1.10.20

Mi primera banda punk, por Francisco Garamona

 

 

 

Era como si la niebla…

 

Era como si la niebla que cubría ese muelle de cemento fuera una instalación en la que él debía acercarse hasta donde estaba ella saliendo de atrás de unos tachos de basura para decirle algo, mostrarle el hueso de su sensación. Y entonces hablaron, se dijeron cosas y cuando dirigían sus ojos al lecho negro del río veían formas semihundidas que se dejaban arrastrar por la corriente igual que ellos, entre manchas de aceite que parecían burbujas de historieta donde se quedaban grabadas las palabras de todo lo que se habían dicho antes.

   Entonces se aplicarían a otros sistemas, para empobrecerse y abandonar. Porque buscaban una ecuación que diera cero: la cifra más ansiosa, con un estado de ánimo parecido al del amor.

 

 

 

 

Te acordás de ese cantante…

 

¿Te acordás de ese cantante que escupió sangre sobre el público en un recital en Villaguay? Bueno, era yo, pero no quise decírtelo cuando te conocí…

   No es que tuviera alguna enfermedad respiratoria, sino que había dormido en el suelo junto a una chica al amanecer –de ansia y spleen– muertos de frío y de tanto apretar los dientes las encías me sangraron. Y creía reconocer mientras soñaba a esa pandilla punk exterminada con sus crestas hundidas en el barro, pero ahí, otra vez, ellos tendían hacía mí sus manos, para convidarme cigarrillos bolivianos bajo una cierta espesura fantasmal que era el fulgor de esa provincia.

 

 

 

 

No creo que pueda seguir…

 

No creo que pueda seguir viviendo así por mucho tiempo más, te dije mientras señalaba las paredes de la caverna en donde nos habíamos instalado. Las estaciones pasaban, dejando apenas un polvillo fino que alcanzaba para medir sus duraciones. El aire húmedo tonificaba los bronquios de mi amiga y daba elasticidad a sus membranas.

   Cerca del amanecer, ella sacudía de nuestro camastro los insectos aplanados, y tejía unas canastillas con filamentos vegetales que yo le ayudaba a extraer machacando plantas contra unas piedras.

Y así, ella generaba nuevos fantasmas y los dotaba de nombres para lo que sería una larga convivencia. La luna refulgía como una moneda de plata encontrada en la ciénaga, de la que extraíamos cadáveres de osos, para utilizar los huesos de sus garras…

   En la tumba de los días yo sumía mi cuerpo. Carne de sexo, antípodas misteriosas que se unen y separan. Quemaba a la mariposa, a la libélula ensangrentada apuntando al pabellón de ojos de mosca: aquellos perros que ladran siembran el deseo de huir por los campos cubiertos de maleza. Manos ahuesadas, pinzas de colibrí sobre las piernas.

 

 

 

 

Levantamos muros…

 

Levantamos muros de sólida piedra, con paja y desechos orgánicos para formar una pasta que no se debilita ni se ablanda, con la que también fortalecemos nuestros ranchos. A mí me nombraron

albañil especializado, a vos maestra mayor de obras en etapa de construcción. No me gusta la sidra dulce y negra que hay para tomar una vez terminada la jornada. Pero sí el pan ácimo y las uvas tornasoladas que destruyo con la lengua presionándolas contra el paladar.

 

 

 

 

La noche era rosa

 

La noche era rosa, color de chancho, de sexo. Mendigas montevideanas daban vueltas por el Parque Rodó y una se detuvo para hacer gestos. Iba arrastrándose por las lomas del parque, persiguiendo a unos jóvenes enamorados. Y aquella situación duró lo que tuvo que durar para datar finalmente a unos espectros.

   Los enamorados eran pequeños y de ojos claros y cuando la mendiga los llamaba ellos se tiraban a sus pies como perros. –¡Fuera, fuera! –les gritaba–, y el sonido horrible de esa voz se tendió sobre sus cuerpos. Y ellos la miraron con sus ojos azules llenos de lágrimas inconsolables

de una pureza helada. Y la mendiga de golpe empezó a alejarse. Y en medio de su marcha toda una carga pesada la inmovilizó. Los brazos le colgaban al costado del cuerpo como dos ramas secas.

Entonces los enamorados aprovecharon para huir de ella, queriendo intentar otra vez un intercambio de fluidos.

   Y ahora seguro habría unas manchitas flúor sobre el césped quemado. Y lugares aplastados, aplanados. Y aguzando la vista se los podría ver caminar tomados de la mano, más allá de los árboles, por donde termina la ciudad y empiezan las primeras quintas…

 

 

 

 

Te besé en la boca…

 

Te besé en la boca, muchas veces. Y la ciudad se llenaba de sombras que se multiplicaban entre ellas. Acerqué mis manos, tu talle estaba tenso, ya no sobraba por ahí ese viejo pulóver que usabas la noche en que te conocí. En torno a la lámpara volaban unos insectos a los que la lluvia había obligado a buscar refugio dentro de la casa. “Matalos”, me dijiste y yo te miré a los ojos pero no hice nada. Aunque me acerqué hasta ellos sabiendo que no había posibilidad por fuera del amor.
En la calle los autos resbalaban sobre el pavimento mojado y había como unos estiramientos para arrancar la maleza del aire con repulsas de otros signos, para decir, aún no empieza a salir de nuestros esqueletos la piedra que entre dos junturas viene a moldearnos la carne.

 

 

 

 

Hoy no puedo escribir…

 

 

Hoy no puedo escribir, porque me falta la constancia del trabajo sistemático. Vos eras un punk, salías con otros punks, dormían en un anfiteatro abandonado, en huecos dentro del cemento de las gradas. Y ahí fumaban marihuana, aspiraban pegamento, miraban a lo lejos los autos que pasaban por una avenida bordeada de plátanos. Y salían a buscar cualquier cosa que pudiera aportar algo a esa hermandad errante a la que habían bautizado “Sedante Sangre”. Publicabas poemas punks en fanzines de la movida, que eran muchos, bajo el seudónimo de Patricio Morandi. Tus amigos se llamaban Gaviota, Falopín, Arrancadedos, Moribundo Michael, Pibe Pelusa, Materia…

   Eran todos muy jóvenes, adolescentes, y vivían, como vos, una vida inútil, al margen de la sociedad. Hace poco te encontraste con Falopín. Y cuando lo saludaste con un enfático ¡Falopín!, él te dijo, mientras miraba paranoico para todas partes: “Callate, que ahora me dicen Kinoto.” No pudiste reprimir la risa y te reíste en su cara. Eso fue todo. Kinoto se alejó caminando rápidamente, mirándote con cierta amargura y desprecio. Jóvenes –niños monstruos de nuestro tiempo– ¿dónde están ahora? Dispersos, destrozados, con gestos fantasmales trepando a los trenes que pronto pulverizarían sus huesos contra los hierros de las vías… Hoy el recuerdo de sus rostros trae de golpe la constatación del paso de los años... Te encontrabas en la vieja peatonal Córdoba, antes escenario de tus correrías, y ahora la veías cambiada, completamente muerta y ese contraste se volvía doloroso. En esa época también formabas parte de un grupo musical llamado “Los médicos”. Hacían hardcore, música industrial, tocaban re mal.

    La banda estaba armada así: Alejo tocaba el bajo; el Flaco Plescach la guitarra, Leandro azotaba la batería y vos la guitarra y cantabas. ¿Te acordás? A veces los acompañaba en la trompeta Sebastián Salami.

    (Contar otra vez la triste historia de Salami sería muy fácil, sus cimas de perversión y enfermedad, pero eso ya lo hice en una novelita llamada “Los Patos”, que publicó Eloísa Cartonera en el 2004, con dibujos de Max Cachimba).

   Una vez después de un recital que estaban dando en la Cantina de Ramón Merlo, se acercó una mujer de unos treinta años y te dijo: “Qué bárbaro que con esa voz tan chillona puedas cantar, parecías una rata pisada por las ruedas de un colectivo”. Vos no le contesté nada, pusiste los ojos en blanco, y juntando las manos en una actitud budista le hiciste una mueca rara (yo desde el público reía).

   Los recitales por esos años eran más bien un pretexto para que el público se desahogara de sus propias frustraciones. Siempre había golpes, gente que se daba con todo. Un capítulo aparte después de esos recitales eran las guerras que se daban entre punks y heavys. Eran ruinas, y encima de las ruinas, otras ruinas más nuevas las que quedaban después de esas batallas. Parecía como que se olían, buscándose por las calles vacías de la madrugada. Una vez emboscaron a un grupo de heavys en un barrio proletario. Los estaban esperando y se la tenían jurada. Arriba el cielo rosado del amanecer con bandas azules y detrás fábricas amontonadas y después el campo que empezaba a entrar en la ciudad. Les dieron sin parar, les rompieron los huesos, les quitaron sus armas y clavaron en la tierra una navaja dorada. En un momento en que le pegaste una patada en la cabeza a uno de los melenudos que estaba tirado en el piso, escuchaste cómo se le destrozaban los huesos de la mandíbula. No sé, pero ahora pienso que capaz que lo desfiguraste para siempre.

 

 

 

 

Una poesía…

 

Una poesía de hierro, otra suave para seducir. Una poesía para causar miedo como un lobo rollendo el torso de un hombre que agoniza. Una poesía personal, para leer iluminados con la tranasparencia de los órganos internos. Una poesía que hable de la ciudad donde escribí bajo los árboles que parecían cerrarse a la violencia del verano.



Tomado de: Francisco Garamona, Mi primera banda punk, por Francisco Garamona, Buenos Aires, Nulu Bonsai, 2014.