Todos se aburrían cuando hablaba del imperativo
categórico. Leía en voz alta ideas resumidas de manuales. Ese año, en su clase
cuarenta y dos, sintió que de su boca salían unos chispazos. Era como un ruido
gutural entre los dientes. Escupió al suelo y del punto de saliva se formó un
charco que creció cinco centímetros. El charco le dictaba frases. Él quería
repetirlas pero cuando trataba de hacerlo decía cualquier cosa. El charco lo
acompañaba a todas partes, dando pequeños saltos. Durante una clase, el
charquito susurró desde el abajo: «Decí que la música es música. Y no algo que
señala otro algo. Por eso el arte no sirve para denunciar o expresar.» Cuando
quiso repetirlo sólo atino a decir: «No sabía cómo iba a ser esta clase y no
imaginaba que fuera así.» Un estudiante con cara de murciélago lo miró
desconfiado desde un banco del fondo del salón. Pero la arbitrariedad más
ordinaria de la vida no parecía importarle demasiado ahora que lo acompañaba un
charco de saliva que le dictaba frases.
Tomado de : El triángulo de la Merluza, año 2, nº 4.