¿Qué es el
Dasein? Dasein combina las palabras «ser» (sein) y «ahí» (da),
significando «existencia» (por ejemplo, en la frase “Ich bin mit meinem Dasein zufrieden” «Estoy contento con mi
existencia»). Para Heidegger designa el modo de existencia del ser humano. Pero
hay otra pregunta: ¿puede el Dasein socializarse, volverse comunitario y
designar el destino de un pueblo? En el famoso discurso de rectorado Heidegger él
no deja dudas: “Saber decidirse por la esencia del ser, de acuerdo con el tono
de origen, eso es el espíritu y el mundo espiritual de un pueblo que no es una
superestructura cultural como tampoco un arsenal de conocimientos y valores
utilizables. Sino que, al contrario, es el poder para poner a prueba las
fuerzas que unen a un pueblo con su tierra y su sangre como poder del despertar
más íntimo y del estremecimiento más extremo del Dasein.”
Estamos en
1933, con los nazis en el poder y con la constitución de Weimar abolida por
Carl Schmitt, que cita a Hegel: "Al pasar del feudalismo al absolutismo la
humanidad necesitaba la pólvora del cañón y estaba ahí". No quiero ser un
fiscal de Heidegger en cuanto a sus intenciones pero este estremecimiento
acerca de la sangre y la tierra cabalga directamente en el contexto que la
escribe hacia la celebración del Führerprinzip del
nacional socialismo. La
Universidad alemana debe afirmarse en la “esencia”, sinonimia
de la verdad ante un mundo que padece una ausencia de patria. Retórica de lo
sublime y abuso del superlativo absoluto. El pensamiento de Heidegger habla de
una impotencia absoluta respecto del origen que sólo puede restituirse a sí
mismo como simplicidad bajo la forma de lo sagrado germánico. El Dasein se
extiende al pueblo pensado bajo las categorías de lo auténtico y lo
inauténtico. Estados Unidos sería el colmo de la inautenticidad como lo es la
misma democracia. El "origen" de Estados Unidos, lo que lo constituye
como pueblo, no hay que buscarlo en los pasajeros del Virgina sino en su constitución.
La Revolución de Hannah Arendt examina
detenidamente este proceso. La entrada de Estados Unidos en la Segunda Guerra
Mundial es interpretada como “decadencia” no se sabe respecto de qué
origen, supongo que el verdadero de lo sagrado germánico ante lo cual todo es
herejía. Deshistorización: el mundo sería un jardín de infantes del Ser si no
fuera por el bruto yanqui y la maldición de la técnica. La guerra de agresión
de Alemania queda del lado de lo auténtico. De ahí la importancia que tiene
Heidegger para la intifada “pacifista” de los pensadores deconstruccionistas
posmos, esmerados en constituir al zombie planetario: para Alain Badiou, por
ejemplo, el nombre judío es en sí mismo “nazi” y Hitler fue quien mejor lo
interpretó, superando a Nabucodonosor. El que ha ido más lejos de todos es
Shlomo Sand, profesor judío de la universidad de Tel Aviv –éxito en las
librerías– que lleva la intifada
deconstruccionista posmoderna a su punto más sublime: el pueblo judío no
existe, es según él una invención de historiadores sionistas, carece de origen,
son conversiones de conversiones. Se trata de borrar de un trazo todas las
líneas de transmisión confundiendo una religión con una raza, al mejor estilo
de D’Elía, a la esencia judía con el nombre judío. No existe la "esencia"
judía como tampoco la alemana y de ningún pueblo. Y menos del palestino creado
tras la derrota de ese intento de genocidio de los estados árabes luego del la
guerra de los Seis Días. Aunque se pretende un nuevo Foucault, lo que dice está
en las antípodas de las Lecciones para defender la sociedad, donde Foucault
considera el relato hebreo como una "objeción" a todas las
babilonias del mundo. Pero precisamente para devenir Babilonia –y Bobilonia– el
mundo tiene que suprimir esta "objeción". Si Sand, simpatizante de la
cultura de cinturones con bombas, enseñara en Palestina o en cualquier estado
arabomusulmán y dijera que Mahoma es una ilusión del desierto sería
inmediatamente ejecutado. Lo único que le falta es decir que el Profeta fue
anterior a Abraham.
Heidegger
opone una buena muerte –heroica, garantía de autenticidad– a una mala muerte,
al “se muere” anónimo, inauténtico. La muerte estúpida en la cama que sin
embargo garantiza la libertad para los otros. Da cuenta también del
antisemitismo, aun bajo una forma no voluntaria. El motivo nunca examinado es
que el nombre judío ha ganado la guerra del origen, del origen como
multiplicidad y transfinito en acto como lo muestra ese conjunto de
transmisiones que se llama “la
Biblia ”. Por eso la
Biblia no tiene ningún lugar en el pensamiento de Heidegger
como tampoco la novela que tiene una relación de continuo con ella. Thomas Mann
prematuramente captó mucho mejor que Heidegger dónde podía llevar ese
estremecimiento donde se piensa al origen como algo puro, ario, y no como algo
que puede ser constituido retroactivamente por la literatura: “Los travestismos
más indignos de su sueño de una germanidad alta y pura con ese mismo sueño que,
en el más inmundo espantapájaros que la historia universal haya engendrado jamás,
ven al ‘Salvador’ que un poeta anunció (Stefan George), nadan en un exceso
pueril de paralelos místicos e históricos, creen ver en él el regreso de
Lucero, el hombre demoníaco impulsado por las oscuras fuerzas populares
alemanas y rodean con un aura carismática a un impostor histérico, una
lamentable nulidad que supo utilizar el desamparo y los problemas de una época
ávida de fe con la astuta obstinación de un demente para elevarse a sí mismo.”
El olfato
del novelista es más lúcido que el saber del Dasein del filósofo. Interrumpe la
retórica de lo sublime. El Hitler de Thomas Mann está en las antípodas del que
exaltan Heidegger y Carl Schmitt con la retórica de lo sublime. Es el Hitler
que se negará a escapar cuando la batalla de Berlín porque no quiere “morir
como un perro” en las calles mientras que la juventud alemana, niños
psicotizados por la Kultur ,
caen como moscas jurando por él ante el Ejército Rojo. Se dará una muerte
auténtica a tono con el origen en su búnker.
Heidegger
se quedará sólo con poetas como Hölderlin y Rilke de los que hace lecturas en
extremo simplificadas, casi cómicas donde los poemas son aplastados por la
fetichización de la lengua alemana: lee siempre la Lengua y no el poema
aboliendo el sujeto de enunciación. También hay una esencialización de la
guerra que en su caso es un combate contra lo empírico. En Contribuciones
a la cuestión del ser, 1955, escribe: "Esto no es una guerra, sino el polemos, que hace aparecer a los Dioses
y a los Hombres, los Libres y los Esclavos, en su esencia respectiva, y que
conducen a una dis-putación del Ser (tachado). En comparación con eso, las dos
guerras mundiales permanecen superficiales". Lo superlativo produce la
esencialización... que acusa que la guerra fue perdida.
La
literatura abunda en heroínas y sirenas heideggerianas como Matilde de la Mole en Sthendal, joven
aristócrata parisina, que rompe todas las convenciones sociales y no para hasta
tener la cabeza de su amante para repetir un mito de origen. No se
entrega al primero que viene porque no quiere un amor sin gloria que no repita
la historia de la reina Margarita a la que le entregan la cabeza de un familiar
lejano.
Ama bajo la forma sublime del superlativo absoluto.
Parece apasionada, romántica, despreciativa del qué dirán de la ley de los
salones pero su deseo, a veces lo contrario de la pasión, está en otra parte.
Estar entre dos mujeres, como sabía Casanova, siempre supone la cabeza en
juego. Estar entre el hacha de Matilde y los arrullos de Madame de Renal y
sobreactuarlas como autenticidad es una tácita condena a muerte. El deseo de
Matilde no es Julián, no el primero que viene sino el advenedizo que encaja a
la perfección en su guión, la farsa que él debe representar para que su
estremecimiento sea total ante su cabeza decapitada “de acuerdo con el tono del
origen” que pavimenta el camino de los futuros demonios.