18.7.18

Secreto, por Laura Salino



lunes 2 de julio

Recuerdo desde siempre una seria inclinación al enigma, al cifrado, al misterio. Junto con ello, cómo no, una crónica avidez de saber que otros llamaban curiosidad. El secreto me era indispensable.

Habitando la península, supe también que el secreto era una parte del cerdo, comestible. Del cerdo se aprovechan hasta sus andares, dice uno de los tantos refranes españoles que a mi amiga Nieves le fue contando su abuela. Este secreto interrumpió mi elección de no consumir carne roja desde hacía unos años. Soy un ser de lenguaje. Puedo ser terrible.

Generalmente, me abstengo.

Mantengo esa vocación por el secreto. Una parte de mi trabajo consiste en eso: guardar secretos. Por eso mismo tal vez, cada tanto me veo abrumada por la intensidad de esa presión y necesito contar lo aprendido, ponerlo en entredicho, sacarlo de dudas, abrazarlo en público, exponerme inútilmente.

Con el tiempo voy aprendiendo que cualquier relación larga es por definición cruel. Incluso con el secreto. No es el tiempo el que destruye las cosas, sino nuestro paso por el tiempo. Nosotros nos encargamos de destruir el tiempo en que vivimos.

El secreto siempre está en saber leer entre líneas, rehuir a las obviedades. Promover una orgía de grietas. Las hay para todos los gustos. Sin embargo, en algunos casos el lugar del secreto no debe conmoverse demasiado, basta con respetar el enigma. Muchas tragedias se engendraron con la traición de un secreto.

Frente a mi casa había otra casa más antigua, con un habitante más viejo. Siempre me pregunté cómo sería esa casa tan anacrónica por dentro, recorría sus rincones, regaba sus plantas. Este buen señor murió repentinamente, o lo sacaron de la casa repentinamente. El caso es que de un día para otro no estuvo más, con esa contundencia que tienen las cosas cuando se van para siempre. Luego hubo gente visitando el lugar, tapiaron las ventanas y pusieron un aviso de demolición. Durante meses y meses, el cartel de demolición fue la única compañía de la casa cerrada.

Estoy escuchando los mazazos ahora. Lo hacen a mano. Un hombre destruye la obra de otro hombre, en otro tiempo. La casa perdió su techo, sus muebles, sus paredes, los esqueletos de las plantas que el hombre cuidó, y los golpes se escuchan ahora contra la fachada. El rostro de la casa se desdibuja frente a mi ventana opaca de polvo demoledor.

No es este un secreto que quisiera guardarme. No quiero que este secreto se me seque dentro como las plantas de la casa vacía que el hombre ya no pudo cuidar.