Sobre La rebelión de
los árboles (Leviatán, 2015), de
Liliana Guaragno.
Liliana Guaragno escribe como si soñara, con esa libertad e
irreverencia del sujeto no sujeto, entregada a una música que le pertenece sólo
a ella.
Hay algo de la textura de los sueños en estos relatos, en su
ritmo, fijas las imágenes a una rara temporalidad.
Una respiración: la nuestra, la del mundo vegetal, la
respiración de las piedras, de los caballos, de los objetos: una mesa, larga,
una mujer tirada, boca arriba, sobre la madera.
Este libro no es, como podría creer un lector apresurado, un
relato de sueños.
Hay mucho de onírico, pero podríamos decir, a la
inversa del Funes de Borges: “Mi vigilia es como el sueño de
ustedes”.
Atrapar dormidos eso que se rechaza durante el día. Traer al
pensamiento lo que soñamos durmiendo (1) y que Liliana sigue soñando despierta,
pero esta vez, en forma de literatura.
Envolver en palabras, en la malla de la escritura, aquello
que emerge de lo más hondo de nuestros oídos, como desde un mar profundo.
Las imágenes se enredan a antiguos sentidos, como a algas
sedosas.
Sonidos en nuestros oídos, plenos de significaciones aún por
traducir.
Como hilos del más fino encaje, las palabras de Liliana
atrapan eso que, una vez escrito, se pierde para siempre.
La escritura- mortaja, paradójicamente, traerá vida al lector.
La
Rebelión de los árboles se da en
ese espacio mínimo, incierto, que separa el sueño de la vigilia.
La narradora observa y describe un paisaje, un clima, una
geografía de la que forma parte y de la que, al mismo tiempo- y sobre todo-
está excluida.
La exclusión, en estos textos, pareciera ser condición de
escritura.
De ahí esa quieta melancolía que se desprende de las páginas
del nuevo libro de Guaragno.
Palabras que aluden, pero que parecen no nombrar nunca. Como
si la función de cada palabra escrita fuese abrir caminos que no conducen a
ninguna parte, pero que nos llevan, un
instante quizá, a esa nada en cuya pureza nos hundimos con culpable felicidad.
Senderos de sentido que se entrecruzan, se enroscan, se
abrazan amorosamente para luego separarse, con furia, y caer. Y dejarnos solos,
aturdidos, como cuando despertamos de una siesta, en una bochornosa tarde de
verano.
Diferentes reflejos se expanden. Una imagen y su doble. Una
palabra y su eco. Y el lector, y el cuerpo del lector que se sacude y despierta a cada frase, como en los brazos de una madre
mala, engañadora.
Los objetos emanan como de un sueño, sin causa, caóticos.
Asfixiante promiscuidad.
Una literatura de experiencias. No de argumentos.
El universo de La
rebelión de los árboles, es sin tiempo, si ligamos a la idea de tiempo la
de sucesión. Si es que el presente, como
una matrona plácida, que nos mirara con dulce sonrisa desde su poltrona,
pudiese ser un tipo de temporalidad.
Estos relatos nos sumergen en un tiempo casi detenido, casi
como que no sucede. Como la respiración. Las imágenes nos golpean, parecen venir de historias que nos preceden,
que ya son parte de nosotros, los lectores. Y sin embargo, la narradora no
apela a la complicidad. Ella misma está afuera, como dije, casi excluida de su
mismo relato. Personaje, la primera persona, vista de lejos, de lejos amada, de
lejos compadecida y admirada por una narradora que se desconoce y se desdobla,
locamente.
Limitada, a veces, también, a la sola descripción.
Su función consiste, parece, en describir lo que está y lo
que falta en ese tan extraño tiempo presente suyo que contiene y anula todos
los tiempos.
Escritos en un primer plano-siempre en un primer plano- estos relatos casi cinematográficos, no
nos dan respiro: una sucesión, a veces vertiginosa, de sensaciones, sospechas,
revelaciones, angustias, deseos y fugaces entregas al otro que, como aparición
extraordinaria, nos convoca.
Leer La Rebelión de
los árboles es una experiencia distinta.
Intraducible, como la música.
Literatura inspirada, esa que viene quién sabe de dónde.
Del “más allá” dicen algunos.
Escribir porque hay que escribir.
De puro gusto.
En Pasajeros del tiempo la narradora, se entrega, toda, a las sensaciones de estar viva.
Ella es feliz con no poco: una enormidad si amamos.
Cito: Fuimos felices unas dos horas y media, sentados con ropas livianas alrededor de una de las mesitas de la vereda.
O
Era una fiesta la vida.
Estar cerca del cuerpo deseado, dejarse quemar por los ojos que nos miran y dejar que el cuerpo, virgen todavía, vaya tomando su forma. La forma única que adquiere bajo las pupilas del hombre que deseamos.
Hay algo de esto. Y ella, habla, entusiasmada. Y, como siempre, las palabras rompen el hechizo.
Singular e irreverente, este libro, no deja lugar a dudas sobre la gratuidad de la escritura y el hecho, tantas veces olvidado, de que un escritor, si ejerce su divino don, escribe lo que quiere, como quiere, cuando quiere, sin someterse ni obedecer a nadie.
La libertad, quizá lo más preciado para un escritor, da vuelo, consistencia e identidad a este libro de Liliana Guaragno.
Luego, con la escritura, ella debe someterse, sí: a las voces que surgen del texto. Como Juana de Arco a las suyas.
La fe de Juana no es nada, sus voces son todo, dice Marina Tsvietáieva.
En La cantante calva, uno
de los relatos de este extraño libro, Liliana escribe:
Tanta estupidez rodeándola, hizo que dejara el habla cotidiana para sólo cantar.
La narradora de La Rebelión de los árboles es exigente, pero sin prejuicios.
Alejada de toda doctrina.
Un corazón joven, capaz de amar.
Los relatos de L.G. nos introducen en un mundo en el que la muerte está más que presente, pero ha perdido sus rasgos cadavéricos.
Cito: Ante la Muerte suenan otras campanas, no dulces ni graciosas, suenan oscuras e infinitas, suenan por todos nosotros.
Y luego, en ese mismo relato: Y en este junio, exactamente el día 9, mi hermana Inés dejó este mundo y lloré por ella, y lloré por mí- que nunca fui ni seré una campanita como mi amiga- Lloré por la muerte propia mientras tañían todas las campanas del mundo. (Campanita)
La muerte, esa música.
En Verde verano, la narradora se da cuenta de que todos están muertos, ella inclusive. Y lo dice de un modo casual, sorprendido, como nos ocurriría si, al salir a la calle, nos diéramos cuenta de que nos pusimos el saco al revés.
Darle vueltas a la muerte. Perderle el miedo. Y hacerle frente, a través de la escritura.
La muerte ha perdido su ferocidad. Cubre como un cálido y compasivo velo nuestros alucinados ojos de lectores.
En La Rebelión de los árboles, el lenguaje escapa a su uso convencional. Arma un mundo de exaltación y capricho, en el que, una vez que entramos, deseamos quedarnos.
El texto de Liliana respira por y a través de su lenguaje: organismo vivo, pleno de deseo.
Las imágenes, inesperadas, salen a la superficie del sueño-vigilia para poblar el espacio casi mágico que abre la escritura.
Cito: Alma, el carnaval no termina nunca.
Y el amor:
El literario, ese que se profesa a ciertos escritores, y el otro, el de aquel Florencio de En la letra.
Cito: Le enviaba por año, aproximadamente, un cuento, o dos. Jamás respondió, tal vez porque ardía en las letras ese amor imposible. Siempre tuve amores imposibles de carne y hueso, pero esa etapa ya terminó. (…) Y luego:
Florencio era mi único amor, sólo pensado, ni siquiera pensado, era una flecha siempre detenida en el aire, lanzada, que cruzaba el espacio pero nunca llegaba al blanco. Increíblemente el amor mío crecía, y el fracaso me llenaba de felicidad.
La realidad se transforma en una película que no tiene fin. Jardín y noche se superponen, en dos planos simultáneos, que se abrazan y confunden, como amantes que anhelan fusionarse.
La conocida geografía de todos se anula, revelándose, de pronto, absurda.
La narradora se mueve, y nosotros con ella, en un mundo de figuras agazapadas. Afina la vista, intentando ver. Pero, dice: sólo veía sombras.
La voz es un faro que guía, aunque al principio sea una voz dormida, que se despierta, penosamente. Cito: Una voz que se despereza.
Y la escritura.
Encerrada en el cuaderno de notas- esa caja del tesoro- recuperada cuando el encanto se ha roto y se siente, dice: la pesadez de regresar, ese cuaderno sin el cual nada, ni la película, ni el aire enajenado, ni la liviandad seductora, ni la fiesta de colores, hubieran sido posibles.
A veces, como en Entrecine, el duelo se abre, inesperado. La realidad de celuloide parece abrazar a la protagonista, contenerla entera, a ella y a su vigilia. Con los ojos vueltos hacia adentro, ella ve claramente lo perdido. Sabe que el hombre buscado es el que se fue para siempre, el que ella, habitante de un tiempo cinematográfico, ahora plenamente lúcida, va a añorar hasta el fin de sus días.
Arriba, los pasos del muerto sobre la madera.
Fuera de la película, la mujer entra en la realidad del sueño.
En La rebelión de los árboles, los lazos se han roto. El cuerpo está demasiado cansado: una generación en la otra, superpuestas como capas de células en la misma piel.
La narradora-tía de Transformación, afirma: Ya soy libre, libre de mi historia, libre de mí.
Cierta quietud aterida, tensa, salta sobre el cuerpo desnudo que nos sorprende al comienzo del relato, gordo, blanco, pesado sobre las baldosas, con eso de grotesco que tienen los cuerpos cuando el lenguaje se ha perdido para siempre, y la carne, sin discurso, se vuelve como de piedra.
La muerte tira al suelo a la protagonista de esta historia. La vence, sin combate.
La muerte, encapsulada en esa vida como en una nuez, se libera.
La escritura de Liliana se nos escapa detrás de múltiples veladuras.
Cito: Pero en el comedor o en la legión, una luz me atraviesa y es el don de Dios que disipa esos temblores que mi cuerpo manifiesta cuando estoy en casa. Como si en la casa quedaran los resabios de una nerviosa vid, abundante de odiosas memorias, a las que intento apartar para no volver con el recuerdo, aunque a veces alguna flecha golpea mi pecho.
Ligada al placer, la escritura de Liliana Guaragno no busca más que persistir.
Para romper la completud que tiene lo no dicho.
Esa completud mortífera.
Liliana escribe en Quilmes, mirando el cielo por sobre los techos, con los ojos lejos, siempre.
Ella, y el solo y pavoroso tiempo de la escritura.
La Rebelión de los árboles se saca de encima la experiencia cotidiana. La narradora está fuera del tiempo de los otros.
Cito: Tengo el pálpito de que personifico un papel en una película de la que quisiera huir.
La pasión por la mudanza, el leve y veloz desplazarse del ojo y de la palabra, como pájaros las letras, de frase en frase.
Un fuego (de amor) (de creación) pone en movimiento las energías del lenguaje.
Cierta ebriedad, propia de la escritura de este libro, en el que las imágenes excitan los sentidos, no nos dan tregua, y antes de poder pensarlas nos entraron por los ojos, los oídos, ya nuestros dedos las rozaron, y ya nuestro olfato percibió el olor del eucaliptus.
Los textos de La Rebelión de los árboles se pueblan de frutos maduros, higos dulces que cuelgan de dulcísimas higueras, tallos encorvados por el peso de las vainas, y el tacto que nos deja percibir fragmentos de cuerpos sólo conocidos por ese deslizar de los dedos sobre la piel de los objetos: el fruto de la higuera no es áspero.
Y los olores:
Extraño el perfume intenso de los jazmines, dice en Ángela.
Palabra en mano, con pulso firme, Guaragno va creando la forma necesaria a cada frase. O mejor dicho, de un modo proustiano: va dejando nacer la forma: arranca del tiempo lo que fluye, lo que se escapa, lo que deja miles de grietas y silencios, y nos lo ofrece bajo la delicada forma de una frase. (Proust diría de una metáfora)
En este mundo de la Rebelión de los árboles, no hay realmente imposibles. Porque el imposible pierde ese lacerante e inconsolable dolor que sienten los que lo padecen, para provocar en la narradora una exaltada alegría.
Hay una nostalgia, sí, pero desprovista de tristeza.
La narradora sabe, como Ofelia, y como el mismo Hamlet, que la vida es un juego perdido de antemano.
Acá, la pérdida tensa el hilo que recorre cada uno de los milagrosos relatos de este libro.
La narradora se niega a llorar por eso, por lo que sabe.
Angela, ¿piensas a veces en mí?, pregunta inútil, tristemente.
El pasado, a veces, aparece como una construcción en ruinas, que amenaza derrumbarse y dejarnos solos, sin poder defendernos, ante la voracidad de la muerte.
Mi tiempo es un lento pasajero, dice en algún lugar la narradora. Pasajera ella también, de un mundo que le corresponde sin pertenecerle. Un mundo siempre por conquistar.
La escritura se respira. Es condición de vida.
La narradora, a veces, deja caer los velos.
Cito:
Con él supe de mi ignorancia: una vez, viajando en el colectivo, me preguntó qué música me gustaba, le dije: el jazz.
-
¿Pero
qué clase de jazz?
-
El
tradicional, contesté.
-
¿A quién
escuchás?
-
No sé.
Me miro
irónico. Pero era verdad que yo escuchaba jazz (…) Lo único que me importaba, concluye, era perderme en la música.
La narradora desprecia ese saber que viene de afuera, que es de todos. Hay más verdad en esas horas frente al Winco, en ese perderse para encontrarse otra: la música como columna vertebral, sostén y sentido. Qué importancia tienen los triviales datos del saber musical, ese que se lee en los suplementos culturales, en los libros especializados, propiedad de cualquiera, accesible a la curiosidad o incluso, a la pasión intelectual. La narradora se mueve en otros mundos, otras frecuencias. Por eso el extrañamiento. La sociedad, lo exterior, la desconciertan, con sus nimiedades, sus intrascendencias.
Y lo dice, claramente:
No hay caso. El exterior me cuesta horrores.
La narradora de La Rebelión de los árboles, siempre la misma quizá por el tono, por la alusión a lugares compartidos, paisajes, estados de la mente, del cuerpo- ella sabe, lejos de la tragedia, que la vida es un bien para disfrutar.
Por eso la muerte, de nuevo, como En Verde verano, es un estado casi natural, pero del que no se sale.
Lo peor, sí: haber entrado en la muerte junto a aquel que no amamos, condenados por siempre al desamor.
Cito: “supe que allí, donde habíamos llegado, éramos una apariencia sin tiempo y que desde ahora tendríamos que seguir juntos los dos en la misma habitación por siempre”
Eucaliptos, araucarias, alerces, escondidos tras la magnolia. Tres cipreses iguales, como hermanos, asomando detrás de la casa vecina, los diferentes verdes, escondidos en macetas, palmeras que rodean la fábrica abandonada. Me dejo yo también encandilar por el tono vegetal, el mismo que deslumbra a la narradora.
La Naturaleza anida en el barrio.
Pájaros que pían el bicho feo, cito: sobre los cables que salen de la casa y se pegan al taller vecino y siguen por el pasillo costeando la casa de adelante hasta la calle. Los acompañan otras aves: torcazas, horneros, calandrias.
Y el otro, siempre, los otros, tan ajenos:
Adelma: la envidia.
Cito: Pero ese techo que se ve adelante es realmente horrible.
Con una sola frase, lapidaria, Guaragno pone en escena la violencia que nos produce el otro, sólo por ser otro.
Escribe: En ningún momento sonrió ante a la belleza de esa mañana encendida que yo sentía como un privilegio. Algo le molestaba, intuía cierta sospecha de desavenencia en la mirada de la que había sido invitada a conocer mi nueva casa. Esa casa que ahora me ofrecía privacidad e intimidad, circunstancias que eran promesa de lecturas sin interrupciones, de limpieza sin horarios, de goce de la contemplación del paisaje que la rodeaba.
Luego del Hilo de la bobina, novela familiar en donde la tragedia de vivir se resiste a quedar sólo en eso, L. G. nos sorprende con este nuevo trabajo, en donde la angustia se ha transmutado en juego y placer.
(1) Kierkegaard (El erotismo musical)