9.11.12

BUSCARSE LA VIDA EN TIEMPO REAL, por Milita Molina




El cine no es ni fácil ni difícil, es.


Me gustaría poder contar de mi amor por Favio (y digo amor bien adrede porque “yo no admiro, amo”, como dice él), pero me gustaría contarlo “despacito” porque así cree Favio que es el tiempo real: despacito y  al detalle, focal. “Me gusta contar la vida como sucede –ha dicho– lentamente.” Y si por algún motivo me viera llevada a querer gritar –como me pasó de querer gritar la primera vez que vi El Dependiente porque ese tiempo de flotación entre Fernández y la Srta. Plasini no se llenaba con nada, y alguien tenía que llenarlo para dejar de sentir la angustia del silencio más ruidoso y más pesado y mas corpóreo y denso que pueda soportar un espectador, un silencio a los gritos, digamos. Si sintiera la necesidad de pegar el grito de Polín, que es el de la señorita Plasini y también el nuestro, “gritaría despacito”, como siguiendo el ritmo lento y espeso y angustiante del tiempo del Patronato de Menores que, en ese sentido y sólo en ése, tal vez no sea tan distinto del tiempo de cualquier infancia pueblerina (o al menos local, focalizada, delimitada duramente, como si vivir fuera vivir en un cuadrito o en un “cuadrado”, como los chicos de Crónica de un niño solo), vigilada y laxa a la vez y austera, con poquitas cosas para entretener el tiempo (dos o tres juguetes que se recuerdan para siempre) porque las muchas cosas y los juguetes sofisticados y la televisión no formaban parte de la infancia allá en Santa Fe, donde el río estaba tan cerca, donde las siestas y los patios son dilatados y  los juegos se los inventaba uno. Borges decía “la infancia es tímida”  y parece un anacronismo y hasta un disparate recordarlo en un mundo que aprecia el desenfado de los niños. Borges, en verdad, hablaba de un modo del tiempo y de la eternidad y también de la perplejidad: una niñez abandonada a sus propios medios, reconcentrada, imaginativa y desde luego solitaria, diferente de esas infancias satisfechas  de niños glotones que no saben digerir, y van saltando de un juguete sofisticado a otro  tal como yo imagino que hacían los chicos con plata acá en Buenos Aires. No, el tiempo de Favio es de digestión lenta, de quien no confunde el movimiento con el agitar de los brazos, con el estoy tan ocupado mirá, propio de las cosmópolis y tan poco criollo, tan poco vago y mal entretenido, tan poco dichoso en su despilfarro. Porque nos guste o no, gastar el tiempo es una condición del tiempo y por lo mismo alguien puede desear abrir segundos en el tiempo como si lo pudiera estirar y estirar hasta que reviente. En el cine de Favio, el cuerpito de un bicho canasto puede dilatarse como si se abriera paso para crear más tiempo en el tiempo y terminar siendo el Universo, o el tiempo puede espesarse y hacerse eterno en un gota de saliva de quien juega a escupir, o quedar capturado en el demoradísimo cruce de miradas entre La Santita y Lucía o, como le gusta a Favio, puede: “atrapar los tiempos como cuando Gatica tiene el monólogo final en la cantina yendo y viniendo. Amo esa secuencia. Me duele el vértigo del sapito de la televisión”.  Todo el universo podría converger en un rostro (“por allí pasa la vida”), pero también en el repiqueteo de la pelota de cuero que golpea la pared y vuelve a la zapatilla sucia y regastada que más que volverla a patear la está esperando precisa para el rebote, automática, o en la bolita que soplamos tirados en el piso, ahora vos, ahora yo, y la bolita incansable gracias al aliento que le imprime un movimiento perfecto como el ritmo de un reloj; hasta que en un instante el universo ya se concentra sólo en el pie o en la bolita y el resto :la pelota, su trayectoria , la pared, el aliento, los cuerpos incluso, “sobran” , son mucha cosa para digerir. Favio, que ha corrido mucho, que ha escapado, que se ha fugado, no sólo sabe que se corre con la cara como comentó Soriano, sino que sabe que se corre repiqueteando y rebotando, como si correr fuera una pura repetición, la insistencia de un ritmo, no un traslado sino un machacar que nos va llevando lejos a fuerza de insistir. Como esas frases dichas mil veces para lidiar con la suerte a fuerza de darle y darle, como el “Mañana lo mato” o “Para el fin de semana compro coche”, pequeñas consignas que se repiten casi automáticas hasta que la bravuconada se gaste o se cumpla. Que en otro plano es como decir “Siempre hago la misma película” o siempre tengo la fiebre de mirar por los barrotes de la ventana chiquita y preguntarme “¡Puta madre! ¿Cómo estoy acá?”  
Favio recuerda el silbato –ese llamado al orden, esa señal de vigilancia y sometimiento, esa manera de arrearnos al redil–, como una imagen  privilegiada del Patronato de Menores y es de veras atemorizante en Crónica de un niño solo, la secuencia del profesor de gimnasia pegando silbatos a lo loco, con furia, con autoritarismo, mecánico y mortífero y fascista como esos micrófonos pesados y muy grandes que recuerdo de la escenografía del Gatica.  Creo que ese fascismo a pequeña escala que produce el ser “sargenteados” debe ser terrible en el Hogar el Alba, pero no lo es menos en cualquier colegio donde te “verduguean”, porque interrumpir con un llamado al orden es siempre un sobresalto feroz para quien vive en esa temporalidad desparramada de las infancias vagas y mal entretenidas, en las que “sentarse a escuchar el ronroneo de los coleópteros, los moscardones y los cascarudos que van cruzando el polen de flor en flor”, puede hacernos expertos en dejarnos llevar por el espesor del tiempo hasta confundirnos con el tiempo, hasta olvidarnos del tiempo. La infancia es tímida cuando el tiempo se hace sentir y cada uno se reconcentra sobre sí como formando una escenografía propia esculpida sobre un tiempo que sobra, pero también es tímida, me parece, porque aunque Favio dice que hasta los dieciocho años nos creemos inmortales porque no tenemos conciencia de la muerte, el diablo se cuela por la cerradura precisamente cuando más inmortales somos, como si nuestra eternidad supiera más de la eternidad porque está más cerca del Misterio, del Enigma y no sabemos de la Caída. Y es tímida, tal vez, porque como alguna vez dijo Pasolini –que como Favio no dejaba de subrayar su timidez– “quizá soy tímido porque desde niño, detrás de cada adulto siempre veía a un padre o a una madre”. El sentido de lo sagrado es un privilegio,  y me gusta asociar la timidez de Favio con esta reflexión sobre el temor y el temblor del hombre de una fe que, como él ha dicho “nos salva de la autosuficiencia”. En Santa Fe, cuando mi madre me presentaba a alguna de sus amigas yo bajaba la cabeza con ganas de salir corriendo, y todavía recuerdo su “No seas chúcara” y casi no he podido superar esa actitud arisca de bajar la mirada en una suerte de temor reverencial que, por caminos raros, ahora sé que me conectaban con algo “superior”, digamos, al tiempo que mi vida era un estar en vilo,  pendiente del silbato y la burocracia que tiene tantas formas en esta vida que mejor ni hablar y que incluso puede ser más siniestra si es silenciosa, como una monja de mi colegio que para llamar al orden aplaudía en silencio. Agazapada, la muy beata hacía chocar sus manos una sobre otra sin producir sonido hasta que  advertíamos  su presencia, todavía no sé cómo. Lo hacía  para que nuestra culpa por todo fuera mayor y sonreía con sorna cretina, allí parada golpeando sin golpear, esperando para que formáramos fila y nos arrodilláramos para poder controlar el largo del guardapolvo y meternos una amonestación si éramos medio putitas y el largo no llegaba a rozar el piso. Y el llamado a correr y correr y el “¿Nunca vas a parar?” dicho a un Polín agotado de dar vueltas pero que sigue y sigue como un boxeador que no quiere que se pare la pelea.
Así la vida. Nos damos mañas para entretener el tiempo: la maravillosa secuencia de Crónica de un niño solo en la que se muestra a los chicos en estado de ocio (los brazos colgando, la baba cayendo, un pucho que se pasa) se mezcla con el recuerdo de mi padre cuando me llevaba a pescar mojarritas a la laguna, la vista fija en el corchito que cuidado no dejes de mirarlo, los ojos clavados ahí en ese pedacito de mundo que se iba haciendo el mundo entero con su propio espesor de tiempo, y  la mirada amplificada que no quiere dejar pasar el momento exacto en que el corchito se hunde. Hay muchos modos de ser un caballero de la fe, pero esa extrema concentración que nos pone en contacto con algo de otra intensidad, como la casi sagrada concentración de Polín  intentando embocar el cerrojo con la hebilla del cinturón, es una escuela excelente para aprender para siempre que no importa qué cosa se haga sino que se haga bien. Chorro de alma o zapatero o dueño del fabuloso y mítico quiosquito del que no cesan de salir tesoros, pero de alma, de alma, sin quedarse llorando por algún otro destino, sin querer siquiera encontrarle una forma al destino. “Si corrés, no te morís”, como creía el niño allá en Luján de Cuyo, simplemente.
Alguna vez Favio comentó que en el Patronato, en esos tiempos muertos de la nadería, la infancia se desperdiciaba. Yo creo que se derrochaba y que así es la vida también; y pienso que si Favio se diferencia todo el tiempo de los “agazapados” es porque los agazapados no pueden derrochar ni desperdiciar y pertenecen a esa calaña de ávidos y glotones, incapaces de desentenderse de la manía de aprovechar, de capitalizar, de guardar, de reservar. Gente que “compra los muebles antes de casarse” ignorantes de que no se puede pedirle una cita a la muerte ni la muerte nos pide un día libre.      
Tal vez la broma no acaba nunca y los agazapados de hoy se ingeniaban desde chiquitos para no desperdiciar el tiempo, para llenarse los bolsillos y aprovecharlo como si fuera un bien que se puede acumular para cuando no haya y así, de a poquito, se les hizo el hábito de sentir que el mundo está en deuda con ellos y tiene que proveerlos. Hay gente que se inventa su vida y hay otros que le piden al mundo su galas para poder tener una. En cambio, creo que las vidas nunca satisfechas, las vidas de los que “no se la creen”, provienen de una niñez que va haciendo de la timidez su castillo y transcurren en un tiempo hecho de ignorancias y creencias que ojalá no se muriera a manos del hombre de la astucia práctica, el “agazapado”, el que cree que la vida es una cuestión de cálculo y no de instinto y fiebre: de mucha fiebre. ¡Qué asco le tiene Favio a los agazapados, a lo agazapado, a lo que se reserva y pega el salto con oportunismo! No sé si la palabra es asco, porque Favio no juzga y eso es fundamental en su manera de vivir. Favio ama, ama hasta al último extra, por ejemplo, y no les gusta la palabra “extra” porque cada vida es demasiado importante para considerarla “extra” y, para el caso, ama sin lugar a dudas a ese agazapado torpe y vacilante que es el Sr. Fernández, un agazapado indeciso y culposo que a falta de un credo quiere ser rotario, es decir “propietario”. No sé si la palabra es “asco”, pero su sentimiento por los agazapados tiene el gusto de la muerte aunque el veneno no tenga olor. Algunos se buscan la vida del lado de la oportunidad y otros son oportunistas. No es un juego de palabras: son dos actitudes opuestas, dos maneras diferentes de concebir las cosas. Un modo está atento al milagro y al “a cada hora su afán”, y disfruta la felicidad del instante; el otro está sujeto a la aridez de la premeditación y al ansia de dominio y excluye el milagro, el azar, lo eventual. Y no importa si como dice Favio “suelto la paloma pero no me voy con ella”, importa que la soltemos, simplemente.
El  tiempo de los agazapados es lamentablemente lineal y cronológico, un tiempo que no se siente (así de emboscado viene) como el tiempo encubiertamente mortuorio de los relojes de ahora.
“Hace poco me compré un despertador antiguo para oír por las noche el sonido que recuerdo de los relojes de mi infancia: cli-clac, clic-clac, porque los despertadores de ahora son mudos, te traen la hora silenciosos, agazapados, como sabiendo que te llevan a la muerte. En cambio éstos no. ¿Ves? Clic-clac, clic-clac: es como si te anunciaran la vida, como si te dijeran que tenés que estar contento, que estás vivo.”

Favio preserva el espesor del tiempo –después de todo es la materia de la que estamos hechos– en una época acelerada en la que la gente no sólo no se toma tiempo para agradecer y afirmar la vida en detalle, sino que ni se toma tiempo para sufrir, ni para compartir, al borde de la ensoñación, las ganas de “tener tiempo para tomar mate con el abuelito en el cementerio allá en Mendoza”, que dicho así ya es toda una película de Favio que transcurre en una escenografía en la que lo local ya es universal y hasta los vivos y los muertos pueden convivir con el cielo al alcance de la mano.

FOTOS ART

Favio cuenta –“pillado” desde la cuna (un “chico con gracia”), bromista, también– que su primera obra es una foto artística que él mismo pergeñó como autorretrato,  allá en su infancia, en la casa de fotografías del pueblo. La casa se llamaba Foto Art y ahí se disparó la imaginación. Enganchado con eso de “art”, que ligó rápida y obviamente a “artística”, se presentó a averiguar y dijo que quería una foto, artística, de su persona. Como el fotógrafo objetó su idea primitiva de aparecer recitando, alegando que  la foto iba a salir movida, Favio decidió componer una distinta, en la que él aparecía con una vela que iluminaba un libro y  posaba con un dedo en la sien como pensando.
¡Hay qué llegar a tener ese recuerdo!
Si, de veras que hay que ser un extraordinario transformista y creador de la propia vida para tener ese recuerdo. Y no porque el recuerdo no haya sido verdadero y menos por esa banalidad estilo “Favio mejora sus recuerdos”. No se trata ni de verdad ni de falsedad, ni de retoques a la vida que nos tocó: menos. Se trata, en verdad, de no pensar que “nos tocó” una vida, sino de crear y elegir los recuerdos que van a ir haciendo de nuestra vida algo único, singular. Todos los recuerdos de Favio son verdaderos porque son creaciones, elecciones de estilo, digamos. Favio lo hace explícito cuando cuenta que en el Hogar El Alba había dos hermanas que eran celadoras. Una muy hermosa y alegre y otra “que le pegaba con una regla en el culo”. “Yo elegí recordar a la que era hermosa”, comenta. Y agrega: “Me gusta la gente que se crea un estilo de vida”. “Una cosa es el recuerdo y otra el archivo”, piensa, sin confundir los recuerdos estilo ropa colgada en el tendedero con ese poder creador que llamamos recuerdo y que no está en el pasado sino en el presente.
Favio ha dicho que no considera demasiado importante la entrada a esta película que es la vida, es decir que no la considera importante en sí misma sino en cuanto a la singularidad que esa vida pueda manifestar. No importa si se es cineasta, zapatero o panadero o se tiene un quiosquito, lo que importa es que hagamos lo mejor posible eso que va a hacernos excepcionales.  Y sin trampas, sin ser unos “agazapados”, sabiendo “si dimos el caramelo más chico o el más grande”. 
Para tener esos recuerdos hay que saber darle a la propia vida un caramelo tan grande como para recordar el día que volvió a su casa furioso, a los gritos y en llanto, porque a través de un amigo se había enterado de que las madres no eran vírgenes. Y entonces se largó a reprocharle a la suya con  frases desesperadas (se trataba de una revelación) “Usted se acostó con mi papá”... “Usted se acostó con mi papá”. Todo Favio,  con su amor por la Virgen pero también por la redimida esposa de Cristo María Magdalena (sus “putitas” de Mendoza) parecen ya contenido y casi destilado en esa perfomance alucinada. Como si ese niño hubiera podido decir ya entonces  ¿Por qué no me morí?”, como el Aniceto traicionado por Lucia que no es putita (como su recordada Boliviana)  ni Santa como la Virgen, sino una mujer que puede hacer mal, una yegua, en su idioma.

Pero Favio no es sólo creador de recuerdos  sino que dispone de una habilidad más enigmática, más cercana al arte según mi entender, más afortunada, menos electiva, dispone de una inmensa libertad para tratar con la creencia, el malentendido, el equívoco, el  error, el mito, cosa mucho más difícil que llegar a saber algo, porque la ignorancia, el desconocimiento, la perplejidad no parecen cosas que se puedan elegir ni aprender. Sin embargo, Favio ha dicho “es mejor no conocer tanto”, lo que me hace pensar que tal vez hasta nuestra ignorancia y nuestras pifiadas tienen algo  de elegido, como si también nos fugáramos de los rostros arteros, mezquinos y retorcidos de los Doctos que miran a Jesús en el cuadro de Durero, con falsía. “Favio, por suerte no es un intelectual” ha dicho de sí, y tal vez ése es el carozo de su genio: recordarnos que siempre estamos al borde de esa ignorancia de la infancia, de esa torpeza, de ese salvajismo, de esa profunda libertad que todavía no sabe de sí demasiado.
Cuando yo estaba en la escuela primaria la maestra preguntó cómo se le decía a la persona a quien se le había muerto el papá y la mamá. Yo, levanté la mano contenta de saberlo y dije : guacho. El silencio fue mortal, al menos para mí, porque todo se había hecho negro, había quedado al descubierto no sólo mi ignorancia sino algo más: mi manera de escuchar, de creer, de torcer lo que era, de distorsionar, de trasponer. Recibí el consabido “Guachos son los animales” y mi vergüenza fue enorme.
Pero hasta el día de hoy bendigo esa ignorancia, porque a mí me parecía que “guacho” era más correcto aunque estuviera “equivocado”, pero como el manto bochornoso del error cayó sobre mí –la infancia es tímida–  no pude decir que “huérfano” era una palabra tan elegante, tan inadecuada y sosa para referirse a alguien sin padre ni madre, para nombrar un dolor que ni podía imaginar, pero que reservaba para la gente terriblemente desdichada, para la gente “guacha”.
No sé si cuando Favio le dijo a un médico que le dolían “los ovarios”, para no decir “los huevos” (porque le parecía feo) y “testículos tienen los animales”, estaba en mi exacta situación, pero sí estoy segura que no hay nada mas saludable que un buen error, una buena pifiada, un descuido, una ignorancia disparatada que nos hace conocer las cosas por otras vías. Si Favio hubiera dicho testículos o huevos, o si yo hubiera dicho huérfano, se hubiera acabado la gracia, no hubiera pasado nada, estrictamente. Es en la eventualidad perfecta de esas torpezas, de esas distracciones, de esos desvíos, donde el malentendido feliz tiene más chances.     

PASARSE LA POSTA DE ALGO QUE NOS HACE BIEN AL ALMA.

Favio dice “siempre me inhibió lo puro”,  al tiempo que se refiere con inmenso amor y alegría a sus recuerdos de las “putitas” allá en Mendoza, especialmente, donde el aire es tan puro, tan puro, que devuelve los olores, no como Buenos Aires, acá, que huele a nada.  Allá donde los olores y los ruidos son un don que el aire puro no espesa ni oculta en la asquerosa humedad portuaria. Tal vez lo puro nos inhiba, sencillamente porque no es humano y tiene el rostro liso, llano, sin ninguna herida. Y, aunque no tengo brújula en estos temas, creo que un católico ama lo impuro porque en ese bodrio que es el hombre se pone a prueba la virtud cristiana por excelencia: el amor. Cuando un hombre del genio de Favio, que puede ir de lo más concreto a lo mas abstracto casi con brutalidad,  manifiesta: “Uno tiene que hacer su obra sin pudor, sin medir cada paso que da. Uno podría decir que cambiarle la letra a Rigoletto (en Nazareno) es una irreverencia  total, pero pienso que todo es válido... Tenés que apelar a todo... tenés que ser impudoroso... Si lo hacés bien podes hacer todo. Como dice San Agustín “Ama y haz lo que quieras” y el cine es un acto de amor”; deberíamos tomar el amor impudoroso como libertad pura y entender que para la fantástica libertad del gusto, no hay jerarquías ni valores previos al momento de cazar al vuelo la oportunidad de afirmar que eso nos gusta, y no importa de dónde proviene, ni si es propio o ajeno, o culto o popular o bueno o malo. “No soy tímido en el cine”, ha aclarado, “soy tímido en la vida” y la aclaración refuerza que si el cine de Favio y sus canciones son pura libertad es porque hay un hombre tímido que se toma muy en serio los privilegios de esa libertad. Ser libre no es cagarse en todo: al contrario. Favio es un hombre que no le hace asco a nada y que se preocupa por el amor que es siempre concreto aunque aspire a lo universal, lo que suena o muy moderno o muy antiguo según cómo se vea, pero que no goza de prestigio entre los intelectuales que  son más dados al juicio, a la responsabilidad, a la opción, a las causas generales donde el hombre queda perdido y chiquitito, pero no por su propia conciencia de finitud y de eventualidad, sino perdido como si su singularidad  importara un carajo. “Pasar la posta de algo que nos hace bien al Alma” dice Favio, como las mujeres de la casa allá en Mendoza pasaban los dedos por las cuentas del rosario y el murmullo de las voces creaba un espacio y un tiempo propio, una red de intercambio de cosas buenas para el alma.
Entre los estudiosos actuales,  lo “impuro” (pongamos Vivaldi y la cumbia, por ejemplo) no asusta a nadie, está de moda incluso,  y los más avezados se llenan la boca con sus elogios a las estéticas de la mezcla, de lo diverso, de lo múltiple, por lo cual Leonardo Favio puede ser un objeto de culto y presidir con algunos de sus films y con su vida entera el panteón de la libertad de la mezcla. Pero estas especulaciones teóricas no tienen importancia ya que no están confrontadas en ninguna experiencia de vida, no están sostenidas en una vida a la altura de esa libertad y, según parece que van las cosas, dentro de poco habrá muchos libros o muchos cuadros o muchas películas, pero ninguna existencia para vivir esa impureza brutal que es la vida y, no juzgarla, afirmarla y, aún, crearla, como ha hecho Leonardo Favio. 

Una vez un madrileño me dijo que había estado en Méjico y que todo le había resultado medio fuerte. “Méjico es mucho Méjico”, agregó. Me dio mucha risa esa frase y cuando me puse a escribir sobre Favio la frase volvía, insistía: “Favio es mucho Favio”, mientras recordaba que él había inspirado algunas de mis modestas fotos art, ésas que constituyen mi vida y no figuran acá. Me animo a confesar una. En el año 70 y pico me casé en Santa Fe siendo muy joven, por Iglesia, de largo,  todo muy formal aunque no habíamos comprado los muebles antes. Se me ocurrió –no tengo idea cómo llegué hasta ahí pero sé que amaba esa música– pedirle a un grupo de integrantes del coro polifónico y a un amigo pianista que, en vez de la clásica marcha nupcial, ejecutaran  la música del Moreira, pese a los reparos que ya había puesto el padre de la Iglesia del Carmen cuando le pedí autorización. Los músicos se lanzaron como locos y fue maravilloso. El casamiento ése terminó mal, pero como los recuerdos se eligen, recuerdo la música del Moreira que para mí era  sinónimo de Favio  y vuelven  esa libertad y esa alegría que hacen bien al Alma.

Nota: Los dichos y anécdotas de Leonardo Favio recordados en este trabajo están tomados de distintos reportajes al autor y tramados con  parlamentos de sus películas. Especialmente agradezco el extenso reportaje de Adriana Schettini publicado como libro por editorial Sudamericana con el título Pasen y vean. En cuanto a sus películas me he concentrado especialmente en Crónica, El Aniceto y El dependiente sin dejar de recordar muchas cosas de Nazareno, Moreira, Soñar-soñar y el Gatica.                                   



Este texto fue publicado inicialmente en Favio. Sinfonía de un sentimiento. Malba, 2007.