Campinas queda muy cerca de
São Paulo, se llega en menos de un par de horas, tomando un ómnibus que tiene
su parada en una callecita, antes de que el micro tome la ruta. Todos los
sábados iba a Campinas, porque vendía artesanías en la feria hippie,
ubicada en ese entonces en la plaza principal, la que luego fuera trasladada a
un parque arbolado distante unas cuadras del sitio inicial. Una
universidad, la Unicampi, como dicen los paulistas, un poco alejada del centro,
tenía sus facultades repartidas por el campus. Unos amigos vivían en la ciudad,
y dictaban clases en las aulas diseminadas en edificios modernos.
Concurría a la casa, a la que
siempre visitaba, cargando unos pesados bolsos, subiendo la cuesta empinada,
hasta golpear la puerta, en la que me recibían con gran entusiasmo Héctor
y Florencia.
A veces me quedaba a dormir,
porque también trabajaba, en un pueblo llamado Piracicaba los domingos que
estaba relativamente próximo. Otra amiga, al igual profesora y argentina, me
contaba con detalle sus cuitas de amor, en largas veladas en la cocina de la
casa donde vivía sola.
Néstor Perlongher iba a
Campinas con nosotros, porque se había conseguido una beca de estudios en la
Unicampi, con la cual se sustentaba, y el grupo se volvía animado y alegre.
Su rostro inquisidor y expresivo
se transfiguraba con picardía cuando narraba alguna anécdota de su vida
anterior en Buenos Aires, de la que tuvo que salir rápidamente porque la
pacatería porteña lo abrumaba, aunque no perdió los vínculos con la gente que
le interesaba de allá. Su cuerpo, flacucho, magro y menudo, se estremecía de
risa ante cada caso gracioso, escribía poemas neobarrosos, en su departamento
paulista, y tenía la costumbre de leérselos a los amigos portuñoles, con una
espontaneidad y chispa inigualables.
Le fascinaban los chongos y
maricas brazucas de São Joao e Ipitanga, y realizaba una investigación participante
acerca de los miches, y despotricaba contra el Sida (AIDS) como montaje del
sistema social. Cuando escribió el famoso cuento sobre Evita, también me lo
leyó, y yo le dije que iba a tener problemas en la Argentina, me contestó que
lo único que quería era saber si era una verdadera narración, un relato bien
estructurado, porque él escribía naturalmente poesía.
Campinas siempre fue alegre para
nosotros, un encuentro entre tipos aislados, un grupo de personas que
compartían unas horas de la semana. Néstor formaba parte de esa barra, siempre
integrado desintegrado de todos aquellos con los cuales convivía. Resultó el
más brasilero de los argentinos, creo que en Brasil se sintió como si hubiera
hallado un lugar, a lo mejor algo de eso le pasó en Campinas. En un sitio
desaparecido por el paso del tiempo.
*
POR
QUE SEREMOS TAN HERMOSAS
Por qué seremos tan
perversas, tan mezquinas
(tan derramadas, tan
abiertas)
y abriremos la puerta de
la calle al
monstruo que mora
en las
esquinas, o
sea el cielo como una
explosión de vaselina
como un chisporroteo, como
un tiro clavado en la nalguicie –y
por qué seremos tan
sentadoras, tan bonitas
los llamaremos por sus
nombres cuando todos nos sienten
(o
sea cuando nadie nos escucha)
Por qué seremos tan
pizpiretas, charlatanas
tan solteronas, tan
dementes
por qué estaremos en
esta densa fronda
agitándola intimidad de
las malezas
como una blancura
escandalosa cuyos vellos se agiten muellemente
al ritmo de una música
tropical, brasilera
Por qué
seremos tan disparatas y
brillantes
abordaremos con tocado
de plumas el latrocinio
desparramadas
gráciles sentencias
que
no retrasarán la salva, no
pero que al menos
permitirán guiñarle el ojo al fusilero
Por qué seremos tan
despatarradas, tan obesas
sorbiendo en lentas
aspiraciones el zumo de las noches
peligrosas
tan entregadas, tan
masoquistas, tan
–hedonísticamente
hablando–
por qué seremos tan
gozosas, tan gustosas
que no nos bastará el
gesto airado del muchacho,
pretenderemos desollar
su cuerpo
y extraer
las secretas esponjas de la axila
tan denostadas, tan
groseras
Por qué creeremos en la inmediatez,
en la
proximidad de los milagros
circuidas de coros de
vírgenes bebidas y asesinos dichosos
tan arriesgadas, tan
audaces
pringando de dulces
cremas los tocadores
cachando, curioseando
Por qué seremos tan
superficiales, tan ligeras
encantadas de ahogarnos
en las pieles
que
nos recuerdan animales pavorosos y extintos,
fogosos, gigantescos
Por qué seremos tan
sirenas, tan reinas
abroqueladas por los
infinitos marasmos del romanticismo
tan lánguidas, tan magras
Por qué tan quebradizas
las ojeras, tan pajiza la ojeada
tan de reaparecer en los
estanques donde hubimos de hundirnos
salpicando, chorreando
la felonía de la vida
tan nauseabunda, tan errática
(Néstor
Perlongher. Austria Hungría, 1980)
IPIRANGA
Con
los piafantes haciendo cola en la baranda negro oh
american
de nylon y anémonas de tul, con lentejuelas, en el
lienzo:
eran
las chorras de Ipiranga –un grito, un solo grito– la
Santos
Dumont sin capelina, pifios resoplidos de bofe: corazón
marchito
en esas lagunillas y dobladitos, en las visiones de la
micción,
lo
corpo, lo porno de esos pises: con los piafantes can can oh
:
en esas barandillas; o en el limo de perdidos pasos, cantos,
chatas de vieja, crasa cae
lima
la ronda del mondado:
sebo
y lamé:
los tocadores, de esas madames,
los corredores, de esos clochards:
lo
mimo de esos pasillitos, visiones de
lamé, y un tapado
viscoso, como una mañanita con volados, le
tronchaba
los
pechos: una sierpe
se
le enroscaba en las ajorcas, aros, los
anillos de jade
y
le daba zampazos: una raya
se ahogaba en
esas lavas.
(Néstor
Perlongher. Chorreo de las Iluminaciones,
1989)