15.11.12

Heidegger y la decapitación, por Luis Thonis


  


¿Qué es el Dasein? Dasein combina las palabras «ser» (sein) y «ahí» (da), significando «existencia» (por ejemplo, en la frase “Ich bin mit meinem Dasein zufrieden” «Estoy contento con mi existencia»). Para Heidegger designa el modo de existencia del ser humano. Pero hay otra pregunta: ¿puede el Dasein socializarse, volverse comunitario y designar el destino de un pueblo? En el famoso discurso de rectorado Heidegger él no deja dudas: “Saber decidirse por la esencia del ser, de acuerdo con el tono de origen, eso es el espíritu y el mundo espiritual de un pueblo que no es una superestructura cultural como tampoco un arsenal de conocimientos y valores utilizables. Sino que, al contrario, es el poder para poner a prueba las fuerzas que unen a un pueblo con su tierra y su sangre como poder del despertar más íntimo y del estremecimiento más extremo del Dasein.”
Estamos en 1933, con los nazis en el poder y con la constitución de Weimar abolida por Carl Schmitt, que cita a Hegel: "Al pasar del feudalismo al absolutismo la humanidad necesitaba la pólvora del cañón y estaba ahí". No quiero ser un fiscal de Heidegger en cuanto a sus intenciones pero este estremecimiento acerca de la sangre y la tierra cabalga directamente en el contexto que la escribe hacia la celebración del Führerprinzip del nacional socialismo. La Universidad alemana debe afirmarse en la “esencia”, sinonimia de la verdad ante un mundo que padece una ausencia de patria. Retórica de lo sublime y abuso del superlativo absoluto. El pensamiento de Heidegger habla de una impotencia absoluta respecto del origen que sólo puede restituirse a sí mismo como simplicidad bajo la forma de lo sagrado germánico. El Dasein se extiende al pueblo pensado bajo las categorías de lo auténtico y lo inauténtico. Estados Unidos sería el colmo de la inautenticidad como lo es la misma democracia. El "origen" de Estados Unidos, lo que lo constituye como pueblo, no hay que buscarlo en los pasajeros del Virgina sino en su constitución. La Revolución de Hannah Arendt examina detenidamente este proceso.  La entrada de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial  es interpretada como “decadencia” no se sabe respecto de qué origen, supongo que el verdadero de lo sagrado germánico ante lo cual todo es herejía. Deshistorización: el mundo sería un jardín de infantes del Ser si no fuera por el bruto yanqui y la maldición de la técnica. La guerra de agresión de Alemania queda del lado de lo auténtico. De ahí la importancia que tiene Heidegger para la intifada “pacifista” de los pensadores deconstruccionistas posmos, esmerados en constituir al zombie planetario: para Alain Badiou, por ejemplo, el nombre judío es en sí mismo “nazi” y Hitler fue quien mejor lo interpretó, superando a Nabucodonosor. El que ha ido más lejos de todos es Shlomo Sand, profesor judío de la universidad de Tel Aviv –éxito en las librerías–  que lleva la intifada deconstruccionista posmoderna a su punto más sublime: el pueblo judío no existe, es según él una invención de historiadores sionistas, carece de origen, son conversiones de conversiones. Se trata de borrar de un trazo todas las líneas de transmisión confundiendo una religión con una raza, al mejor estilo de D’Elía, a la esencia judía con el nombre judío. No existe la "esencia" judía como tampoco la alemana y de ningún pueblo. Y menos del palestino creado tras la derrota de ese intento de genocidio de los estados árabes luego del la guerra de los Seis Días. Aunque se pretende un nuevo Foucault, lo que dice está en las antípodas de las Lecciones para defender la sociedad, donde Foucault considera el relato hebreo como una "objeción" a todas las babilonias del mundo. Pero precisamente para devenir Babilonia –y Bobilonia– el mundo tiene que suprimir esta "objeción". Si Sand, simpatizante de la cultura de cinturones con bombas, enseñara en Palestina o en cualquier estado arabomusulmán y dijera que Mahoma es una ilusión del desierto sería inmediatamente ejecutado. Lo único que le falta es decir que el Profeta fue anterior a Abraham.
Heidegger opone una buena muerte –heroica, garantía de autenticidad– a una mala muerte, al “se muere” anónimo, inauténtico. La muerte estúpida en la cama que sin embargo garantiza la libertad para los otros. Da cuenta también del antisemitismo, aun bajo una forma no voluntaria. El motivo nunca examinado es que el nombre judío ha ganado la guerra del origen, del origen como multiplicidad y transfinito en acto como lo muestra ese conjunto de transmisiones que se llama “la Biblia”. Por eso la Biblia no tiene ningún lugar en el pensamiento de Heidegger como tampoco la novela que tiene una relación de continuo con ella. Thomas Mann prematuramente captó mucho mejor que Heidegger dónde podía llevar ese estremecimiento donde se piensa al origen como algo puro, ario, y no como algo que puede ser constituido retroactivamente por la literatura: “Los travestismos más indignos de su sueño de una germanidad alta y pura con ese mismo sueño que, en el más inmundo espantapájaros que la historia universal haya engendrado jamás, ven al ‘Salvador’ que un poeta anunció (Stefan George), nadan en un exceso pueril de paralelos místicos e históricos, creen ver en él el regreso de Lucero, el hombre demoníaco impulsado por las oscuras fuerzas populares alemanas y rodean con un aura carismática a un impostor histérico, una lamentable nulidad que supo utilizar el desamparo y los problemas de una época ávida de fe con la astuta obstinación de un demente para elevarse a sí mismo.”
El olfato del novelista es más lúcido que el saber del Dasein del filósofo. Interrumpe la retórica de lo sublime. El Hitler de Thomas Mann está en las antípodas del que exaltan Heidegger y Carl Schmitt con la retórica de lo sublime. Es el Hitler que se negará a escapar cuando la batalla de Berlín porque no quiere “morir como un perro” en las calles mientras que la juventud alemana, niños psicotizados por la Kultur, caen como moscas jurando por él ante el Ejército Rojo. Se dará una muerte auténtica a tono con el origen en su búnker.
Heidegger se quedará sólo con poetas como Hölderlin y Rilke de los que hace lecturas en extremo simplificadas, casi cómicas donde los poemas son aplastados por la fetichización de la lengua alemana: lee siempre la Lengua y no el poema aboliendo el sujeto de enunciación. También hay una esencialización de la guerra que en su caso es un combate contra lo empírico.  En Contribuciones a la cuestión del ser, 1955, escribe: "Esto no es una guerra, sino el polemos, que hace aparecer a los Dioses y a los Hombres, los Libres y los Esclavos, en su esencia respectiva, y que conducen a una dis-putación del Ser (tachado). En comparación con eso, las dos guerras mundiales permanecen superficiales". Lo superlativo produce la esencialización... que acusa que la guerra fue perdida.


La literatura abunda en heroínas y sirenas heideggerianas como Matilde de la Mole en Sthendal, joven aristócrata parisina, que rompe todas las convenciones sociales y no para hasta tener la cabeza de su amante  para repetir un mito de origen. No se entrega al primero que viene porque no quiere un amor sin gloria que no repita la historia de la reina Margarita a la que le entregan la cabeza de un familiar lejano.
Ama bajo la forma sublime del superlativo absoluto. Parece apasionada, romántica, despreciativa del qué dirán de la ley de los salones pero su deseo, a veces lo contrario de la pasión, está en otra parte. Estar entre dos mujeres, como sabía Casanova, siempre supone la cabeza en juego. Estar entre el hacha de Matilde y los arrullos de Madame de Renal y sobreactuarlas como autenticidad es una tácita condena a muerte. El deseo de Matilde no es Julián, no el primero que viene sino el advenedizo que encaja a la perfección en su guión, la farsa que él debe representar para que su estremecimiento sea total ante su cabeza decapitada “de acuerdo con el tono del origen” que pavimenta el camino de los futuros demonios.