martini. De una y sin sal. Yo necesité tres o cuatro sorbos para terminar el
mío. Se siente cómo el alcohol recorre el esófago por dentro y lo va quemando
mientras baja hasta el estómago, genera
una contracción en los músculos del cuello y escalofríos en la nuca. Pero a
Mosquinha no parecía causarle el mismo efecto. Después supe que para él era la
cuarta ronda del día antes de planificar lo que haría a la noche.
Nos llevamos bien de
entrada. Hablamos largo y tendido mientras atenuábamos el sacudón del Rabo
de galho con cerveza fría.
–Tenés que conocer
Arembepe. ¡Flipante!
Le hice caso y fui, pero
esa es otra historia.
Me contó sus viajes y yo
los míos, que eran menos y mucho menos interesantes. Había nacido en Barcelona
pero hacía bastante tiempo que no volvía a España. Así, sin arraigo en ningún
lado, se dedicaba a viajar por el mundo. O por esta parte del mundo. Estaba
cómodo y ocupado en el Pelourinho trabajando para Mestre Lua y con eso que
ganaba alquilaba una pieza a pocas cuadras del bar.
–Cuánto más te alejas del
centro, más barato es el hospedaje –me decía.
Quedamos en vernos al
otro día en el taller para ayudarlo con el trabajo que Mestre Lua le había
encomendado.
Amanecí con dolor de
cabeza, mucho dolor de cabeza, tanto que me costó más de lo habitual
recuperarme. Llegué justo al mismo tiempo que Mosquinha salía para la calle de
las telas a comprar retazos o cualquier cosa que sirviera para darle vida y
color al toro. Sin más preguntas lo seguí, antes de llegar hicimos una parada
táctica en lo de Guma. Conseguimos unas bolsas con retazos de Lycra de colores
brillantes y unos apliques de fantasía con espejitos dorados y miniaturas de
ángeles y santos, todo finamente engarzado en una cadenita de plata. Con todo
eso encima volvimos al taller, pasamos directamente al fondo y vimos que Mestre
Lua había salido hacía poco, el barril de aceite donde templaba los aros de
acero de los tambores todavía humeaba.
–Ya volverá. Venga tío,
vamos a trabajar.
En el centro del taller
se erguía un gran Toro que dominaba toda la escena, estaba construido con el
cuerpo de un viejo sillón de mimbre, una calabaza seca con dos pedazos de cuero
a los costados que hacían de orejas, dos zanahorias de cotillón como cuernos y
un rabo de tela desflecada. El trabajo consistía en hacer pasar un hilo entre
la trama del mimbre y atarle tiritas de tela sujetas desde una punta y repetir
esta acción todo alrededor del cuerpo, de modo que al moverse bruscamente de un
lado a otro, generara un efecto de movimiento solapado. Los espejitos, los
colores brillantes de la Lycra y el sonido de los Chin Chines de chapa
completaban la ilusión. Pasamos toda la
tarde tomando cerveza y atando tiritas de tela y cadenitas de fantasía al
cuerpo del toro. Le hicimos una montura de cartón y cuero, cubrimos la parte de
abajo con una esterilla de mimbre para que no se vieran los pies de quien lo
guiaba. Llegó la hora de irnos al bar,
pero esta vez nos fuimos con la conciencia tranquila de haber terminado el
trabajo para Mestre Lua. Esa noche entendí que en realidad habíamos hecho un
trabajo para toda la comunidad. Pedimos otro Rabo de galho y lo tomamos
de un sorbo. Esta vez sí pude. Hacía cuatro días que estaba en Bahía y todavía
no conocía la playa.
Es el día de Bumba meu
boi y todo está listo. Una cachaça, una cerveza y Mosquinha se perdió para
siempre bajo el toro. Salimos del taller. En la puerta un nutrido grupo de
gente nos esperaba, turistas, curiosos, varios con tambores, birimbau o
simplemente cotillón. Ni bien vieron asomar los cuernos del toro los niños
comenzaron a correr alborotados alrededor, orgullosos de poder desafiarlo,
saltando y esquivando los embistes. Había empezado. Entre cantos y plegarias
recorrimos durante horas las calles del Pelourinho, dando vueltas, pasando
varias veces por el mismo lugar, riendo, cantando y esquivando las embestidas
de un toro que no se cansaba en sus intentos de conseguir cornear a alguien.
Mosquinha soportó estoico toda la noche hasta que paramos en una plaza y se
armó una ronda. Cantos de Birinbau, temblores de Caxixi, la danza
de los que luchan. Así como lo hicieran siglos atrás los habitantes negros del
Recóncavo Bahiano, con Besouro como guía y un infierno en sus espaldas curtidas
a cuero y planazos.
La ronda siguió toda la
noche, y probablemente toda la mañana siguiente, pero yo me fui a dormir.
Cuando me acerqué a despedirme de Mosquinha le dije que había decidido irme a
Arembepe, decisión que festejó y me invitó a beber una vez más. Antes de irme,
alguien me tomó del brazo y me dijo al oído en un susurro:
–Lembre desta noite,
vai levar con você
a Exu a vida toda.
No alcancé a verlo del
todo, sólo un reflejo de luna sobre la frente y los hombros. Se mezcló entre
los capoeiristas que cantaban y reían mientras se tiraban patadas forzadas e
imposibles de descifrar.
Y me fui.