Valga para el caso la siguiente anécdota. Una tarde, no hace mucho, yo caminaba
junto a un paredón del cementerio de la Recoleta. Delante
de mí, a unos metros, iba una pareja, un matrimonio, probablemente. La mujer
llevaba de la mano a una niñita de unos cuatro o cinco años, quizás su hija;
estaba absorbida en la conversación con el hombre y desatendía a la pequeña;
ésta, de pronto, se inclinó y, sin dejar de trotar a la par de su madre, agarró
una ramita de un montón próximo al cordón (los árboles habían sido recién
podados). Los tres seguían su marcha, y la pequeña empuñaba la ramita y la
azotaba como si empuñara el aire. La madre todavía no lo había advertido, hasta
que repentinamente la vio. Medio se detuvo, se cernió sobre la chica y exclamó
con voz aguda: “¿De dónde sacaste ese palo?” El acento se empinaba aún más en
el “dón…”, en el “…cas…” y en el “pa…”, y el tono era de estupor escandalizado,
desconcierto, extrañeza. Una madre demasiado nerviosa, tensa, se dirá. De
acuerdo. Pero me interesa el contenido de esa frase. Además de la
transformación de la ramita en palo, y a pesar de toda la trivialidad que se
tienda a ver en el episodio, hay ahí la significación de lo que se podría
llamar una pedagogía para la monstruosidad. ¿Se ha comprendido? Así –aunque no
solamente así– se crían monstruos, a saber, hijos minados por la conciencia
imbuida de ser anómalos, o ajenos, o raros, o malsanos. En consecuencia, hijos
en quienes la humanidad resulta mutilada. No “Dejá ese palo”, o “Con ese palo
te podés lastimar”, etc., sino “¿De dónde sacaste ese palo?”, es decir: “¿Qué
es eso? ¿Qué llevo yo a mi lado? ¿Qué extraño ser es éste que saca palos de la
nada? ¿Qué clase de demonios lo poseen que le ponen palos en la mano para dañar
y hacer el mal y…?
Fragmento tomado de: Carlos Correas, Kafka
y su padre (Leviatán, 1983)