9/ Falta de modelos a seguir
Los modelos a seguir como guías para la acción y como indicadores de posibilidades son importantes para todos los artistas —para todas las personas, de hecho— pero para las mujeres aspirantes a ser artistas son el doble de valiosos. Puesto que se enfrentan a un continuo y masivo desaliento, las mujeres necesitan modelos a seguir no solo para comprobar las maneras en que la imaginación literaria ha representado (como dice Moers) el hecho de ser mujer, sino también como garantía de que pueden crear arte sin ser inevitablemente de segunda categoría, sin volverse locas o sin por ello dejar de ser amadas. Es aquí donde la falsa categorización de las artistas en putas, tristes solteronas, esposas devotas y sumisas, y (recientemente) trágicas suicidas converge con la erradicación de la tradición femenina en la literatura para causar el mayor de los daños.
Priva a las jóvenes de modelos a seguir.
A primera vista, la falta de modelos a seguir y la afirmación de que existe una tradición femenina en la literatura resultan contradictorias. No lo creo. Una diferencia reside en la edad de las mujeres implicadas. Los grupos de apoyo de mujeres existen, pero deben crearse de nuevo en cada generación, de modo que lo que faltó durante los años formativos que una pueda (con suerte y voluntad) construirse o descubrirse más adelante y con un coste considerable de tiempo, energía y confianza en una misma. Sospecho también que la educación superior ha tenido un efecto negativo que no se previó a mitad del pasado siglo: los conocimientos informales de una tradición femenina común en la literatura han sido reemplazados por una educación formal que los ignora por completo. En el primer caso, las modelos a seguir y la tradición, aunque menospreciados, estaban allí. En el segundo caso, todas las mujeres han sido invisibilizadas, salvo unas cuantas consideradas anómalas. Así, Elaine Showalter escribe:
Imaginemos a una estudiante que se matricula en la universidad para graduarse en literatura inglesa. En su primer año … los textos de su curso se seleccionarían por su vigencia, su relevancia o su poder para hacer que quien los lea se identifique. … cualquiera de los … textos [recién anunciados] … para el primer curso de literatura inglesa … [tales como] El hombre responsable, «para el estudiante que desea una literatura relacionada con el mundo en el que vive», o Condiciones de los hombres, u Hombre en crisis: Perspectivas del individuo y su mundo, u … Hombres representativos: Héroes de culto de nuestros tiempos, en el que los treinta y tres hombres representan categorías del heroísmo tales como el escritor, el poeta, el dramaturgo, el artista y el gurú … las únicas mujeres incluidas son la Actriz Elizabeth Taylor y la Heroína Existencial Jacqueline Onassis. Tal vez la estudiante leyera una colección de relatos cortos como El hombre joven en la literatura estadounidense: El tema de la iniciación, o literatura sociológica como El hombre negro y la promesa de Estados Unidos … [o] puede que estudiara clásicos eternamente relevantes, tales como Edipo; así lo dijo recientemente un profesor en un número de College English, todos nosotros queremos matar a nuestros padres y casarnos con nuestras madres. Y … la estudiante llegaría inevitablemente al libro favorito de todos los cursos de primero de literatura inglesa, el clásico de rebelión juvenil Retrato del artista adolescente [Showalter, «Women and the Literary Curriculum», p. 855.]
Dado lo que acabamos de leer, no es sorprendente que Florence Howe escriba (en el mismo número de la misma revista):
Mis estudiantes del género femenino suelen considerar que las escritoras (y por tanto ellas mismas, aunque eso no se diga directamente) son inferiores a los escritores. … Muchas me han confesado … que secretamente desean escribir, que les gustaría tener «ideas» e «imaginación», pero que sienten que es demasiado tarde para ellas[Florence Howe, «Identity and Expression: A Writing Course for Women»,College English 32, no. 8 (May 1971): 863.].
Permítanme que cite de nuevo a Marilyn Hacker, que escribió lo siguiente cuando daba clases en 1976:
… en The New Republic … una crítica breve de los Poemarios Publicados en 1976. Él [Harold Bloom] no mencionó un solo libro escrito por una mujer … Debido a mi profesión, recibí de nuevo un catálogo de casetes … en la sección de poesía, de sesenta títulos, conferencias sobre Dickinson, Moore, Louise Bogan y Plath [de nuevo, 8 por ciento del total], todas ellas impartidas por hombres. En la de novela, ¡nada![ Carta de Marilyn Hacker, 17 noviembre 1976.]
En medio de esta ausencia relativa de modelos literarios femeninos, las profesoras podrían servir como inspiración para algunas estudiantes, si no específicamente en el campo de las artes, al menos en el ámbito de la alta cultura en general. Ciertamente, sería esperable que el feminismo de los últimos diez años tuviera como resultado un aumento de mujeres en las clases universitarias y un aumento del porcentaje de tales mujeres en los niveles superiores. Sin embargo, On Campus with Women proporcionó en junio de 1978 las siguientes cifras:
En el año académico 1974-75, el porcentaje de profesoras era del 22,5 por ciento. En 1975-76 la cifra bajó al 21 por ciento … para 1976-77 el porcentaje había subido … a 22,4 por ciento. … En 1976 un tercio del profesorado femenino estaba en los dos niveles superiores [7,4 por ciento del cuerpo docente, una cifra siniestramente similar a la de la representación femenina en los planes de estudio, las antologías, etc.].En 1977, solo el 28 por ciento … En comparación, las cifras de los hombres son 63 por ciento en 1976 y 62 por ciento en 1977[Asociación de Universidades Estadounidenses, On Campus with Women: Project on the Status and Education of Women, #20 (Washington, DC: junio 1978), p. 1.].
Si hay relativamente pocos modelos femeninos a seguir en la educación superior o en el campo de la literatura, ¿por qué hay mujeres que aún así se convierten en escritoras? ¿Es posible que hayan tenido acceso a modelos de los que la mayoría de los estudiantes no hayan oído hablar? Para al menos tres escritoras contemporáneas, esto no parece ser verdad. Aquí tenemos a la poeta Erica Jong, que describe su educación literaria:
Lamentablemente, ser mujer significa creerse muchas de las definiciones masculinas … Aprendí lo que era un orgasmo de D. H. Lawrence, disfrazado de Lady Chatterley. … (Durante años, comparé mis orgasmos con los de Lady Chatterley y me pregunté qué iba mal conmigo. …) De Dostoyevski aprendí que ellas [las mujeres] carecen de sentimiento religioso. De Swift y de Pope aprendí que tienen demasiado sentimiento religioso (y que por tanto nunca pueden ser demasiado racionales). De Faulkner aprendí que son la madre tierra y una con la luna y las mareas y las cosechas. De Freud aprendí que tienen superegos deficientes y están «incompletas» para siempre.
Jong prosigue diciendo que «para mí la poesía era un sustantivo masculino» probablemente debido al
escritor que nos hizo una visita y nos habló sin parar de cómo era del todo imposible que las mujeres pudieran ser escritoras. Su experiencia estaba demasiado limitada. … No conocían la sangre y las agallas de follar con putas y de vomitar por la calle. … esto … me deprimió[Erica Jong, «The Artist as Housewife», en The First Ms. Reader, ed. Francine Klagsbrun (Nueva York: Warner Paperback Library, 1973), pp. 116-117.].
Adrienne Rich, que no habla del modelo de arte descrito por Jong, «una combinación entre Tarzán y King Kong», sino de un deseo sutil de escribir como lo hacen los hombres (puesto que ese es el modelo aceptable), también reflexiona sobre la falta de una tradición femenina:
La obra de Dickinson no estuvo disponible en una edición completa y sin censurar hasta los años cincuenta. … [En mis tiempos universitarios] si conocíamos a H. D. era únicamente como la autora de un puñado de exquisitos versos imagistas. Sin embargo, en sus últimos poemas largos … intentaba escapar de la desintegración … ir más allá de la destrucción de la Segunda Guerra Mundial, para decir «nosotras las mujeres/las poetas … abandonaremos las ruinas y encontraremos otra cosa». … Buscaba … los mitos femeninos, creaba heroínas, una presencia femenina divina, y reclamaba su visión como poeta y mujer. Por aquel entonces yo no sabía nada de esto[Citado por Elly Bulkin, en «An Interview with Adrienne Rich», Conditions 2 (1977): 54-55.].
Por aquel entonces yo no sabía nada de esto. Las aspirantes sin predecesoras o con predecesoras contaminadas de una manera o de otra, ¿qué podríamos hacer? Recuerdo cuando iba a primero de carrera y mi cita, un estudiante de posgrado, me preguntó jovialmente cómo yo, aspirante a novelista, podía reconciliar mi ambición por escribir con el «hecho» de que ninguna mujer hubiera producido jamás «gran literatura». ¿Cómo podía responder? «Sabía» que Virginia Woolf estaba limitada y era femenina («tragedia a la hora del té» fue la generosa frase del chico con el que salí), que Charlotte Brontë era una escritora menor, que Cumbres borrascosas «no era realista» (de nuevo lo «intrínsecamente monstruoso») y que Emily Dickinson era una solterona mística que escribía extraños poemillas que solo resultaban interesantes a un puñado de profesoras obsesionadas que en cualquier caso eran incapaces de explicar su técnica, porque carecía de ella y escribía «intuitivamente». Una vez aplicada esta extraña idea a las salvajes notas del bosque nativo de un bárbaro Shakespeare (el supuesto de que los artistas-del-grupo-inadecuado crean de forma intuitiva en lugar de hacer uso de su inteligencia), se extiende por todas partes. Louis Untermeyer dice que los versos de Christina Rossetti «se resisten al análisis» , una idea que pudo haber recogido de Sir Walter Raleigh (el de principios del siglo XX), quien dijo lo siguiente de Rossetti: «No se pueden dar lecciones sobre lo que verdaderamente es poesía pura del mismo modo que no se pueden enumerar los ingredientes del agua pura. Las mejores lecciones versan sobre la poesía adulterada, metilada, lijada. Lo que Christina provoca en mí no es dar una lección, sino llorar». Esta clase de idealización es una forma de negación de la autoría, y junto con las distinciones de raza, clase y sexo puede resultar extremadamente dañina. La idea de que cualquier arte pueda ser adquirido intuitivamente» es una deshumanización de la razón, del esfuerzo y de las tradiciones de la artista, además de que dicha artista está siendo clasificada como subhumana. Es de aquellas personas a quienes se supone incapaces de ser inteligentes, de adquirir una formación, de estar conectadas con una tradición de quienes se dice que trabajan por instinto o por intuición. Así, se puede disfrutar de los «espirituales negros» sin necesidad de respetarlos, como hace Untermeyer. Incluso Woolf puede decir de Rossetti: «Era una poeta instintiva» y «sus versos parecían haberse creado a sí mismos por completo en su cabeza». En el caso de Mozart, este tipo de creación significa la habilidad y la facilidad de un genio; en Rossetti se convierte en una clase de intuición.
(Un ejemplo extremadamente violento de lo que acabo de explicar tomado de la cultura popular fue un episodio [«Renovación»] de la progresista serie de televisión Lou Grant, emitido el 30 de enero de 1978, y de nuevo el 19 de junio de 1978. La historia trataba de un artista negro autodidacta, ya anciano, cuyos murales se describían como «primitivos», «emocionales» y motivados más por la pérdida personal que por el impulso artístico. Pocos momentos de racismo en la televisión pueden haber sido tan flagrantes como las miradas llenas de cariño de los personajes blancos, cargadas de tierna y protectora indulgencia, mientras observaban la inocencia bobalicona de ese pintor de grandes ojos [en un momento dado hay un gran alboroto porque pronuncia mal «claroscuro»]. El capítulo da a entender que la aparente estupidez mostrada por este artista adulto era real [y no una forma de quitarse de encima a esa gente] y que la condescendencia sentimental era una reacción blanca virtuosa y apropiada).
Entonces, ¿qué dije yo al enfrentarme al «hecho» de la inferioridad femenina?
Dije: «Seré la primera». Tres años más tarde, siendo una de las pocas mujeres matriculadas en una clase universitaria de escritura (en aquella época no me preguntaba por qué éramos tan pocas), presenté parte de una novela que estaba escribiendo para debatirla en clase; se trataba de una historia cómica sobre gente sin pareja en un baile del instituto. La clase la desechó: sí, era divertida pero todo el mundo conocía los bailes del instituto; no era un tema importante. Por el contrario, el capítulo de una novela de un compañero de la clase provocó un profundo respeto; ahí teníamos una escritura en carne viva, poderosa, elemental, honesta. La parte en la que se acostaba con una puta (totalmente muda), una pelea en un bar y después (como trama secundaria) un marido de personalidad indeterminada teniendo sexo de forma dolorosa sobre el suelo de la cocina con su esposa, la cual acababa de salir del hospital donde le habían extirpado un quiste en el coxis, que apestaba. La última frase: «Aquella noche concibieron a su estúpido hijo». Aunque mi amiga y yo salimos de clase partiéndonos de la risa, yo empecé a preguntarme si tendría la experiencia adecuada para ser escritora. El juicio de la clase se había basado estrictamente en el contenido de nuestros escritos. El mío no valía.
Afortunadamente, nadie me dijo que mi estilo no valía. Sin embargo, aquí tenemos a Cynthia Ozick dando clase a mediados de los años sesenta. Sus estudiantes, que estaban leyendo Sangre sabia de Flannery O’Connor, escuchan (transcurridas tres semanas) cómo se refiere a O’Connor como «ella»: hay una oleada de asombro, a excepción de una estudiante, «inteligente y Experimental, una de mis escasas literatas, ella misma una anomalía porque estaba matriculada en la abrumadoramente masculina Facultad de Ingeniería». Esta estudiante insiste:
«Yo sin embargo estaba segura de que era una mujer. … Sus frases son frases de mujer». Le pregunté qué quería decir y por qué había estado tan segura de ello. «Porque son sentimentales», me respondió; «no son concretas como las de un hombre». Le señalé párrafos enteros, incluso páginas, de prosa realista, de esa que califican como rigurosa. «Pero suena como una mujer, tiene que sonar así porque lo es», respondió la futura ingeniera [Cynthia Ozick, «Women and Creativity: The Demise of the Dancing Dog», en Woman in Sexist Society, ed. Gornick y Moran, pp. 434-435].
Bien, ya no estamos en 1966 ni de lejos (los tiempos de Ozick), ni tampoco en 1956 (los míos) y el alumnado ya no utiliza Modern Woman: The Lost Sex de Lundberg y Farnham para estudiar a Mary Wollstonecraft, texto con el que yo tuve la mala suerte de conocerla en 1953, o mejor dicho, de conocer la caricatura de ella que habían hecho Lundberg y Farnham, retratándola como una mujer que padece todas las neurosis posibles (excepto la del valor). (Kate Millett habla de este libro brevemente en Política sexual, describiendo su «enorme influencia tanto en el público general como … en el entorno académico»). Según Lundberg y Farnham, el movimiento feminista «se alzó sobre unos cimientos de odio» y fue «una expresión de debilidad emocional, de neurosis … en lo más profundo una grave enfermedad». John Stuart Mill es femenino y la teoría de Karl Marx se justifica por un «odio inconsciente a la autoridad parental». Las feministas olvidadas tampoco se redescubren únicamente con el propósito de injuriarlas, como hicieron Lundberg y Farnham con Wollstonecraft. En «Art and Anger», Jane Marcus rescata a Elizabeth Robins del olvido para alabarla, pero una de las cosas más descorazonadoras de la carrera de Robins es su propia opinión acerca de la erradicación de las mujeres de la historia, fueran estas feministas o no:
Estaba horrorizada por la profundidad del olvido que eclipsaba … a las mujeres de su generación. La Sra. Humphrey Ward y ella habían sido archienemigas por el tema del sufragio. La Sra. Ward … había convertido su casa en un salón conservador … [para] los políticos, los intelectuales y los escritores a los que apoyaba. Cuando murió, ninguno de ellos la lloró. … Lo mismo sucedió con Edith Wharton; Robins comprobó que la amistad de toda una vida tan solo había inspirado en James «cierto deseo preocupado de cumplir con su deber». … James y Shaw habían sido los defensores de Elizabeth Robins cuando ella fue la defensora de Ibsen. Cuando ella misma comenzó a escribir, se mantuvieron en silencio [Marcus, «Art and Anger», p. 73.]
Cuando se entierra la memoria de nuestras predecesoras, se asume que no había ninguna y cada generación de mujeres cree enfrentarse a la carga de hacerlo todo por primera vez. Y si nadie lo había hecho antes, si ninguna mujer había sido antes esa criatura socialmente sagrada, «una gran escritora», ¿por qué pensamos que ahora sí que vamos a poder tener éxito? El espectro del «Si las mujeres pueden, ¿por qué no lo han hecho?» es tan potente ahora como lo era en los tiempos de Margaret Cavendish. Una singularidad (posiblemente) genuina se convierte en prefabricada y tiene aún el poder de desalentar. Por ejemplo, en Una habitación propia, Virginia Woolf escribe sobre su novelista ficticia, Mary Charmichael: «Será poeta … dentro de cien años»
¿Dentro de cien años? ¡Santo Cielo! (podríamos escribir de forma woolfiana), ¿es posible que este miembro esnob de la clase alta, demasiado introvertida para abandonar su estudio, que no creía en ninguna gran causa, restringida por las limitaciones de ser una dama (tal y como nos asegura E. M. Forster) fuera tan perezosa o estuviera tan mal informada como para no saber que su poeta ya había existido, no dentro de cien años, en el futuro, sino unos sesenta años atrás, en el pasado? ¿Puede ser que Virginia Woolf, esa lectora voraz que leía diarios antiguos y escribía acerca de gente de la que nadie había oído hablar (como la Srta. Pilkington y la Srta. Ormerod) nunca hubiera leído a Emily Dickinson?
Probablemente no lo hubiera hecho, puesto que Una habitación propia se publicó en 1929. La primera colección extensa de la obra de Dickinson, ampliamente editada y muy censurada, fue publicada en 1914 por una pariente, Martha Dickinson Bianchi. Un volumen más amplio, Bolts of Memory, apareció cuando Woolf ya había fallecido, en 1945; no fue hasta 1955 que se publicó su poesía completa y sin censurar.
Los redescubrimientos y las revalorizaciones no han hecho más que empezar. Ya en 1971, la historiadora del arte feminista Linda Nochlin se permitía escribir:
El hecho es que no han existido grandes mujeres artistas hasta donde sabemos, aunque las ha habido muy interesantes y de gran calidad … El hecho es que no hay equivalentes femeninas a Miguel Ángel o a Rembrandt, Delacroix o Cézanne, Picasso o Matisse, o incluso … de Kooning o Warhol[Linda Nochlin, «Why Are There No Great Woman Artists?», en Woman in Sexist Society, ed. Gornick y Moran, p. 483.].
Esta declaración es peliaguda, primero por su extraña repetición de la palabra«hecho» dos veces en lo que es claramente un juicio. En segundo lugar, dice que «no han existido grandes mujeres artistas» en un siglo que ha producido a Georgia O’Keeffe, Käthe Kollwitz y Emily Carr, por nombrar a algunas que a mí sí me gustan. En tercer lugar, identifica «grandes» con «equivalentes». ¿Por qué tendría que haberlas? ¡Seguro que con un Picasso es suficiente para cualquier generación razonable! Y cuando suma a De Kooning y a Warhol a estos equivalentes, yo desde luego estoy tentada a añadir «menos mal». ¿Y por qué su lista es tan parcial a favor de cierto canon de abstracción? ¿Dónde está Goya, por ejemplo? Pero este debate da para un libro entero. Aquí tenemos otra declaración, de nuevo de una feminista, que es totalmente incierta:
Hasta el siglo XX no ha existido en lengua inglesa un corpus de poesía escrito por mujeres[Juhasz, Naked and Fiery Forms, p. 1.].
Se trata de Suzanne Juhasz, un año antes de la publicación de Literary Women de Moers. Siete años antes de Literary Women nos encontramos a Mary Ellmann, que acuñó la expresión «crítica fálica», cayendo ella misma en lo que condenaba. Por ejemplo, en Thinking about Women la descubrimos tildando la supuesta rebeldía de Charlotte Brontë como «la apropiación por parte de la escritora de un byronismo modesto y funcional». (Se puede comparar con la valoración que Kate Millett hace de Villette, una meditación acerca de una fuga carcelaria, un libro «demasiado subversivo» para ser popular). Así, aunque las mujeres pueden escribir, no deben escribir enfadadas. Ellmann tampoco se aviene a admitir que las mujeres pueden —o deberían— escribir de una forma que ella considera «masculina»; al menos no tengo otra forma de explicarme su intensa antipatía hacia Willa Cather. Ellmann habla de los «amagos de sexualidad … fingida, de blusa marinera» de Cather, define a sus novias de Nebraska como «ideales hombres-en-mujeres», insiste en la masculinidad de Ántonia: «Lleva ropa de hombre y vive su primer embarazo y su parto como lo haría un general romano». (Por lo que yo recuerdo de Mi Ántonia, el embarazo romano parece ser una invención de Ellmann). Cuando llegamos a Claude Wheeler en Uno de los nuestros (un refugiado con la misma estrechez de mente pueblerina que describen Sheerwood Anderson y Sinclair Lewis) y descubrimos que Cather le «admira» porque «aspira a la parte femenina del espíritu», es difícil discernir quién está haciendo uso de estereotipos sexuales. Creo que Ellmann se siente incómoda con Brontë porque la expresión directa de la ira femenina le desagrada (la ira de su propio libro aparece disfrazada de ironía y de burla, a veces tan taimadas como el flamenco de Alicia), y desprecia a Cather porque Ellmann aún cree en ciertos estereotipos sexuales muy anticuados: que las mujeres no pueden escribir bien si se salen de ciertos límites («hombrunas») y que se exponen al ridículo o a las represalias masculinas. También creo que aquí ha entrado en juego la homofobia.
Sin modelos a seguir, es difícil ponerse manos a la obra; sin un contexto, es difícil hacer una valoración; sin colegas, es casi imposible alzar la voz. De ahí que la burla cariñosa con la que se recrea Woolf a costa de Elizabeth Barrett en el artículo «Aurora Leigh», y el hecho de que encuentre defectos en el poema que provienen de los defectos de la vida de la poeta, sea un procedimiento que ya hemos visto antes. Aunque al final Woolf hable de su «ardor y abundancia, sus brillantes poderes descriptivos, su astuto y corrosivo sentido del humor», solo lo hace tras mencionar su «mal gusto … su ingenuidad torturada, su impetuosidad peleona, caótica y confusa» porque una vez fuera de su prisión, «era demasiado débil para soportar el shock». Woolf prosigue: «Por tanto, la novela-poema no es la obra maestra que podría haber sido» (la cursiva es mía). Pero al igual que la descripción biográfica precede al juicio literario en este artículo, la descripción de la reputación precede al juicio de Woolf: «El destino no ha sido amable con la Sra. Browning como escritora. Nadie la lee, nadie habla de ella», pero la reputación está a su vez precedida por otra cosa: el romance, «amantes apasionados con tirabuzones y bigote imperial». Así, la organización de novelista que hace Woolf del material contradice su argumento lógico; si seguimos dicho argumento, nos encontramos con que Elizabeth Barrett es una escritora fallida porque su vida era limitada. Por tanto, merece su mala educación, aunque su valía popular como heroína de un romance sea encantadora y apropiada. Pero si este es el argumento de Woolf, ¿por qué no empezar con el juicio literario de Woolf y seguir directamente las fases lógicas del argumento (como acabamos de hacer)? En lugar de eso, todo está al revés y la organización cronológica de los materiales nos dice que:
1. La valía popular de Elizabeth Barrett como heroína de un romance es encantadora y apropiada.
2. Su reputación como artista es mala.
3. Su vida está limitada.
4. Su obra es mala.
5. Pero en realidad su obra es bastante buena (¡aquí tenemos un saltosorprendente!).
Si damos la vuelta a los signos causales del argumento para que estos se ajusten con la progresión cronológica/asociativa del artículo, lo que tenemos es lo siguiente: Porque Elizabeth Barrett es valorada como heroína popular de romance, por tanto las limitaciones de su vida se usan para justificar las limitaciones que por tanto se perciben en su obra; pero yo (Woolf, la novelista) no puedo evitar que me guste; por tanto es buena.
Lo que acabo de hacer es (tal y como yo lo veo) el artículo feminista que (casi) escribió Woolf: un ejemplo familiar de reclasificación, al igual que la transformación de Cumbres borrascosas de una novela poderosa y realista escrita por una autora a una fantasía escrita por una solterona solitaria.
Privadas de una tradición, acusadas de todo tipo de cosas, de ser indecentes, ridículas, excepciones, indignas de ser amadas, de miseria, de locura y (posteriormente) de suicidio, criticadas por ser femeninas, criticadas por no ser femeninas, trabajando con las experiencias equivocadas si sus temas son calificados de femeninos, elitistas o una imitación si no lo son, condenadas en cualquier caso a ser de segunda categoría o (en el mejor de los casos) a ser anomalías, aún así, las mujeres siguen escribiendo.
Pero, ¿cómo pueden hacerlo? ¿Cómo lo hacen?
Tomado de: Cómo acabar con la escritura de las mujeres; pp.90-98
Traducción: Gloria Fortún