28.4.23

Una tarde con Carlos Regazzoni, por Roni Bandini

 “Viene una señora muy linda con un tapado de piel  «Mirá, Carlos, a mí no me sale nada. Yo no entiendo como podés hacer esto.» Le digo «¿Hacemos una apuesta? Yo te hago pintar.» Le pongo un papel y la mina se para como si tuviera que resolver un examen del último año de Ingeniería. Yo me acerco, le meto la mano por debajo y le digo «Hacé de cuenta que te está violando el Hombre Montaña en la zona de Mataderos.» Al final hizo una casita... con chimenea, con humo... una boludez, pero porque era una pelotuda.” Regazzoni, Mundo Casella, 2012.

 

Un cartel dice “Usted está siendo filmado” Otro cartel dice “Toque la campana para anunciarse” pero como no hay campana empujo la reja y entro la moto por el empedrado. Hay un tipo subido a una escalera pintando la cima de una escultura de hierro. Transpira como un violador. En lugar de preguntar por Regazzoni, le pregunto por Carlos. No tiene mucho sentido, no me va a dar ninguna ventaja para la entrevista pero no puedo contenerme, es como un estornudo. El pincel chorreante señala un amontonamiento de gente en torno a una parrilla. Ahí voy.

 

Regazzoni es un hombre gordo, viejo pero no tan viejo. Tiene el pelo gris enrulado, un poco largo. Barba de tres días, también gris. Viste un pantalón cargo militar, un buzo holgado y borcegos abiertos. Las cejas son negras, de un contraste casi pintado. Está sentado detrás de un tablón y me mira sosteniendo un cuchillo. Del otro lado del tablón hay varias personas. Saludo respetuosamente al grupo y a Regazzoni le extiendo la mano. Tarda en responder unos segundos que intentan dejar en claro un mensaje: yo pude haber venido recomendado y da lo mismo. Le recuerdo la conversación telefónica de la mañana y le regalo uno de mis libros. Lo mira de un lado, del otro.

 

–¿Conocés a Piglia?

 

La pregunta puede significar muchas cosas, si lo leí a Piglia, si oí hablar de él, si lo conozco personalmente. Digo que no lo conozco personalmente. Regazzoni parece decepcionado. Pasa las páginas de mi libro y dice:

 

–Como cualquier libro... lees la primera página, lees la última y ya sabés todo.

 

Hasta puede ser, pero en literatura no suele haber empleados que transpiran haciendo equilibrio en la punta de una escalera mientras el escritor se clava un asadito a la sombra. Igual no contesto porque mi objetivo es conseguir respuestas sobre el arte ferroviario y escribir mi encargo. Su opinión sobre los libros en general, hasta sobre mi libro en particular, me resbala.

 

Regazzoni me pregunta si quiero comer. El asado se ve muy bien y huele mejor pero yo acabo de almorzar. Al mismo tiempo que digo “No, gracias” él dice “Veinte pesos” No se ríe. El mismo tipo que dice tener un castillo de 157 habitaciones me está tratando de vender un pedazo de carne a veinte pesos.

 

El silencio crece y me asalta una sensación de urgencia. En cualquier momento el clima se va a poner más tenso y no voy a poder hacer las preguntas. Sé que no es la mejor circunstancia, le caigo mal, está comiendo y hay mucha gente pero igual saco mis hojas, una birome y un anotador. Regazzoni no me mira directamente. Es algo que le vi hacer también en los reportajes de la tele. Mira de costado. Su atención real, total, siempre está en otro lado. 

 

–No sé si te dijeron pero yo no contesto preguntas. Si querés, caminá por ahí y escribís lo que querés.

 

No sé quién se suponía que tenía que avisarme y en todo caso parece ser una nueva política. En Internet hay cualquier cantidad de entrevistas. Quizás sea ese el punto. Treinta años de obra, veinte de cierta fama y las mismas preguntas. “¿Qué importancia tuvo el ferrocarril en su vida? ¿De qué trabajaba antes de su consagración artística? ¿Es cierto que compró un castillo en Fontaine-Française?”

 

Me alejo por el pasto rumbo al primer galpón. Atrás escucho unas risas. Si se ríen de mí tienen toda la razón. Soy un payaso. No sé hacer esto. Nunca supe congraciarme ni entrar en confianza ni hacer preguntas. Debería arrancar la moto, irme ya, pero entro al galpón y hago que tomo notas.

 

Acá funciona su bodegón llamado El Gato Viejo. El editor de una revista gastronómica me dijo una vez que el bodegón sirve Pizza Culera. El nombre viene de la particularidad en el amase: Regazzoni mismo se sienta de culo sobre la masa. Después del bodegón y sin una división establecida, empieza un sector donde están expuestas algunas de sus obras. Hay cuadros grandes y después muchas esculturas de hierro y partes de objetos viejos. En un rincón encuentro un hombrecito con cuerpo de matafuego tocando la trompeta. Hago tiempo, camino para adelante y para atrás y en círculos. Salgo por la puerta trasera del galpón. Sobre unas vías está ubicado el vagón-casa donde duerme Regazzoni. Un equipo de aire acondicionado gotea por el costado. Sigo de largo hasta el segundo galpón. Ahí está el taller. Encuentro un empleado moviendo herramientas y otro empleado retocando una escultura. Me explica que esa obra es parte de una muestra para Dubai.

 

Hasta ahora vi tres personas trabajando y ninguna era Regazzoni. Doy unas vueltas por el taller, por el bodegón, me detengo frente a la barra del bar con un amontonamiento de botellas viejas, vuelvo al taller. Si alguien estuviera monitoreando esas cámaras inexistentes, no entendería mi recorrido. Parezco uno de esos robots que chocan contra la pared, dan media vuelta y siguen hasta chocar con otra pared. Una pérdida de tiempo total y absoluta. Salgo del taller, cruzo la vía, salgo del primer galpón y cuando me estoy acercando a la moto aparece Regazzoni con un cuchillo.

 

–Seguime.

 

Contradecir a un grandote con pantalón militar y un elemento cortopunzante no parece lo más prudente. Lo sigo hasta la parrilla donde quedan ahora unas pocas personas. Me alcanza un vaso de vino. Quizás debería preguntar cuánto me va a costar pero a juzgar por el precio de la carne, creo que lo voy a poder pagar con la plata que traigo encima. Un tipo con sweater Lacoste me extiende la mano, se presenta como Guillermo y me pregunta de dónde soy. De Capital, contesto. Él intenta aclarar el malentendido. Que si soy de algún medio. Le digo que no, que soy escritor y le explico el propósito de la visita. Lo mismo que le dije a Regazzoni por la mañana y hace un rato. Guillermo me cuenta que cuando llegaron a este lugar la rata más chica era así –separa las manos y deja espacio donde entra un perro Labrador- y que Carlos en los primeros tiempos se ataba el pantalón con alambre y que preparaba guiso en latas viejas de dulce de batata y que podían comer cualquier cosa pero siempre tomaron buen vino. Termino mi vaso y Regazzoni me vuelve a servir.

 

Además de Guillermo, hay una mujer alta, linda, maquillada. Debe tener unos treintilargos. Su voz es totalmente nasal y le da besos en la boca a un caniche toy blanco. Hay otro hombre, es un correntino con una campera negra de cuero estilo Ubaldini. De a poco empiezo a adivinar los vínculos. La mujer del caniche es la novia de Regazzoni, Guillermo es su representante, el correntino es un político amigo. Regazzoni se queda en silencio mirando los autos que pasan por una calle lateral mientras los demás hablan. Logro que Guillermo responda algunas de mis preguntas hasta que se produce un silencio breve que aprovecha Regazzoni para eructar a un volumen notable. Ni la novia, ni el representante ni el político lo miran, ni se ríen. Regazzoni entonces le dice a Guillermo que estuvo plantando tomates y albahaca y que necesita un sponsor para la huerta. “Pero nada grande, un sponsor de dos, tres mil pesos.” De repente parece recordar que estoy ahí. Me clava los ojos y pregunta si leí a Ricardo Rojas y si sé quién hizo el primer pozo petrolero en Chubut. Algo de Ricardo Rojas leí. Sobre el pozo de Chubut no tengo la menor idea.

 

–Ah bueno... escritor sos vos... un híbrido sos.

 

Sonrío como un boludo y me ahogo con el vino hasta que Regazzoni se olvida de mí y cuenta al aire una anécdota familiar en Chubut, pasa a las orejas cortadas de los indios y concluye con una idea sobre la gente que tiene plata en Argentina: que no se esforzaron realmente. Unos metros más allá, en lo alto de la escalera, sigue transpirando el empleado del pincel.

 

La parrilla está ubicada junto a un alambrado que marca el punto límite de ocupación. A unos metros de distancia pasan autos por una especie de colectora y hay una loma de burro. Los autos disminuyen la velocidad a la misma altura de la parrilla. Regazzoni mira a la izquierda y establece contacto visual con el conductor de un Fiat Siena que tiene baja la ventanilla.

 

–Puttooooooooo.

 

El conductor abre los ojos como dos huevos fritos y parece que va a contestar pero ve lo que vi yo antes: un tipo grandote con pantalón militar y un cuchillo en la mano. El auto acelera y se pierde. Estoy acá bastante tiempo y soy testigo de unos tres, cuatro conductores puteados y reputeados. Todos escapan.

Terminamos las botellas de vino y aparece el champagne. Regazzoni, Guillermo, el político, la novia y yo tomamos al mismo ritmo. Escucho anécdotas sobre el auto meado del galerista Daniel Maman, sobre la amistad del ministro de cultura Hernán Lombardi, sobre el castillo en París. Empiezo a sospechar que mis preguntas, esas dos hojas, son mierda fría, un reflote de obviedades para un encargo que a nadie le podría importar.

 

Suena el teléfono. Regazzoni atiende pero antes de acercar el auricular a la oreja dice en voz alta “Quién poronga llama a esta hora....” Ahí acerca el aparato y agrega “Hola” Regazzoni se pone a negociar un evento en su atelier. Lo miro de reojo y noto que está impaciente. “Si vos no sabés lo que querés, yo no te puedo ayudar. Pensalo bien y llamás otro día.” Cuelga y mira por el alambrado. Un Renault Clio baja la velocidad para tomar la loma de burro.

 

–Puttttooooooo. Repuuutttooo.

 

El Clío acelera.

 

Guillermo recuerda cuando Regazzoni cocinaba los domingos para la gente del barrio: “La gente nos veía desde el rulero de Libertador y bajaban bien empilchados a comer choripán. De a poco se fue corriendo la bola y venía más y más gente. Estacionaban Mercedes, Audi, Jaguar, todo.”

 

–Tenemos que buscar un sponsor y reflotamos la parrilla de los domingos. Con cuatro mil, cinco mil pesos lo hacemos. Y ahora además puedo usar las cosas de la huerta. Claro que antes necesitamos un sponsor para la huerta –dice Regazzoni.

 

El sol se mueve y ahora me pega en la cabeza combinando de una forma violenta con todo el vino el champagne.

 

Cruzan la reja dos chicos tímidos, de unos treinta años, con morrales. Quieren conocer el atelier. Regazzoni les pregunta de dónde son. Uno es colombiano y el otro alemán. El alemán tiene un pedazo de cinta aisladora blanca pegada en el labio. Regazzoni dice que el colombiano tiene que pagar treinta pesos y el alemán cinco. A nosotros nos explica que no le gustan los colombianos. Ellos se ríen pero inmediatamente se dan cuenta de que no es un chiste. Dejan treinta y cinco pesos y pasan a los galpones.

 

La novia se para con el caniche toy a la altura del pecho y anuncia que se va a dormir la siesta. Ya alejándose me saluda con su voz nasal “Un gusto, Ricardo”. Yo podría aclarar el malentendido pero para qué. Regazzoni se incorpora apoyado en la mesa y le mira el culo. “Qué bombón me estoy comiendo” dice. A mí me lo dice y yo coincido pero me callo. Regazzoni ahora mira alrededor, como sorprendido de estar ahí, como si el bombón fuera también ese lote ferroviario y por qué no, los últimos veinte años.

 

En mi bolso, además de las hojas con las preguntas, tengo una petaca que compré en un anticuario de la U$80 en Texas. La saco y Regazzoni se interesa por la forma. Después por el contenido: Gentleman Jack, un whiskey de Tennessee. Liquidamos la petaca. El político correntino se despide, Guillermo también. Yo me siento algo incómodo por quedarme a solas con Regazzoni.

 

–Seguramente tenés que trabajar así que mejor me voy yendo.

–Agarrá los vasos.

 

Agarro los vasos y lo sigo hasta el bodegón. Me pide que pase al otro lado de la barra y busque una botella de Chivas. Está oscuro y yo busco entre botellas viejas y siento que si tardo unos segundos más voy a fracasar en algo. No sé bien en qué. Pero encuentro el Chivas y le sirvo y me sirvo y estamos tomando en la oscuridad del galpón y creo que ahora sí, le puedo hacer cualquier pregunta. No cualquier pregunta. Una pregunta. Pienso y pienso y sé que esa pregunta no puede ser desperdiciada. Tengo que incorporar lo más importante, algo sobre los trenes como factor de integración social, algo que a su vez haga foco en el arte, en la simulación del artista y los puntos de contacto con la política y la plata, el significado de la plata y los lugares en disputa. Todo eso en una sola pregunta que salve mi encargo de 25.000 caracteres y ahora, ahora mismo.

 

–¿Te sirvo más Chivas?

 

Ahí fue mi pregunta y ya sabía la respuesta. Seguimos tomando.

 

Regazzoni se para y mira alrededor. “Colombianoooooo” grita. Nadie responde. “Colombianooooooo” Silencio. Yo lo miro en contrapicado. El vaso de Chivas se agita con sus movimientos, tiene los ojos caídos y la voz patinada. Al sexto grito me ofrezco para buscar al colombiano y su amigo alemán. Regazzoni se sienta con la coordinación de un derrumbe y yo salgo a recorrer cada rincón del galpón. Vuelvo y le digo a Regazzoni que el colombiano no está ahí, que debe estar en el taller. Regazzoni me mira, parece que va a decir algo pero el suspenso finaliza en un vomito acompañado de quejidos y tos desesperada. Tose y vomita entre las piernas y vuelve a toser con temblores que casi lo tiran de la silla. Creo que está a punto de morir. Ofrezco un vaso de agua, llamar a alguien, algo, una ambulancia. El me mira sin entender. Después enciende un cigarrillo, me señala el taller y dice “Colombiano”. Bajo del galpón a las vías, atravieso el vagón donde duerme su novia con el caniche. De ahí paso al otro galpón y encuentro al colombiano y al alemán del labio con cinta. Los llevo al encuentro con Regazzoni. El colombiano cuenta que es Ingeniero Industrial, que le interesan mucho “estos temitas” y que hace “cosas parecidas pero con movimiento.” Regazzoni repite “Temitas... los temitas te interesan.” y le pregunta si leyó a Platón. El colombiano leyó a Platón pero no tanto ni tan recientemente.

 

–Si no leíste a Platón, qué temitas te pueden interesar....híbrido, eso sos.

 

Después le ofrece whisky. El colombiano accede con alegría.

 

–Ochenta pesos.

 

El colombiano se apura en decir que le parece mucha plata. Finalmente negocia Old Smuggler a sesenta pesos. Un pésimo negocio. Regazzoni me mira “Servile” Paso detrás de la barra y busco en la penumbra el Old Smuggler, sirvo, le cobro, le doy la plata a Regazzoni.

 

El colombiano quiere saber si puede tomar una clínica de escultura.

 

–Cinco mil dólares sale.

 

El colombiano dice que cinco mil dólares es mucha plata.

 

–Bueno, dos mil quinientos dólares.

 

Sigue siendo mucha plata para el colombiano.

 

–Si no tenés dos mil quinientos dólares... qué querés aprender.

 

Regazzoni se levanta con dificultad, camina en zigzag hasta la puerta del fondo y se pierde por las vías de tren. Pasan segundos, minutos. Alguien dijo que los ojos no ven, los ojos recuerdan. Recuerdo entonces que me gusta aquel hombrecito con cuerpo de matafuegos que toca la trompeta. El alemán me mira fijo, mascando chicle, con ese pedazo intrigante de cinta aisladora en el labio. El colombiano se para y me pregunta si Regazzoni va a volver. Me encojo de hombros y termino mi vaso de whisky. El colombiano y el alemán se van.

 

A oscuras en el galpón, entre botellas y cámaras que seguramente no me miran, trato de pensar si algo en todo esto merece ser contado. Entonces me doy cuenta. Estoy sentado en una butaca vieja de teatro. Miro a lo lejos, al fondo, ahí donde salió Regazzoni, me paro y mi aplauso retumba en los tinglados.

 

 

 

 

Tomado de: Revista Aglaura