Humean montañas de basura a ambos lados de la carretera. Seres andrajosos suben y bajan por ellas. Un adolescente, recostado sobre una pila de cartones y trapos, lee.
Ha encontrado un libro y lo lee con dificultad, pero
hechizado.
Para él ha desaparecido el basural, sus manos heladas y
sucias pasan las hojas del libro.
El adolescente ha terminado de leer su libro. Se encienden
estrellas sobre la basura. Es la primera vez que lee un libro desde el comienzo
hasta el final. Es la primera vez que descubre que alguien que no lo conoce y a
quien nunca vio, sabe exactamente lo que le pasa y lo que piensa. Aprieta el
libro. Llora. O casi. Acaba de comprender que no está solo en el universo.
Hay alguien que lo entiende y se lo ha contado por medio de
un libro. Vuelve a la primera página, a la primera frase. Se repite a sí mismo
el nombre del autor. Es un escritor de otro país, de Alemania.
A la mañana siguiente le dice a su maestra que ha leído un
libro de un escritor alemán y que durante la noche le ha escrito una carta,
pero que no sabe a dónde tiene que enviarla para que le llegue. La maestra le
pregunta cómo se llama ése escritor. Y él responde que en ese momento no lo
recuerda. Entonces le pregunta por el título del libro. El responde que lo
tiene en la punta de la lengua pero que no le sale. Ella le pregunta cómo puede
ser que le haya impresionado tanto un libro, que hasta lo ha impulsado a
escribir una carta y que no retenga el título ni el nombre del autor. El
adolescente se queda en silencio. No quiere revelar esos datos por vergüenza.
La maestra podría conseguir el mismo libro y sería como si lo espiase a él por
dentro. Ella le dice varias cosas. El sólo repara en una; embajada de Alemania.
Se ha aplastado el pelo con agua jabonosa. Trata de no
pisar charcos para no manchar las alfombras que imagina detrás de la palabra
embajada. Lleva mal abrochado el cuello de la camisa.
Hace dedo. Se detiene un Renault color mostaza.
El chico de la basura sonríe. Agradece. Sube al coche.
Agradece. En su mano izquierda palpita una página de cuaderno doblada, sin
sobre.
La humareda semeja niebla y el día es gris.
–¿Y para qué tenés que ir a la embajada de Alemania?
Para enviarle esta carta a un escritor. Ahí me van a
dar la dirección.
–¿Quién escribió esa carta?
–Yo.
–¿Y cómo se llama el escritor?
El adolescente revela por primera vez el nombre
del escritor.
El hombre reprime un impulso. Mira a los ojos al
adolescente. Siente el humo caliente del basural que entra por la ventanilla.
Sonríe ante la asimetría de la camisa del chico. Le dice:
–Te voy a llevar hasta la puerta de la embajada.
Aprieta el acelerador y, poco a poco, el entorno empieza a urbanizarse.
Sintoniza la radio en una música alegre.
Intenta imaginar cómo recibirán a ese jovencito en la
embajada. Tal vez lo traten con indiferencia –piensa–, tal vez le tomen la
carta sin darle mayor importancia o quizás alguna secretaria le diga lo que él
no se atrevió a decirle, que ese escritor ha muerto hace ya muchos años.
Tomado de: José Sbarra, Los pro y los contra de hacer dedo,
Ediciones subterráneas La Rata, 1988.-