El cine no es ni fácil ni difícil,
es.
Me gustaría poder contar de mi
amor por Favio (y digo amor bien adrede porque “yo no admiro, amo”, como dice
él), pero me gustaría contarlo “despacito” porque así cree Favio que es el
tiempo real: despacito y al detalle,
focal. “Me gusta contar la vida como sucede –ha dicho– lentamente.” Y si por
algún motivo me viera llevada a querer gritar –como me pasó de querer gritar la
primera vez que vi El Dependiente porque ese tiempo de flotación entre
Fernández y la Srta.
Plasini no se llenaba con nada, y alguien tenía que llenarlo
para dejar de sentir la angustia del silencio más ruidoso y más pesado y mas
corpóreo y denso que pueda soportar un espectador, un silencio a los gritos,
digamos. Si sintiera la necesidad de pegar el grito de Polín, que es el de la
señorita Plasini y también el nuestro, “gritaría despacito”, como siguiendo el
ritmo lento y espeso y angustiante del tiempo del Patronato de Menores que, en
ese sentido y sólo en ése, tal vez no sea tan distinto del tiempo de cualquier
infancia pueblerina (o al menos local, focalizada, delimitada duramente, como
si vivir fuera vivir en un cuadrito o en un “cuadrado”, como los chicos de Crónica
de un niño solo), vigilada y laxa a la vez y austera, con poquitas cosas
para entretener el tiempo (dos o tres juguetes que se recuerdan para siempre)
porque las muchas cosas y los juguetes sofisticados y la televisión no formaban
parte de la infancia allá en Santa Fe, donde el río estaba tan cerca, donde las
siestas y los patios son dilatados y los
juegos se los inventaba uno. Borges decía “la infancia es tímida” y parece un anacronismo y hasta un disparate
recordarlo en un mundo que aprecia el desenfado de los niños. Borges, en
verdad, hablaba de un modo del tiempo y de la eternidad y también de la
perplejidad: una niñez abandonada a sus propios medios, reconcentrada,
imaginativa y desde luego solitaria, diferente de esas infancias satisfechas de niños glotones que no saben digerir, y van
saltando de un juguete sofisticado a otro
tal como yo imagino que hacían los chicos con plata acá en Buenos Aires.
No, el tiempo de Favio es de digestión lenta, de quien no confunde el
movimiento con el agitar de los brazos, con el estoy tan ocupado mirá, propio
de las cosmópolis y tan poco criollo, tan poco vago y mal entretenido, tan poco
dichoso en su despilfarro. Porque nos guste o no, gastar el tiempo es una
condición del tiempo y por lo mismo alguien puede desear abrir segundos en el
tiempo como si lo pudiera estirar y estirar hasta que reviente. En el cine de
Favio, el cuerpito de un bicho canasto puede dilatarse como si se abriera paso
para crear más tiempo en el tiempo y terminar siendo el Universo, o el
tiempo puede espesarse y hacerse eterno en un gota de saliva de quien juega a
escupir, o quedar capturado en el demoradísimo cruce de miradas entre La Santita y Lucía o, como le
gusta a Favio, puede: “atrapar los tiempos como cuando Gatica tiene el monólogo
final en la cantina yendo y viniendo. Amo esa secuencia. Me duele el vértigo
del sapito de la televisión”. Todo el
universo podría converger en un rostro (“por allí pasa la vida”), pero también
en el repiqueteo de la pelota de cuero que golpea la pared y vuelve a la
zapatilla sucia y regastada que más que volverla a patear la está esperando
precisa para el rebote, automática, o en la bolita que soplamos tirados en el
piso, ahora vos, ahora yo, y la bolita incansable gracias al aliento que le
imprime un movimiento perfecto como el ritmo de un reloj; hasta que en un instante
el universo ya se concentra sólo en el pie o en la bolita y el resto :la
pelota, su trayectoria , la pared, el aliento, los cuerpos incluso, “sobran” ,
son mucha cosa para digerir. Favio, que ha corrido mucho, que ha escapado, que
se ha fugado, no sólo sabe que se corre con la cara como comentó Soriano, sino
que sabe que se corre repiqueteando y rebotando, como si correr fuera una pura
repetición, la insistencia de un ritmo, no un traslado sino un machacar que nos
va llevando lejos a fuerza de insistir. Como esas frases dichas mil veces para
lidiar con la suerte a fuerza de darle y darle, como el “Mañana lo mato” o
“Para el fin de semana compro coche”, pequeñas consignas que se repiten casi
automáticas hasta que la bravuconada se gaste o se cumpla. Que en otro plano es
como decir “Siempre hago la misma película” o siempre tengo la fiebre de mirar
por los barrotes de la ventana chiquita y preguntarme “¡Puta madre! ¿Cómo estoy
acá?”
Favio recuerda el silbato –ese
llamado al orden, esa señal de vigilancia y sometimiento, esa manera de
arrearnos al redil–, como una imagen
privilegiada del Patronato de Menores y es de veras atemorizante en Crónica
de un niño solo, la secuencia del profesor de gimnasia pegando silbatos a lo
loco, con furia, con autoritarismo, mecánico y mortífero y fascista como esos
micrófonos pesados y muy grandes que recuerdo de la escenografía del
Gatica. Creo que ese fascismo a pequeña
escala que produce el ser “sargenteados” debe ser terrible en el Hogar el Alba,
pero no lo es menos en cualquier colegio donde te “verduguean”, porque interrumpir
con un llamado al orden es siempre un sobresalto feroz para quien vive en esa
temporalidad desparramada de las infancias vagas y mal entretenidas, en las que
“sentarse a escuchar el ronroneo de los coleópteros, los moscardones y los
cascarudos que van cruzando el polen de flor en flor”, puede hacernos expertos
en dejarnos llevar por el espesor del tiempo hasta confundirnos con el tiempo,
hasta olvidarnos del tiempo. La infancia es tímida cuando el tiempo se hace
sentir y cada uno se reconcentra sobre sí como formando una escenografía propia
esculpida sobre un tiempo que sobra, pero también es tímida, me parece,
porque aunque Favio dice que hasta los dieciocho años nos creemos inmortales
porque no tenemos conciencia de la muerte, el diablo se cuela por la cerradura
precisamente cuando más inmortales somos, como si nuestra eternidad supiera más
de la eternidad porque está más cerca del Misterio, del Enigma y no sabemos de la Caída. Y es tímida, tal
vez, porque como alguna vez dijo Pasolini –que como Favio no dejaba de subrayar
su timidez– “quizá soy tímido porque desde niño, detrás de cada adulto siempre
veía a un padre o a una madre”. El sentido de lo sagrado es un privilegio, y me gusta asociar la timidez de Favio con
esta reflexión sobre el temor y el temblor del hombre de una fe que, como él ha
dicho “nos salva de la autosuficiencia”. En Santa Fe, cuando mi madre me
presentaba a alguna de sus amigas yo bajaba la cabeza con ganas de salir
corriendo, y todavía recuerdo su “No seas chúcara” y casi no he podido superar
esa actitud arisca de bajar la mirada en una suerte de temor reverencial que,
por caminos raros, ahora sé que me conectaban con algo “superior”, digamos, al
tiempo que mi vida era un estar en vilo,
pendiente del silbato y la burocracia que tiene tantas formas en esta
vida que mejor ni hablar y que incluso puede ser más siniestra si es
silenciosa, como una monja de mi colegio que para llamar al orden aplaudía en
silencio. Agazapada, la muy beata hacía chocar sus manos una sobre otra sin
producir sonido hasta que
advertíamos su presencia, todavía
no sé cómo. Lo hacía para que nuestra
culpa por todo fuera mayor y sonreía con sorna cretina, allí parada golpeando
sin golpear, esperando para que formáramos fila y nos arrodilláramos para poder
controlar el largo del guardapolvo y meternos una amonestación si éramos medio
putitas y el largo no llegaba a rozar el piso. Y el llamado a correr y correr y
el “¿Nunca vas a parar?” dicho a un Polín agotado de dar vueltas pero que sigue
y sigue como un boxeador que no quiere que se pare la pelea.
Así la vida. Nos damos mañas para
entretener el tiempo: la maravillosa secuencia de Crónica de un niño solo
en la que se muestra a los chicos en estado de ocio (los brazos colgando, la
baba cayendo, un pucho que se pasa) se mezcla con el recuerdo de mi padre
cuando me llevaba a pescar mojarritas a la laguna, la vista fija en el corchito
que cuidado no dejes de mirarlo, los ojos clavados ahí en ese pedacito de mundo
que se iba haciendo el mundo entero con su propio espesor de tiempo, y la mirada amplificada que no quiere dejar
pasar el momento exacto en que el corchito se hunde. Hay muchos modos de ser un
caballero de la fe, pero esa extrema concentración que nos pone en contacto con
algo de otra intensidad, como la casi sagrada concentración de Polín intentando embocar el cerrojo con la hebilla
del cinturón, es una escuela excelente para aprender para siempre que no
importa qué cosa se haga sino que se haga bien. Chorro de alma o zapatero o
dueño del fabuloso y mítico quiosquito del que no cesan de salir tesoros, pero de
alma, de alma, sin quedarse llorando por algún otro destino, sin querer
siquiera encontrarle una forma al destino. “Si corrés, no te morís”, como creía
el niño allá en Luján de Cuyo, simplemente.
Alguna vez Favio comentó que en el
Patronato, en esos tiempos muertos de la nadería, la infancia se desperdiciaba.
Yo creo que se derrochaba y que así es la vida también; y pienso que si
Favio se diferencia todo el tiempo de los “agazapados” es porque los agazapados
no pueden derrochar ni desperdiciar y pertenecen a esa calaña de ávidos y glotones,
incapaces de desentenderse de la manía de aprovechar, de capitalizar, de guardar,
de reservar. Gente que “compra los muebles antes de casarse” ignorantes de que
no se puede pedirle una cita a la muerte ni la muerte nos pide un día
libre.
Tal vez la broma no acaba nunca y
los agazapados de hoy se ingeniaban desde chiquitos para no desperdiciar el
tiempo, para llenarse los bolsillos y aprovecharlo como si fuera un bien que se
puede acumular para cuando no haya y así, de a poquito, se les hizo el hábito
de sentir que el mundo está en deuda con ellos y tiene que proveerlos. Hay
gente que se inventa su vida y hay otros que le piden al mundo su galas para
poder tener una. En cambio, creo que las vidas nunca satisfechas, las vidas de
los que “no se la creen”, provienen de una niñez que va haciendo de la timidez
su castillo y transcurren en un tiempo hecho de ignorancias y creencias que
ojalá no se muriera a manos del hombre de la astucia práctica, el “agazapado”,
el que cree que la vida es una cuestión de cálculo y no de instinto y fiebre:
de mucha fiebre. ¡Qué asco le tiene Favio a los agazapados, a lo agazapado,
a lo que se reserva y pega el salto con oportunismo! No sé si la palabra es
asco, porque Favio no juzga y eso es fundamental en su manera de vivir. Favio
ama, ama hasta al último extra, por ejemplo, y no les gusta la palabra “extra”
porque cada vida es demasiado importante para considerarla “extra” y, para el
caso, ama sin lugar a dudas a ese agazapado torpe y vacilante que es el Sr.
Fernández, un agazapado indeciso y culposo que a falta de un credo quiere ser
rotario, es decir “propietario”. No sé si la palabra es “asco”, pero su
sentimiento por los agazapados tiene el gusto de la muerte aunque el veneno no
tenga olor. Algunos se buscan la vida del lado de la oportunidad y otros son
oportunistas. No es un juego de palabras: son dos actitudes opuestas, dos
maneras diferentes de concebir las cosas. Un modo está atento al milagro y al
“a cada hora su afán”, y disfruta la felicidad del instante; el otro está
sujeto a la aridez de la premeditación y al ansia de dominio y excluye el
milagro, el azar, lo eventual. Y no importa si como dice Favio “suelto la paloma
pero no me voy con ella”, importa que la soltemos, simplemente.
El
tiempo de los agazapados es lamentablemente lineal y cronológico, un
tiempo que no se siente (así de emboscado viene) como el tiempo encubiertamente
mortuorio de los relojes de ahora.
“Hace poco me compré un
despertador antiguo para oír por las noche el sonido que recuerdo de los
relojes de mi infancia: cli-clac, clic-clac, porque los despertadores de ahora
son mudos, te traen la hora silenciosos, agazapados, como sabiendo que
te llevan a la muerte. En cambio éstos no. ¿Ves? Clic-clac, clic-clac: es como
si te anunciaran la vida, como si te dijeran que tenés que estar contento, que
estás vivo.”
Favio preserva el espesor del
tiempo –después de todo es la materia de la que estamos hechos– en una época
acelerada en la que la gente no sólo no se toma tiempo para agradecer y afirmar
la vida en detalle, sino que ni se toma tiempo para sufrir, ni para compartir,
al borde de la ensoñación, las ganas de “tener tiempo para tomar mate con el
abuelito en el cementerio allá en Mendoza”, que dicho así ya es toda una
película de Favio que transcurre en una escenografía en la que lo local ya es
universal y hasta los vivos y los muertos pueden convivir con el cielo al
alcance de la mano.
FOTOS ART
Favio cuenta –“pillado” desde la
cuna (un “chico con gracia”), bromista, también– que su primera obra es una
foto artística que él mismo pergeñó como autorretrato, allá en su infancia, en la casa de
fotografías del pueblo. La casa se llamaba Foto Art y ahí se disparó la
imaginación. Enganchado con eso de “art”, que ligó rápida y obviamente a
“artística”, se presentó a averiguar y dijo que quería una foto, artística,
de su persona. Como el fotógrafo objetó su idea primitiva de aparecer
recitando, alegando que la foto iba a
salir movida, Favio decidió componer una distinta, en la que él aparecía con
una vela que iluminaba un libro y posaba
con un dedo en la sien como pensando.
¡Hay qué llegar a tener ese
recuerdo!
Si, de veras que hay que ser un extraordinario
transformista y creador de la propia vida para tener ese recuerdo. Y no porque
el recuerdo no haya sido verdadero y menos por esa banalidad estilo “Favio
mejora sus recuerdos”. No se trata ni de verdad ni de falsedad, ni de retoques
a la vida que nos tocó: menos. Se trata, en verdad, de no pensar que “nos tocó”
una vida, sino de crear y elegir los recuerdos que van a ir haciendo de nuestra
vida algo único, singular. Todos los recuerdos de Favio son verdaderos porque
son creaciones, elecciones de estilo, digamos. Favio lo hace explícito cuando
cuenta que en el Hogar El Alba había dos hermanas que eran celadoras. Una muy
hermosa y alegre y otra “que le pegaba con una regla en el culo”. “Yo elegí
recordar a la que era hermosa”, comenta. Y agrega: “Me gusta la gente que se
crea un estilo de vida”. “Una cosa es el recuerdo y otra el archivo”, piensa,
sin confundir los recuerdos estilo ropa colgada en el tendedero con ese poder
creador que llamamos recuerdo y que no está en el pasado sino en el
presente.
Favio ha dicho que no considera
demasiado importante la entrada a esta película que es la vida, es decir que no
la considera importante en sí misma sino en cuanto a la singularidad que esa
vida pueda manifestar. No importa si se es cineasta, zapatero o panadero o se
tiene un quiosquito, lo que importa es que hagamos lo mejor posible eso
que va a hacernos excepcionales. Y sin
trampas, sin ser unos “agazapados”, sabiendo “si dimos el caramelo más chico o
el más grande”.
Para tener esos recuerdos hay que
saber darle a la propia vida un caramelo tan grande como para recordar el día
que volvió a su casa furioso, a los gritos y en llanto, porque a través de un
amigo se había enterado de que las madres no eran vírgenes. Y entonces se largó
a reprocharle a la suya con frases
desesperadas (se trataba de una revelación) “Usted se acostó con mi papá”...
“Usted se acostó con mi papá”. Todo Favio,
con su amor por la
Virgen pero también por la redimida esposa de Cristo María
Magdalena (sus “putitas” de Mendoza) parecen ya contenido y casi destilado en
esa perfomance alucinada. Como si ese niño hubiera podido decir ya
entonces ¿Por qué no me morí?”, como el
Aniceto traicionado por Lucia que no es putita (como su recordada
Boliviana) ni Santa como la Virgen , sino una mujer que
puede hacer mal, una yegua, en su idioma.
Pero Favio no es sólo creador de
recuerdos sino que dispone de una
habilidad más enigmática, más cercana al arte según mi entender, más
afortunada, menos electiva, dispone de una inmensa libertad para tratar con la
creencia, el malentendido, el equívoco, el
error, el mito, cosa mucho más difícil que llegar a saber algo, porque
la ignorancia, el desconocimiento, la perplejidad no parecen cosas que se
puedan elegir ni aprender. Sin embargo, Favio ha dicho “es mejor no conocer
tanto”, lo que me hace pensar que tal vez hasta nuestra ignorancia y nuestras
pifiadas tienen algo de elegido, como si
también nos fugáramos de los rostros arteros, mezquinos y retorcidos de los
Doctos que miran a Jesús en el cuadro de Durero, con falsía. “Favio, por suerte
no es un intelectual” ha dicho de sí, y tal vez ése es el carozo de su genio:
recordarnos que siempre estamos al borde de esa ignorancia de la infancia, de
esa torpeza, de ese salvajismo, de esa profunda libertad que todavía no sabe de
sí demasiado.
Cuando yo estaba en la escuela
primaria la maestra preguntó cómo se le decía a la persona a quien se le había
muerto el papá y la mamá. Yo, levanté la mano contenta de saberlo y dije :
guacho. El silencio fue mortal, al menos para mí, porque todo se había hecho
negro, había quedado al descubierto no sólo mi ignorancia sino algo más: mi manera
de escuchar, de creer, de torcer lo que era, de distorsionar, de trasponer.
Recibí el consabido “Guachos son los animales” y mi vergüenza fue enorme.
Pero hasta el día de hoy bendigo
esa ignorancia, porque a mí me parecía que “guacho” era más correcto aunque
estuviera “equivocado”, pero como el manto bochornoso del error cayó sobre mí
–la infancia es tímida– no pude decir
que “huérfano” era una palabra tan elegante, tan inadecuada y sosa para
referirse a alguien sin padre ni madre, para nombrar un dolor que ni podía
imaginar, pero que reservaba para la gente terriblemente desdichada, para la
gente “guacha”.
No sé si cuando Favio le dijo a un
médico que le dolían “los ovarios”, para no decir “los huevos” (porque le
parecía feo) y “testículos tienen los animales”, estaba en mi exacta situación,
pero sí estoy segura que no hay nada mas saludable que un buen error, una buena
pifiada, un descuido, una ignorancia disparatada que nos hace conocer las cosas
por otras vías. Si Favio hubiera dicho testículos o huevos, o si yo hubiera
dicho huérfano, se hubiera acabado la gracia, no hubiera pasado nada,
estrictamente. Es en la eventualidad perfecta de esas torpezas, de esas
distracciones, de esos desvíos, donde el malentendido feliz tiene más
chances.
PASARSE LA POSTA DE ALGO QUE NOS
HACE BIEN AL ALMA.
Favio dice “siempre me inhibió lo
puro”, al tiempo que se refiere con inmenso
amor y alegría a sus recuerdos de las “putitas” allá en Mendoza, especialmente,
donde el aire es tan puro, tan puro, que devuelve los olores, no como Buenos
Aires, acá, que huele a nada. Allá donde
los olores y los ruidos son un don que el aire puro no espesa ni oculta en la
asquerosa humedad portuaria. Tal vez lo puro nos inhiba, sencillamente porque
no es humano y tiene el rostro liso, llano, sin ninguna herida. Y, aunque no
tengo brújula en estos temas, creo que un católico ama lo impuro porque en ese
bodrio que es el hombre se pone a prueba la virtud cristiana por excelencia: el
amor. Cuando un hombre del genio de Favio, que puede ir de lo más concreto a lo
mas abstracto casi con brutalidad,
manifiesta: “Uno tiene que hacer su obra sin pudor, sin medir cada paso
que da. Uno podría decir que cambiarle la letra a Rigoletto (en Nazareno) es una irreverencia total, pero pienso que todo es válido... Tenés
que apelar a todo... tenés que ser impudoroso... Si lo hacés bien podes hacer
todo. Como dice San Agustín “Ama y haz lo que quieras” y el cine es un acto de
amor”; deberíamos tomar el amor impudoroso como libertad pura y entender que
para la fantástica libertad del gusto, no hay jerarquías ni valores previos al
momento de cazar al vuelo la oportunidad de afirmar que eso nos gusta, y
no importa de dónde proviene, ni si es propio o ajeno, o culto o popular o bueno
o malo. “No soy tímido en el cine”, ha aclarado, “soy tímido en la vida” y la
aclaración refuerza que si el cine de Favio y sus canciones son pura libertad
es porque hay un hombre tímido que se toma muy en serio los privilegios de esa
libertad. Ser libre no es cagarse en todo: al contrario. Favio es un hombre que
no le hace asco a nada y que se preocupa por el amor que es siempre concreto
aunque aspire a lo universal, lo que suena o muy moderno o muy antiguo según cómo
se vea, pero que no goza de prestigio entre los intelectuales que son más dados al juicio, a la
responsabilidad, a la opción, a las causas generales donde el hombre queda perdido
y chiquitito, pero no por su propia conciencia de finitud y de eventualidad,
sino perdido como si su singularidad
importara un carajo. “Pasar la posta de algo que nos hace bien al Alma”
dice Favio, como las mujeres de la casa allá en Mendoza pasaban los dedos por
las cuentas del rosario y el murmullo de las voces creaba un espacio y un
tiempo propio, una red de intercambio de cosas buenas para el alma.
Entre los estudiosos
actuales, lo “impuro” (pongamos Vivaldi
y la cumbia, por ejemplo) no asusta a nadie, está de moda incluso, y los más avezados se llenan la boca con sus
elogios a las estéticas de la mezcla, de lo diverso, de lo múltiple, por lo
cual Leonardo Favio puede ser un objeto de culto y presidir con algunos de sus
films y con su vida entera el panteón de la libertad de la mezcla. Pero estas
especulaciones teóricas no tienen importancia ya que no están confrontadas en
ninguna experiencia de vida, no están sostenidas en una vida a la altura de esa
libertad y, según parece que van las cosas, dentro de poco habrá muchos libros
o muchos cuadros o muchas películas, pero ninguna existencia para vivir esa
impureza brutal que es la vida y, no juzgarla, afirmarla y, aún, crearla, como
ha hecho Leonardo Favio.
Una vez un madrileño me dijo que
había estado en Méjico y que todo le había resultado medio fuerte. “Méjico es
mucho Méjico”, agregó. Me dio mucha risa esa frase y cuando me puse a escribir
sobre Favio la frase volvía, insistía: “Favio es mucho Favio”, mientras
recordaba que él había inspirado algunas de mis modestas fotos art, ésas que
constituyen mi vida y no figuran acá. Me animo a confesar una. En el año 70 y
pico me casé en Santa Fe siendo muy joven, por Iglesia, de largo, todo muy formal aunque no habíamos comprado
los muebles antes. Se me ocurrió –no tengo idea cómo llegué hasta ahí pero sé
que amaba esa música– pedirle a un grupo de integrantes del coro polifónico y a
un amigo pianista que, en vez de la clásica marcha nupcial, ejecutaran la música del Moreira, pese a los reparos que
ya había puesto el padre de la
Iglesia del Carmen cuando le pedí autorización. Los músicos
se lanzaron como locos y fue maravilloso. El casamiento ése terminó mal, pero
como los recuerdos se eligen, recuerdo la música del Moreira que para mí
era sinónimo de Favio y vuelven
esa libertad y esa alegría que hacen bien al Alma.
Nota: Los
dichos y anécdotas de Leonardo Favio recordados en este trabajo están tomados
de distintos reportajes al autor y tramados con
parlamentos de sus películas. Especialmente agradezco el extenso
reportaje de Adriana Schettini publicado como libro por editorial Sudamericana
con el título Pasen y vean. En cuanto a sus películas me he concentrado
especialmente en Crónica, El Aniceto y El dependiente sin dejar de recordar muchas cosas de Nazareno, Moreira, Soñar-soñar y el
Gatica.
Este texto fue publicado inicialmente en Favio. Sinfonía de un sentimiento. Malba, 2007.