Era como si la niebla…
Era como si la niebla que cubría ese muelle de
cemento fuera una instalación en la que él debía acercarse hasta donde estaba
ella saliendo de atrás de unos tachos de basura para decirle algo, mostrarle el
hueso de su sensación. Y entonces hablaron, se dijeron cosas y cuando dirigían
sus ojos al lecho negro del río veían formas semihundidas que se dejaban
arrastrar por la corriente igual que ellos, entre manchas de aceite que
parecían burbujas de historieta donde se quedaban grabadas las palabras de todo
lo que se habían dicho antes.
Entonces se
aplicarían a otros sistemas, para empobrecerse y abandonar. Porque buscaban una
ecuación que diera cero: la cifra más ansiosa, con un estado de ánimo parecido
al del amor.
Te acordás de ese cantante…
¿Te acordás de ese cantante que escupió sangre sobre
el público en un recital en Villaguay? Bueno, era yo, pero no quise decírtelo
cuando te conocí…
No es que
tuviera alguna enfermedad respiratoria, sino que había dormido en el suelo
junto a una chica al amanecer –de ansia y spleen– muertos de frío y de tanto
apretar los dientes las encías me sangraron. Y creía reconocer mientras soñaba
a esa pandilla punk exterminada con sus crestas hundidas en el barro, pero ahí,
otra vez, ellos tendían hacía mí sus manos, para convidarme cigarrillos
bolivianos bajo una cierta espesura fantasmal que era el fulgor de esa
provincia.
No creo que pueda seguir…
No creo que pueda seguir viviendo así por mucho
tiempo más, te dije mientras señalaba las paredes de la caverna en donde nos
habíamos instalado. Las estaciones pasaban, dejando apenas un polvillo fino que
alcanzaba para medir sus duraciones. El aire húmedo tonificaba los bronquios de
mi amiga y daba elasticidad a sus membranas.
Cerca del
amanecer, ella sacudía de nuestro camastro los insectos aplanados, y tejía unas
canastillas con filamentos vegetales que yo le ayudaba a extraer machacando
plantas contra unas piedras.
Y así, ella generaba nuevos fantasmas y los dotaba
de nombres para lo que sería una larga convivencia. La luna refulgía como una
moneda de plata encontrada en la ciénaga, de la que extraíamos cadáveres de
osos, para utilizar los huesos de sus garras…
En la tumba
de los días yo sumía mi cuerpo. Carne de sexo, antípodas misteriosas que se
unen y separan. Quemaba a la mariposa, a la libélula ensangrentada apuntando al
pabellón de ojos de mosca: aquellos perros que ladran siembran el deseo de huir
por los campos cubiertos de maleza. Manos ahuesadas, pinzas de colibrí sobre
las piernas.
Levantamos muros…
Levantamos muros de sólida piedra, con paja y
desechos orgánicos para formar una pasta que no se debilita ni se ablanda, con
la que también fortalecemos nuestros ranchos. A mí me nombraron
albañil especializado, a vos maestra mayor de obras
en etapa de construcción. No me gusta la sidra dulce y negra que hay para tomar
una vez terminada la jornada. Pero sí el pan ácimo y las uvas tornasoladas que
destruyo con la lengua presionándolas contra el paladar.
La noche era rosa
La noche era rosa, color de chancho, de sexo.
Mendigas montevideanas daban vueltas por el Parque Rodó y una se detuvo para
hacer gestos. Iba arrastrándose por las lomas del parque, persiguiendo a unos
jóvenes enamorados. Y aquella situación duró lo que tuvo que durar para datar
finalmente a unos espectros.
Los
enamorados eran pequeños y de ojos claros y cuando la mendiga los llamaba ellos
se tiraban a sus pies como perros. –¡Fuera, fuera! –les gritaba–, y el sonido
horrible de esa voz se tendió sobre sus cuerpos. Y ellos la miraron con sus
ojos azules llenos de lágrimas inconsolables
de una pureza helada. Y la mendiga de golpe empezó a
alejarse. Y en medio de su marcha toda una carga pesada la inmovilizó. Los
brazos le colgaban al costado del cuerpo como dos ramas secas.
Entonces los enamorados aprovecharon para huir de
ella, queriendo intentar otra vez un intercambio de fluidos.
Y ahora
seguro habría unas manchitas flúor sobre el césped quemado. Y lugares
aplastados, aplanados. Y aguzando la vista se los podría ver caminar tomados de
la mano, más allá de los árboles, por donde termina la ciudad y empiezan las
primeras quintas…
Te besé en la boca…
Te besé en la boca,
muchas veces. Y la ciudad se llenaba de sombras que se multiplicaban entre
ellas. Acerqué mis manos, tu talle estaba tenso, ya no sobraba por ahí ese
viejo pulóver que usabas la noche en que te conocí. En torno a la lámpara
volaban unos insectos a los que la lluvia había obligado a buscar refugio
dentro de la casa. “Matalos”, me dijiste y yo te miré a los ojos pero no hice
nada. Aunque me acerqué hasta ellos sabiendo que no había posibilidad por fuera
del amor.
En la calle los autos resbalaban sobre el pavimento mojado y había como unos
estiramientos para arrancar la maleza del aire con repulsas de otros signos, para
decir, aún no empieza a salir de nuestros esqueletos la piedra que entre dos
junturas viene a moldearnos la carne.
Hoy no puedo escribir…
Hoy no puedo escribir, porque me falta la constancia
del trabajo sistemático. Vos eras un punk, salías con otros punks, dormían en
un anfiteatro abandonado, en huecos dentro del cemento de las gradas. Y ahí
fumaban marihuana, aspiraban pegamento, miraban a lo lejos los autos que
pasaban por una avenida bordeada de plátanos. Y salían a buscar cualquier cosa
que pudiera aportar algo a esa hermandad errante a la que habían bautizado
“Sedante Sangre”. Publicabas poemas punks en fanzines de la movida, que eran muchos,
bajo el seudónimo de Patricio Morandi. Tus amigos se llamaban Gaviota, Falopín,
Arrancadedos, Moribundo Michael, Pibe Pelusa, Materia…
Eran todos
muy jóvenes, adolescentes, y vivían, como vos, una vida inútil, al margen de la
sociedad. Hace poco te encontraste con Falopín. Y cuando lo saludaste con un
enfático ¡Falopín!, él te dijo, mientras miraba paranoico para todas partes:
“Callate, que ahora me dicen Kinoto.” No pudiste reprimir la risa y te reíste
en su cara. Eso fue todo. Kinoto se alejó caminando rápidamente, mirándote con
cierta amargura y desprecio. Jóvenes –niños monstruos de nuestro tiempo– ¿dónde
están ahora? Dispersos, destrozados, con gestos fantasmales trepando a los
trenes que pronto pulverizarían sus huesos contra los hierros de las vías… Hoy
el recuerdo de sus rostros trae de golpe la constatación del paso de los
años... Te encontrabas en la vieja peatonal Córdoba, antes escenario de tus
correrías, y ahora la veías cambiada, completamente muerta y ese contraste se
volvía doloroso. En esa época también formabas parte de un grupo musical
llamado “Los médicos”. Hacían hardcore, música industrial, tocaban re mal.
La banda
estaba armada así: Alejo tocaba el bajo; el Flaco Plescach la guitarra, Leandro
azotaba la batería y vos la guitarra y cantabas. ¿Te acordás? A veces los
acompañaba en la trompeta Sebastián Salami.
(Contar
otra vez la triste historia de Salami sería muy fácil, sus cimas de perversión
y enfermedad, pero eso ya lo hice en una novelita llamada “Los Patos”, que publicó
Eloísa Cartonera en el 2004, con dibujos de Max Cachimba).
Una vez
después de un recital que estaban dando en la Cantina de Ramón Merlo, se acercó
una mujer de unos treinta años y te dijo: “Qué bárbaro que con esa voz tan
chillona puedas cantar, parecías una rata pisada por las ruedas de un
colectivo”. Vos no le contesté nada, pusiste los ojos en blanco, y juntando las
manos en una actitud budista le hiciste una mueca rara (yo desde el público
reía).
Los
recitales por esos años eran más bien un pretexto para que el público se
desahogara de sus propias frustraciones. Siempre había golpes, gente que se
daba con todo. Un capítulo aparte después de esos recitales eran las guerras
que se daban entre punks y heavys. Eran ruinas, y encima de las ruinas, otras
ruinas más nuevas las que quedaban después de esas batallas. Parecía como que
se olían, buscándose por las calles vacías de la madrugada. Una vez emboscaron
a un grupo de heavys en un barrio proletario. Los estaban esperando y se la
tenían jurada. Arriba el cielo rosado del amanecer con bandas azules y detrás
fábricas amontonadas y después el campo que empezaba a entrar en la ciudad. Les
dieron sin parar, les rompieron los huesos, les quitaron sus armas y clavaron
en la tierra una navaja dorada. En un momento en que le pegaste una patada en
la cabeza a uno de los melenudos que estaba tirado en el piso, escuchaste cómo
se le destrozaban los huesos de la mandíbula. No sé, pero ahora pienso que
capaz que lo desfiguraste para siempre.
Una poesía…
Una poesía de hierro,
otra suave para seducir. Una poesía para causar miedo como un lobo rollendo el
torso de un hombre que agoniza. Una poesía personal, para leer iluminados con
la tranasparencia de los órganos internos. Una poesía que hable de la ciudad donde
escribí bajo los árboles que parecían cerrarse a la violencia del verano.
Tomado de: Francisco Garamona, Mi primera banda punk,
por Francisco Garamona, Buenos Aires, Nulu Bonsai, 2014.