“Viene una señora muy linda con un tapado de piel «Mirá, Carlos, a mí no me sale nada. Yo no entiendo como podés hacer esto.» Le digo «¿Hacemos una apuesta? Yo te hago pintar.» Le pongo un papel y la mina se para como si tuviera que resolver un examen del último año de Ingeniería. Yo me acerco, le meto la mano por debajo y le digo «Hacé de cuenta que te está violando el Hombre Montaña en la zona de Mataderos.» Al final hizo una casita... con chimenea, con humo... una boludez, pero porque era una pelotuda.” Regazzoni, Mundo Casella, 2012.
Un cartel dice “Usted está siendo filmado” Otro cartel dice “Toque la campana para anunciarse” pero como no hay campana empujo la reja y entro la moto por el empedrado. Hay un tipo subido a una escalera pintando la cima de una escultura de hierro. Transpira como un violador. En lugar de preguntar por Regazzoni, le pregunto por Carlos. No tiene mucho sentido, no me va a dar ninguna ventaja para la entrevista pero no puedo contenerme, es como un estornudo. El pincel chorreante señala un amontonamiento de gente en torno a una parrilla. Ahí voy.
Regazzoni es un hombre gordo, viejo pero no tan
viejo. Tiene el pelo gris enrulado, un poco largo. Barba de tres días, también
gris. Viste un pantalón cargo militar, un buzo holgado y borcegos abiertos. Las
cejas son negras, de un contraste casi pintado. Está sentado detrás de un
tablón y me mira sosteniendo un cuchillo. Del otro lado del tablón hay varias
personas. Saludo respetuosamente al grupo y a Regazzoni le extiendo la mano.
Tarda en responder unos segundos que intentan dejar en claro un mensaje: yo
pude haber venido recomendado y da lo mismo. Le recuerdo la conversación
telefónica de la mañana y le regalo uno de mis libros. Lo mira de un lado, del
otro.
–¿Conocés a Piglia?
La pregunta puede significar muchas cosas, si lo
leí a Piglia, si oí hablar de él, si lo conozco personalmente. Digo que no lo
conozco personalmente. Regazzoni parece decepcionado. Pasa las páginas de mi
libro y dice:
–Como cualquier libro... lees la primera página,
lees la última y ya sabés todo.
Hasta puede ser, pero en literatura no suele haber
empleados que transpiran haciendo equilibrio en la punta de una escalera
mientras el escritor se clava un asadito a la sombra. Igual no contesto porque
mi objetivo es conseguir respuestas sobre el arte ferroviario y escribir mi
encargo. Su opinión sobre los libros en general, hasta sobre mi libro en
particular, me resbala.
Regazzoni me pregunta si quiero comer. El asado se
ve muy bien y huele mejor pero yo acabo de almorzar. Al mismo tiempo que digo
“No, gracias” él dice “Veinte pesos” No se ríe. El mismo tipo que dice tener un
castillo de 157 habitaciones me está
tratando de vender un pedazo de carne a veinte pesos.
El silencio crece y me asalta una sensación de
urgencia. En cualquier momento el clima se va a poner más tenso y no voy a
poder hacer las preguntas. Sé que no es la mejor circunstancia, le caigo mal,
está comiendo y hay mucha gente pero igual saco mis hojas, una birome y un
anotador. Regazzoni no me mira directamente. Es algo que le vi hacer también en
los reportajes de la tele. Mira de costado. Su atención real, total, siempre
está en otro lado.
–No sé si te dijeron pero yo no contesto preguntas.
Si querés, caminá por ahí y escribís lo que querés.
No sé quién se suponía que tenía que avisarme y en
todo caso parece ser una nueva política. En Internet hay cualquier cantidad de
entrevistas. Quizás sea ese el punto. Treinta años de obra, veinte de cierta
fama y las mismas preguntas. “¿Qué importancia tuvo el ferrocarril en su vida?
¿De qué trabajaba antes de su consagración artística? ¿Es cierto que compró un
castillo en Fontaine-Française?”
Me alejo por el pasto rumbo al primer galpón. Atrás
escucho unas risas. Si se ríen de mí tienen toda la razón. Soy un payaso. No sé
hacer esto. Nunca supe congraciarme ni entrar en confianza ni hacer preguntas.
Debería arrancar la moto, irme ya, pero entro al galpón y hago que tomo notas.
Acá funciona su bodegón llamado El Gato Viejo. El
editor de una revista gastronómica me dijo una vez que el bodegón sirve Pizza
Culera. El nombre viene de la particularidad en el amase: Regazzoni mismo se
sienta de culo sobre la masa. Después del bodegón y sin una división
establecida, empieza un sector donde están expuestas algunas de sus obras. Hay
cuadros grandes y después muchas esculturas de hierro y partes de objetos
viejos. En un rincón encuentro un hombrecito con cuerpo de matafuego tocando la
trompeta. Hago tiempo, camino para adelante y para atrás y en círculos. Salgo
por la puerta trasera del galpón. Sobre unas vías está ubicado el vagón-casa
donde duerme Regazzoni. Un equipo de aire acondicionado gotea por el costado.
Sigo de largo hasta el segundo galpón. Ahí está el taller. Encuentro un
empleado moviendo herramientas y otro empleado retocando una escultura. Me
explica que esa obra es parte de una muestra para Dubai.
Hasta ahora vi tres personas trabajando y ninguna
era Regazzoni. Doy unas vueltas por el taller, por el bodegón, me detengo
frente a la barra del bar con un amontonamiento de botellas viejas, vuelvo al
taller. Si alguien estuviera monitoreando esas cámaras inexistentes, no
entendería mi recorrido. Parezco uno de esos robots que chocan contra la pared,
dan media vuelta y siguen hasta chocar con otra pared. Una pérdida de tiempo
total y absoluta. Salgo del taller, cruzo la vía, salgo del primer galpón y
cuando me estoy acercando a la moto aparece Regazzoni con un cuchillo.
–Seguime.
Contradecir a un grandote con pantalón militar y un
elemento cortopunzante no parece lo más prudente. Lo sigo hasta la parrilla
donde quedan ahora unas pocas personas. Me alcanza un vaso de vino. Quizás
debería preguntar cuánto me va a costar pero a juzgar por el precio de la
carne, creo que lo voy a poder pagar con la plata que traigo encima. Un tipo
con sweater Lacoste me extiende la mano, se presenta como Guillermo y me
pregunta de dónde soy. De Capital, contesto. Él intenta aclarar el
malentendido. Que si soy de algún medio. Le digo que no, que soy escritor y le
explico el propósito de la visita. Lo mismo que le dije a Regazzoni por la
mañana y hace un rato. Guillermo me cuenta que cuando llegaron a este lugar la
rata más chica era así –separa las manos y deja espacio donde entra un perro
Labrador- y que Carlos en los primeros tiempos se ataba el pantalón con alambre
y que preparaba guiso en latas viejas de dulce de batata y que podían comer
cualquier cosa pero siempre tomaron buen vino. Termino mi vaso y Regazzoni me
vuelve a servir.
Además de Guillermo, hay una mujer alta, linda,
maquillada. Debe tener unos treintilargos. Su voz es totalmente nasal y le da
besos en la boca a un caniche toy blanco. Hay otro hombre, es un correntino con
una campera negra de cuero estilo Ubaldini. De a poco empiezo a adivinar los
vínculos. La mujer del caniche es la novia de Regazzoni, Guillermo es su
representante, el correntino es un político amigo. Regazzoni se queda en silencio
mirando los autos que pasan por una calle lateral mientras los demás hablan.
Logro que Guillermo responda algunas de mis preguntas hasta que se produce un
silencio breve que aprovecha Regazzoni para eructar a un volumen notable. Ni la
novia, ni el representante ni el político lo miran, ni se ríen. Regazzoni
entonces le dice a Guillermo que estuvo plantando tomates y albahaca y que
necesita un sponsor para la huerta. “Pero nada grande, un sponsor de dos, tres
mil pesos.” De repente parece recordar que estoy ahí. Me clava los ojos y
pregunta si leí a Ricardo Rojas y si sé quién hizo el primer pozo petrolero en
Chubut. Algo de Ricardo Rojas leí. Sobre el pozo de Chubut no tengo la menor
idea.
–Ah bueno... escritor sos vos... un híbrido sos.
Sonrío como un boludo y me ahogo con el vino hasta
que Regazzoni se olvida de mí y cuenta al aire una anécdota familiar en Chubut,
pasa a las orejas cortadas de los indios y concluye con una idea sobre la gente
que tiene plata en Argentina: que no se esforzaron realmente. Unos metros más
allá, en lo alto de la escalera, sigue transpirando el empleado del pincel.
La parrilla está ubicada junto a un alambrado que
marca el punto límite de ocupación. A unos metros de distancia pasan autos por
una especie de colectora y hay una loma de burro. Los autos disminuyen la
velocidad a la misma altura de la parrilla. Regazzoni mira a la izquierda y
establece contacto visual con el conductor de un Fiat Siena que tiene baja la
ventanilla.
–Puttooooooooo.
El conductor abre los ojos como dos huevos fritos y
parece que va a contestar pero ve lo que vi yo antes: un tipo grandote con
pantalón militar y un cuchillo en la mano. El auto acelera y se pierde. Estoy
acá bastante tiempo y soy testigo de unos tres, cuatro conductores puteados y
reputeados. Todos escapan.
Terminamos las botellas de vino y aparece el
champagne. Regazzoni, Guillermo, el político, la novia y yo tomamos al mismo
ritmo. Escucho anécdotas sobre el auto meado del galerista Daniel Maman, sobre
la amistad del ministro de cultura Hernán Lombardi, sobre el castillo en París.
Empiezo a sospechar que mis preguntas, esas dos hojas, son mierda fría, un
reflote de obviedades para un encargo que a nadie le podría importar.
Suena el teléfono. Regazzoni atiende pero antes de
acercar el auricular a la oreja dice en voz alta “Quién poronga llama a esta
hora....” Ahí acerca el aparato y agrega “Hola” Regazzoni se pone a negociar un
evento en su atelier. Lo miro de reojo y noto que está impaciente. “Si vos no
sabés lo que querés, yo no te puedo ayudar. Pensalo bien y llamás otro día.”
Cuelga y mira por el alambrado. Un Renault Clio baja la velocidad para tomar la
loma de burro.
–Puttttooooooo. Repuuutttooo.
El Clío acelera.
Guillermo recuerda cuando Regazzoni cocinaba los
domingos para la gente del barrio: “La gente nos veía desde el rulero de
Libertador y bajaban bien empilchados a comer choripán. De a poco se fue
corriendo la bola y venía más y más gente. Estacionaban Mercedes, Audi, Jaguar,
todo.”
–Tenemos que buscar un sponsor y reflotamos la
parrilla de los domingos. Con cuatro mil, cinco mil pesos lo hacemos. Y ahora
además puedo usar las cosas de la huerta. Claro que antes necesitamos un
sponsor para la huerta –dice Regazzoni.
El sol se mueve y ahora me pega en la cabeza
combinando de una forma violenta con todo el vino el champagne.
Cruzan la reja dos chicos tímidos, de unos treinta
años, con morrales. Quieren conocer el atelier. Regazzoni les pregunta de dónde
son. Uno es colombiano y el otro alemán. El alemán tiene un pedazo de cinta
aisladora blanca pegada en el labio. Regazzoni dice que el colombiano tiene que
pagar treinta pesos y el alemán cinco. A nosotros nos explica que no le gustan
los colombianos. Ellos se ríen pero inmediatamente se dan cuenta de que no es
un chiste. Dejan treinta y cinco pesos y pasan a los galpones.
La novia se para con el caniche toy a la altura del
pecho y anuncia que se va a dormir la siesta. Ya alejándose me saluda con su
voz nasal “Un gusto, Ricardo”. Yo podría aclarar el malentendido pero para qué.
Regazzoni se incorpora apoyado en la mesa y le mira el culo. “Qué bombón me
estoy comiendo” dice. A mí me lo dice y yo coincido pero me callo. Regazzoni
ahora mira alrededor, como sorprendido de estar ahí, como si el bombón fuera
también ese lote ferroviario y por qué no, los últimos veinte años.
En mi bolso, además de las hojas con las preguntas,
tengo una petaca que compré en un anticuario de la U$80 en Texas. La saco y Regazzoni
se interesa por la forma. Después por el contenido: Gentleman Jack, un whiskey
de Tennessee. Liquidamos la petaca. El político correntino se despide,
Guillermo también. Yo me siento algo incómodo por quedarme a solas con
Regazzoni.
–Seguramente tenés que trabajar así que mejor me
voy yendo.
–Agarrá los vasos.
Agarro los vasos y lo sigo hasta el bodegón. Me
pide que pase al otro lado de la barra y busque una botella de Chivas. Está
oscuro y yo busco entre botellas viejas y siento que si tardo unos segundos más
voy a fracasar en algo. No sé bien en qué. Pero encuentro el Chivas y le sirvo
y me sirvo y estamos tomando en la oscuridad del galpón y creo que ahora sí, le
puedo hacer cualquier pregunta. No cualquier pregunta. Una pregunta. Pienso y
pienso y sé que esa pregunta no puede ser desperdiciada. Tengo que incorporar
lo más importante, algo sobre los trenes como factor de integración social,
algo que a su vez haga foco en el arte, en la simulación del artista y los
puntos de contacto con la política y la plata, el significado de la plata y los
lugares en disputa. Todo eso en una sola pregunta que salve mi encargo de 25.000 caracteres y ahora, ahora
mismo.
–¿Te sirvo más Chivas?
Ahí fue mi pregunta y ya sabía la respuesta.
Seguimos tomando.
Regazzoni se para y mira alrededor.
“Colombianoooooo” grita. Nadie responde. “Colombianooooooo” Silencio. Yo lo
miro en contrapicado. El vaso de Chivas se agita con sus movimientos, tiene los
ojos caídos y la voz patinada. Al sexto grito me ofrezco para buscar al
colombiano y su amigo alemán. Regazzoni se sienta con la coordinación de un
derrumbe y yo salgo a recorrer cada rincón del galpón. Vuelvo y le digo a
Regazzoni que el colombiano no está ahí, que debe estar en el taller. Regazzoni
me mira, parece que va a decir algo pero el suspenso finaliza en un vomito
acompañado de quejidos y tos desesperada. Tose y vomita entre las piernas y
vuelve a toser con temblores que casi lo tiran de la silla. Creo que está a
punto de morir. Ofrezco un vaso de agua, llamar a alguien, algo, una
ambulancia. El me mira sin entender. Después enciende un cigarrillo, me señala
el taller y dice “Colombiano”. Bajo del galpón a las vías, atravieso el vagón
donde duerme su novia con el caniche. De ahí paso al otro galpón y encuentro al
colombiano y al alemán del labio con cinta. Los llevo al encuentro con
Regazzoni. El colombiano cuenta que es Ingeniero Industrial, que le interesan
mucho “estos temitas” y que hace “cosas parecidas pero con movimiento.”
Regazzoni repite “Temitas... los temitas te interesan.” y le pregunta si leyó a
Platón. El colombiano leyó a Platón pero no tanto ni tan recientemente.
–Si no leíste a
Platón, qué temitas te pueden interesar....híbrido, eso sos.
Después le
ofrece whisky. El colombiano accede con alegría.
–Ochenta pesos.
El colombiano se apura en decir que le parece mucha
plata. Finalmente negocia Old Smuggler a sesenta pesos. Un pésimo negocio.
Regazzoni me mira “Servile” Paso detrás de la barra y busco en la penumbra el
Old Smuggler, sirvo, le cobro, le doy la plata a Regazzoni.
El colombiano quiere saber si puede tomar una
clínica de escultura.
–Cinco mil
dólares sale.
El colombiano
dice que cinco mil dólares es mucha plata.
–Bueno, dos mil
quinientos dólares.
Sigue siendo
mucha plata para el colombiano.
–Si no tenés
dos mil quinientos dólares... qué querés aprender.
Regazzoni se levanta con dificultad, camina en
zigzag hasta la puerta del fondo y se pierde por las vías de tren. Pasan
segundos, minutos. Alguien dijo que los ojos no ven, los ojos recuerdan.
Recuerdo entonces que me gusta aquel hombrecito con cuerpo de matafuegos que
toca la trompeta. El alemán me mira fijo, mascando chicle, con ese pedazo
intrigante de cinta aisladora en el labio. El colombiano se para y me pregunta si
Regazzoni va a volver. Me encojo de hombros y termino mi vaso de whisky. El
colombiano y el alemán se van.
A oscuras en el galpón, entre botellas y cámaras
que seguramente no me miran, trato de pensar si algo en todo esto merece ser
contado. Entonces me doy cuenta. Estoy sentado en una butaca vieja de teatro.
Miro a lo lejos, al fondo, ahí donde salió Regazzoni, me paro y mi aplauso
retumba en los tinglados.
Tomado de: Revista Aglaura