46
El mundo no está hecho para los niños.
Por ello su contacto con él es siempre doloroso, muchas veces catastrófico. Si
coge un cuchillo se corta, si sube a una silla se cae, si sale a la calle lo
arrolla un automóvil. Es curioso que en tantos miles de años de civilización no
se haya hecho prácticamente nada para aliviar o solucionar este conflicto. Se
han inventado los juguetes, es cierto, que es un mundo miniaturizado, al uso y
medida de los niños. Pero éstos se aburren de sus juguetes y, por imitación,
quieren constantemente disponer de las cosas de los adultos. Con qué decisión y
espontaneidad se precipitan hacia su adultez, qué obstinación la suya en mimar
a sus mayores. y a costa del dolor, aprenden. Su condición para progresar es
justamente estar en contacto permanente con el mundo adulto, con lo grande, lo pesado,
lo desconocido, lo hiriente. Sería lo ideal, claro, que vivieran en un mundo
aparte, acolchado, sin cuchillos que cortan ni puertas que chancan los dedos,
entre niños. Pero entonces no evolucionarían. Los niños no aprenden nada de los
niños.
51
Lectura del tomo quinto de la Historia
de Francia de Michelet. Así como yo olvido los detalles de esto que leo y
no guardo más que una impresión general de malestar y de horror, aparte de tres
o cuatro anécdotas, el mundo olvida su propia historia, no la interroga y no saca
de ella ninguna enseñanza. Diríase que la historia se ha hecho para olvidarse.
¿Qué humano, a no ser un especialista, reflexiona ahora sobre las exacciones
que sufrieron los judíos bajo Felipe el Hermoso o sobre la confiscación y
destrucción de los templarios? Por ello mismo, en la historia que se escriba en
el año tres mil, la segunda guerra mundial que tanto costó a la humanidad ocupará
tan sólo un párrafo y la guerra de Vietnam, una nota al fin del volumen que muy
pocos se darán el trabajo de leer. La explicación reside en que el hombre no
puede al mismo tiempo enterarse de la historia y hacerla, pues la vida se
edifica sobre la destrucción de la memoria.
79
El alcohol produce en nuestros sentidos
una vibración que nos permite distorsionar nuestra percepción de la realidad y
emprender de ella una nueva lectura. Aquello que debía ser recibido como una
totalidad llega a nosotros descompuesto y podemos así tomar nota de sus
elementos y establecer entre ellos un nuevo orden de prioridades. Al beber
cambiamos sencillamente de lente y recibimos del mundo una imagen que tiene en todo
caso la ventaja de ser distinta de la natural. En este sentido la embriaguez es
un método de conocimiento. La embriaguez moderada, es decir, aquella que nos
aleja de nosotros mismos sin abandonarnos, no la borrachera, en la cual nuestra
conciencia le dice adiós a nuestro comportamiento.
89
Durante diez años viví emancipado del
sentido de la propiedad, de la profesión, de la familia, del domicilio y viajé
por el mundo con una maleta llena de libros, una máquina de escribir y un tocadiscos
portátil. Pero era vulnerable y cedí a sortilegios tan antiguos como la mujer,
el hogar, el trabajo, los bienes. Es así como eché raíces, elegí un
lugar, lo ocupé y empecé a poblarlo de objetos y de presencias. Primero alguien
a quien querer, luego algo que este ser quisiera, después la utilería del caso:
una cama, una silla, un cuadro, un hijo. Pero era sólo el comienzo,
pues todos fuimos recolectores, nos volvemos coleccionistas y acabamos siendo
un eslabón más en la cadena infinita de los consumidores. De modo que, estando
ya usado, gastado para el disfrute, uno se ve circunscrito por las cosas.
Libros que no se quiere leer, discos que no se tiene el tiempo
de escuchar, cuadros que no apetece mirar, vinos que hace daño beber, cigarros
que tenemos prohibido fumar, mujeres a las que se carece de la fuerza de amar,
recuerdos sin ánimo de consultar, amigos a quienes no hay nada que preguntar y
experiencias que no hay forma de aprovechar. Lo tardío, lo superfluo, lo
antiguamente codiciado, se amontona en torno nuestro, se organiza en lo que
podría llamarse una casa, pero cuando ya estamos despidiéndonos de todo, pues
esta vida acumulativa termina por edificarse en el umbral de nuestra muerte.
135
Los conquistadores de América
encontraron lo que buscaban: oro en cantidades nunca vistas, tierras feraces y
extensísimas, siervos que trabajaron para ellos durante siglos. Encontraron
también muchas cosas que no buscaban y que modificaron el régimen alimenticio
de la humanidad: la papa, el maíz, el tomate. Pero de contrabando, los vencidos
les pasaron otro producto que fue su venganza: el tabaco. Y los fueron
envenenando para el resto de su historia.
151
Bebiendo
vino en este soleado pero fresco atardecer estival. Sin ganas ni contento, sólo
para neutralizar una nueva onda de melancolía vesperal. Traté de limpiar la alfombra
del dormitorio, pero a los diez minutos tiré el arpa, mejor dicho, la
escobilla, la lengua afuera y el ánimo por los suelos. Puse mis discos de
música barroca, pero ni Teleman, Purcell, Tartini, Marcello, Couperin, me
devolvieron el soplo vital. Reproduje una partida de ajedrez Karpov-Kortchnoi,
descubriendo imperdonables errores en este último, que naturalmente perdió.
Empecé a leer un artículo sobre informática, pero me di cuenta de que no
entendía nada y maldije a su autor en lugar de reconocer mi ignorancia. Di un
salto a la cocina para ver qué había que hacer por allí y froté con una
esponja, desesperadamente, un pedazo de muro sucio, sin resultados apreciables.
Tiré la esponja, esta vez sí literalmente. Le di una patada a mi gato y luego
su comida, como justa compensación. Releí una carta y me apresté a contestarla,
a lo que renuncié, pues no me sentía en forma epistolar. Miré por el balcón y
vi en la Place Falguiere al eminente orientalista doctor Fernando Tola, pero
evidentemente se trataba de cualquier huevón francés con anteojos y aire
intelectual. Finalmente descorché un burdeos y gusté una copa que me supo bien.
Me paseé fumando por mi bufete , sin saber qué hacer, me serví otra copa y
recalé en mi escritorio para escribir esta página.
155
La
biblioteca personal es un anacronismo. Ocupa demasiado lugar en casas cada vez
más chicas, es oneroso formarlas, nunca realmente se las aprovecha en
proporción a su costo o volumen. Un libro leído, además, ¿no está ya en nuestro
espíritu, sin ocupar espacio? ¿Para qué conservarlo, entonces? ¿Y no abundan
ahora acaso las bibliotecas públicas, en las que podemos encontrar no sólo lo
que queremos, sino más de lo que queremos? La biblioteca personal responde a
circunstancias de tiempos idos: cuando se habitaba el castillo o la casa solariega,
en los que por estar aislado del mundo era necesario tener el mundo a la mano,
encuadernado; cuando los libros eran raros y a menudo únicos y era imperioso
poseer el codiciado incunable; cuando las ciencias y las artes evolucionaban
con menos prontitud y lo que contenían los libros podía conservarse vigente
durante varias generaciones; cuando la familia era más estable y sedentaria y
una biblioteca podía transmitirse en la misma morada y habitación y armarios
sin peligro de dispersión. Estas circunstancias ya no se dan. Y sin embargo hay
locos que quisieran tener todos los libros del mundo. Porque son demasiado
perezosos para ir a las bibliotecas públicas; porque se cree que basta mirar el
lomo de una colección para pensar que ya se la ha leído; porque uno tiene
vocación de sepulturero y le gusta estar rodeado de muertos; porque nos atrae
el objeto en sí, al margen de su contenido, olerlo, acariciarlo. Porque uno cree,
contra toda evidencia, que el libro es una garantía de inmortalidad y formar
una biblioteca es como edificar un panteón en el cual le gustaría tener
reservado su nicho.
De:
Julio Ramón Ribeyro, Prosas apátridas,
Barcelona, Seix Barral, 2007.